El mundo asiste a un fenómeno imprevisto. Lo inesperado no es la crisis financiera. Tampoco las recesiones. En ambos casos se trata de fenómenos estructurales y cíclicos del capitalismo en su funcionamiento normal. El carácter extraordinario de la nueva pandemia es que provocará una crisis económica sin precedentes y de alcance planetario que muy probablemente superará en profundidad y extensión a la de 1929.
Hoy, cuando los muertos en los países desarrollados se cuentan por miles, resulta muy difícil prever cual será el piso de la recesión global. Existe, en cambio, una certeza. Con matices las economías enfrentan el problema haciendo lo que la ciencia económica sabe desde hace casi un siglo: impulsando políticas monetarias y fiscales expansivas, con el Estado, no el mercado, conduciendo y regulando el ciclo económico y la producción.
Se trata de una forma específica de intervención estatal, la que a veces se denomina “keynesianismo de guerra” y que, a diferencia del keynesianismo a secas, supone que el Estado subordina toda su política económica a un objetivo común, en este caso es el sanitario para evitar la muerte de una porción de la población.
A modo de ejemplo, una de las razones del triunfo de los Aliados en la Segunda Guerra Mundial fue que Estados Unidos convirtió su economía en una gigantesca maquinaria bélica, reorientando toda la producción de las empresas hacia la provisión de insumos para la conflagración. Si bien el país emergió como potencia ya en el siglo XIX después de otra guerra, la civil o de Secesión, fue luego de la última gran guerra que consolidó su hegemonía global en paralelo a la expansión de su “complejo militar industrial”.
Desde entonces, los contratos del gobierno con el complejo se convirtieron en el principal instrumento de regulación del ciclo económico estadounidense. Ahora la potencia continental se prepara para realizar transferencias masivas a las familias, mientras el presidente Donald Trump le ordena por Twitter a las automotrices que abran plantas cerradas y se pongan a fabricar respiradores. Parece una forma de tomar decisiones algo más primitiva que, por ejemplo, la del aparato estatal chino que volvió a mostrar su impresionante capacidad de ejecución de políticas públicas y de movilización de recursos.
En tanto, frente al nuevo desafío, el gobierno local salió de la modorra de los primeros meses y finalmente comenzará a poner plata en serio en el bolsillo de la gente. No se tratará sólo de créditos a tasas más o menos subsidiadas, sino de ingresos de emergencia que llegarán tanto a los trabajadores formales y monotributistas como también a los informales (Ingreso Familiar de Emergencia), un mecanismo que comenzó a evaluarse desde el inicio de la crisis.
En los próximos días se conocerá también el dinero que se transferirá a las empresas para cubrir un elevado porcentaje de los salarios, serán transferencias más grandes y generalizadas que los REPRO. De esta forma comenzará a llegar dinero público a muchos sectores sociales que siempre antagonizaron con el Estado.
Estas transformaciones de alcance global generarán “procesos de no retorno”, una crisis del paradigma de la corriente principal de la economía. Pasada la pandemia será imposible volver al status quo ante y seguir sosteniendo la mitología consolidada en las últimas décadas del siglo XX sobre la primacía de la individualidad y el mercado como gran asignador de recursos.
Lo que se observa en la mayoría de los países, a lo largo y a lo ancho del planeta, es a los Estados ejerciendo su soberanía a través de la promoción del Gasto e, incluso, hasta haciéndose cargo de los sistemas de salud privados.
En adelante será difícil reconstruir el aparato ideológico que legitimó las políticas de austeridad y los Estados mínimos. La población habrá experimentado una vez más que el extremismo de mercado no le resuelve seguridades elementales como el derecho a la salud.
Se trata de “procesos de no retorno” porque gobernantes y gobernados redescubrirán el papel central del Estado, que es el poder de la organización colectiva sobre la individual. El viejo orden se resistirá. La posición de la derecha en general y de los gobiernos de derecha en particular es que resulta preferible un poco más de muertos antes que frenar la economía. En el siglo XXI el capitalismo sigue discutiendo ganancias versus vida.
El dilema es que cualquiera de las dos vías generará cambios irreversibles en el imaginario colectivo. Tanto si se privilegia la salud pública y se evidencia la centralidad del Estado en la organización de la producción y en la conducción del ciclo, como si la mala intervención estatal provoca decenas de miles de muertos.
Finalmente, un dato central será que, por la recesión global, el coronavirus generará más pobres que muertos, pero a la vez parirá, "con una alta probabilidad", como dicen los textos de los organismos financieros, un nuevo orden económico mundial.
Quizá estemos ante el principio del fin del ultra capitalismo anárquico y a la consolidación de China como nueva potencia hegemónica y modelo de ejercicio del poder infraestructural.
La conclusión preliminar tampoco es nueva. Por detrás del debate económico está la lucha de clases. En uno de sus artículos más célebres el gran economista polaco Michal Kalecki hablaba de los “aspectos políticos” del pleno empleo. Explicaba cómo bajo ciertas circunstancias, la proximidad del pleno empleo, los empresarios preferían ganar un poco menos, pero mantener el control sobre los trabajadores y el proceso productivo. Dicho de otra manera, la cuestión de clase estaba por encima de la ganancia. Es decir, el poder estaba por encima del dinero y el pleno empleo empoderaba a los trabajadores.
Del mismo modo es posible hablar de los “aspectos políticos del coronavirus”, que son los “procesos de no retorno” descriptos. La revalorización del rol de los Estados ocurrirá tanto si la intervención pública es eficiente como si no lo es.
El capitalismo tal como se conoce hasta ahora enfrentará serios problemas de legitimación. Resta la pregunta clásica de la economía vulgar: ¿cómo se financian las políticas expansivas? La respuesta es “como en todo el mundo”, emitiendo dinero, que es una de las formas de endeudarse a tasa cero que tiene el Estado, pero que al mismo tiempo es fuente del flujo de la recaudación futura. Para hacerlo no hace falta ser un Estado rico, alcanza con ser un Estado soberano.
Una opción complementaria para los muy fiscalistas sería terminar con el subsidio de 55 mil millones de pesos mensuales que reciben los bancos por los 1,6 billones de pesos en Leliq. No debe olvidarse que, antes o después, la plata que el Estado inyecte terminará en los bancos y que estos querrán cambiarla por la otra ventanilla por más letras de liquidez. La tasa de estos instrumentos no puede continuar siendo tan atractiva. Redireccionar estos 55 mil millones mensuales hacia políticas activas también fue una promesa electoral.