Desde París.La máscara del liberalismo se cayó al mismo tiempo que, individualmente, nos pusimos una máscara para protegernos del coronavirus. Parece una suerte de reconexión globalizada con el movimiento zapatista que surgió en Chiapas, México, a finales de 1994. Los zapatistas decían:” nos cubrimos el rostro para ser visibles”. Esa visibilidad de quienes estaban ocultos en el flujo tramposo del tecno-liberalismo ha irrumpido hoy en nuestras vidas cotidianas poniendo en la pantalla de la vida a todas esas clases sociales de trabajadoras y trabajadores invisibilizados por el híper consumo y que, en estas semanas, se han vuelto el corazón de la supervivencia de nuestras existencias: obreros y obreras, choferes, camioneros, panaderos y panaderas, repartidores, cajeras y cajeros de supermercados, enfermeras, asistentes de hospitales y un montón de hombres y mujeres asumiendo tareas y oficios ingratos, mal pagos, al servicio de las clases superiores han sido llamados a mantener viva la llama de los intercambios necesarios al funcionamiento de las sociedades. Los ejecutivos están en sus casas, en el campo o en la playa, los héroes inflados de las startups detrás de sus pantallitas bien protegidos de la circulación mientras que los trabajadores y trabajadoras constituyeron el pilar del hilo de vida que queda dentro de un sistema confinado. La crisis sanitaria corrió el telón de su identidad al tiempo que funcionó como espejo de la desigualdad laboral. Los vencedores de la globalización están en casa, los otros en el trabajo. El sociólogo francés Camille Peugny es un especialista de las desigualdades sociales y de la desclasificación social. Miembro del Centro de Investigaciones sociológicas y políticas de Paris (CRESPPA-CSU) y profesor en la Universidad de París VIII, ha escrito varios libros sobre las desigualdades laborales y sociales (Le déclassement, La montée du déclassement, Le destin au berceau : Inégalités et reproduction sociale).
En esta entrevista con Página/12 realizada en París en tiempos de confinamiento, Camille Peugny analiza esa perdida de la invisibilidad de las clases populares, así como la ocasión única, el “ahora o nunca”, que tiene la izquierda para replantear un proyecto de sociedad para todos y no solo para las clases medias conectadas.
--El 31 de diciembre de 1994 surgió en México el movimiento zapatista. Sus militantes tenían el rostro cubierto con un pasamontaña. Uno de sus emblemas fue decir: estamos enmascarados para que nos vean mejor. En esta crisis sanitaria mundial, la gente se puso máscaras de protección y, con ello, se visibilizó lo que era invisible: grupos sociales marginados, trabajadores. Desde la cajera del supermercado, el panadero, el señor y la señora del almacén, el camionero, en fin, ellos son hoy quienes hacer funcionar el sistema mientras que los ejecutivos trabajan protegidos desde sus casas de fin de semana. Las máscaras sanitarias los volvieron visibles.
---Sí, fue así. La máscara nos reveló a esas clases sociales que son generalmente invisibles y que hoy están afuera, en la calle, trabajando, para garantizar nuestra supervivencia. Ahora bien, esta nueva geografía social existe desde hace mucho. En Francia, como en la mayoría de los países occidentales, hay una polarización del trabajo y de la sociedad. Por un lado, están los empleados calificados, móviles, que hablan varios idiomas, trabajan en las empresas internacionales y venden por mucho dinero su capacitación en el mercado del trabajo. Por el otro, están los empleados poco calificados, en su mayoría mujeres mal pagas que están al servicio de la otra clase social para ir a buscar a los niños a la escuela, hacer tareas de limpieza. Por consiguiente, esta forma de relación entre clases sociales estaba ya presente, pero, ahora, se hizo muy visible en este contexto de crisis. Todos aquellos y aquellas que tienen un trabajo protegido y bien pago pueden trabajar desde su casa mientras que todos aquellos y aquellas que garantizan la supervivencia de la sociedad están obligados a salir. Es como una experiencia de laboratorio masiva y a cielo abierto. La crisis sanitaria del coronavirus visibilizó las jerarquías de la utilidad social.
--El relato visible de lo real trastornó de hecho las ficciones de la economía globalizada.
--Efectivamente. Con la globalización de la economía ha habido un movimiento de polarización de la estructura del trabajo que ahora aparece con toda su fuerza. Desde hace 30 años nos vienen prometiendo la desaparición de los trabajos penosos y el advenimiento de una sociedad del conocimiento. Pues no, al final nos damos cuenta de que, en 2020, nuestras en sociedades circulan millones de empleados que tienen puestos de trabajo penosos, mal pagos, expuestos, y que, sin ellos, la sociedad no puede funcionar. Le doy un dato válido para Francia: en este país hay 15 millones de personas que trabajan como obreros o empleados. Hoy los vemos mejor.
--Es la segunda vez en el último año y medio que la raíz de la sociedad sale a la superficie: primero fue, a partir de 2028 y durante una parte de 2019, el movimiento de los chalecos amarillos, el cual sacó a la luz lo que se llamó “la Francia invisible”. Ahora el coronavirus.
--Cuando los chalecos amarillos se movilizaron descubrimos que había muchos empleados y empleadas que giraban en torno a esos trabajos invisibles, con salarios bajos. Hace 18 meses se los pudo identificar cuando ocuparon las rotondas de Francia. La historia vuelve a repetirse.
--En casi todas las izquierdas hay como un pesimismo, un derrotismo marcado, un canto del cisne negro. Predomina la idea según la cual esta crisis le servirá al liberalismo para encapsularnos aun más. Usted ve, al contrario, una oportunidad única de redención social.
---No creo desde luego que toda la gente que sale a sus balcones o sus ventanas a aplaudir a quienes trabajan en los hospitales se conviertan de pronto en militantes anti liberales. Una buena parte de la sociedad volverá a ser como antes una vez que la crisis pase. En cambio, sí estoy convencido de que, para la izquierda, contamos con una oportunidad única. De golpe surgieron ante nosotros todas las aberraciones de las políticas implementadas en el curso de las últimas décadas. Un ejemplo dramático de esto es lo que ocurrió en Francia con las máscaras. Hace algunos años, un ministerio borró una línea presupuestaria destinada a comprar máscaras con el fin de ahorrar plata y ahora no hay máscaras a raíz de eso. Nuestro sistema no funciona más. Con esta catástrofe que vivimos vemos los resultados de estas políticas neo liberales. Podemos pensar que esto servirá de pedagogía, podemos pensar que, si la izquierda lleva a cabo un trabajo de análisis, de propuestas positivas sobre las consecuencias de estas crisis espantosas, entonces si podemos pensar que habría ciertos parámetros que cambiarían. En todo caso, si después de esta crisis nada cambia sería desesperante. Admito que la tarea es complicada. Para empezar a ir hacia una dirección distinta que la del rigor presupuestario o de la finanza hace falta un trabajo de largo aliento y, además, realizado a escala internacional. Nos hace falta una reacción coordinada de los movimientos y los partidos de izquierda en todos los países. Para los progresistas, los antiliberales, es ahora o nunca. Es la oportunidad para que, juntos, diseñemos un cambio de sistema. Todavía viviremos varios meses más con una demostración explosiva sobre el camino sin salida al que las políticas de las últimas décadas nos condujeron. Si después de esto nada cambia, entonces nunca jamás habrá cambios.
--Uno de los conceptos que usted ha promovido en su obra es el de la sociedad de la atención, del cuidado, de lo que los anglosajones llaman "care".
--Cuando se habla del care se piensa en la atención a los niños, a las personas de la tercera edad, etc. Pero yo creo que es preciso ampliar esta noción de la atención a todos los oficios que existen para estar al servicio de nuestros semejantes. La cajera del supermercado que sigue trabajando hasta las 10 de la noche en París para que el ejecutivo pueda hacer sus compras también forma parte de esas profesiones de la atención al otro. Justamente, el cuidado, la atención, el care, permite entender la dimensión vertical de la sociedad. Hay muchas personas cuyo trabajo consiste en estar al servicio de los demás. Esas personas son a menudo mujeres, inmigrados, que trabajan en condiciones dramáticas. Esta idea del care, de la atención, extendida a todas las profesiones puede servir para repensar las relaciones entre grupos sociales. Creo que, para la izquierda, es, otra vez, una forma de proponer un proyecto de sociedad positivo en el cual se le pueda ofrecer a esos millones de trabajadoras y trabajadores un lugar en la sociedad a la altura de su utilidad y de su importancia social. Insisto en decir: es una oportunidad histórica para repensar el lugar de cada uno en la sociedad y promover un cambio. Si no lo hacemos ahora, nunca más lo haremos. Hay un trabajo personal y político muy importante que debe hacerse.
--Este trastorno exponencial reactualiza igualmente lo que el liberalismo puso bajo la alfombra mientras que la izquierda miraba hacia otro lado: las clases sociales existen y la desigualdad las atraviesa.
---La temática de la desigualdad social siempre fue actual, sólo que no se la estimuló políticamente. Los términos como clase obrera, ricos, dominantes, fueron desapareciendo de a poco de las retóricas políticas, incluso de la propia izquierda. Sin embargo, no por ello las clases sociales dejaron de existir. Hay que empezar por promover los oficios, la función social, la jerarquía de la utilidad social. Hay que llevar la voz de los trabajadores, de las mujeres, de los hombres y de sus oficios. No todos los dominados tienen conciencia de pertenecer a una misma clase social con capacidad de organizarse para defender sus intereses como lo enuncia la teoría marxista. En parte la responsabilidad de esto también incumbe a la izquierda porque abandonó a esas clases sociales y la temática social. Hace 30 años que se habla de las clases medias y no se habla de las clases populares. Vivimos en una sociedad de clases sociales y de antagonismos sociales. Ambas problemáticas deben ser llevadas al centro del debate público. La izquierda no debe tener miedo de hablar de clases sociales. En este contexto, hablar sólo de clases medias equivale a no tratar el tema de las clases sociales. Así se instaura la imagen de una sociedad compuesta únicamente por una gigantesca clase media. Desde luego, no bastaría con hablar de las clases populares para ganar sus votos, empezando porque esas clases populares se identifican con la clase media y quieren parecerse. Pero hay que asumir un discurso que sea al mismo tiempo capaz de apropiarse de los antagonismos sociales y designar un porvenir colectivo.