El coronavirus es una desbocada presencia de la Muerte. Todos sabíamos que íbamos a morir. Pero ahora no sólo sabemos la inminencia de la muerte, sino su causa. La humanidad muere por un virus nuevo, desconocido, ante el cual la ciencia aún no ha encontrado una respuesta. Es una guerra que sucede en todas partes y se expande incesantemente. La humanidad tiene miedo. Pero el miedo siempre tiene un punto de fijación. Le tengo miedo a esto o a aquello. La muerte es indeterminada. Tenerle miedo a la muerte no es tenerle miedo a algo. La muerte no es algo. Es la certeza del límite, de la finitud. Si algo hace grande a la condición humana es que el hombre muere y sabe que muere. Vivir pese a la certeza de la finitud es heroico. De aquí que nos pasemos la vida soterrándonos en uno y mil problemas cotidianos, inmediatos, a la mano, con tal de no pensar nuestra finitud.
El virus es tan abstracto como la muerte. Nadie lo conoce. Nadie lo ve. Pero mata. La cuarentena obligatoria acentúa esa certeza. Los monjes tibetanos buscan la soledad para meditar. La gracia, la revelación, incluso la fe son experiencias individuales, intransferibles. Se dan en soledad, ya que ésta posibilita el ahondamiento del sujeto en sí mismo. El virus termina obligándonos a una introspección que hemos buscado eludir siempre, ya aturdiéndonos con las mercancías, la tevé, internet, el sexo, las drogas.
Cada uno averiguará a dónde lo conduce esto. Algunos se calman pensando que el virus nos va a llevar a un mejor horizonte, un mundo distinto. Puede ser, pero no es seguro. La pandemia no va a hundir al capitalismo. Algo que intentaron los socialismos del siglo XX que terminaron por instaurar dictaduras. No le pidamos a la pandemia algo que los hombres no supieron hacer. Es acaso posible que se fortalezca la idea del Estado interventor, benefactor, ese que con Keynes tomó el nombre de “estado de bienestar” y sacó a EEUU de la crisis del veintinueve. Hasta el presidente de Francia, el neoliberal Macron, proclamó las virtudes del estado por sobre las del mercado, apuntando al despertar de una nueva era. Que despertará no bien el virus haya muerto y la humanidad entienda que la producción importa más que las finanzas, que la solidaridad más que el egoísmo y que el hombre, lejos de ser el lobo del hombre, debe ser una conciencia libre, abierta al compromiso intersubjetivo con el otro.
Nada de esto es seguro y es arduo de creer. El capitalismo ha superado muchas pestes desde su primera globalización en el siglo XV. Ha castigado a la humanidad con el colonialismo, con las guerras y con el egoísmo teórico y práctico. Porque el egoísmo, la codicia, son los conceptos fundantes del capitalismo. El socialismo buscó basarse en otros valores, pero se extravió con la teoría de la dictadura del proletariado y la violencia del Estado del partido único. Como sea, tiene mejores conceptos que el capitalismo para enfrentar una peste como la que hoy sufrimos. El Papa Francisco, cuyas raíces están en el peronismo, dijo “Nadie se salva solo”. Y lo dijo porque es un populista de izquierda en un mundo entregado al endiosamiento del mercado y el juego infinito y sin límites de las finanzas de los poderosos. Ese mundo quizás salga debilitado de la pandemia. Pero se va a rearmar para volver. De los sujetos libres de este mundo en peligro dependerá que eso no ocurra. No de una pandemia.