El sábado fui a la cancha a ver el charrúa. Hacía muchísimo tiempo que no iba. Llegué temprano. Antes de entrar al estadio, me bajé una cerveza con una porción de muzza y me guardé dos garrapiñadas de postre.
Subí a la tribuna Sur, busqué mi asiento y abrí uno de los paquetes. Estaba solo, un poco tocado y no había nada mejor que seguir comiendo para matar el tiempo. Detrás de mí, un señor calvo de unos 50 años, empezó a hablarme sobre la formación de esa tarde. Me di vuelta para escucharlo y le ofrecí unas garrapiñadas. Sin decir gracias, extendió una mano y se sirvió una porción contundente, vaciando la mitad del paquete. Ja, pensé. Siguió hablando y hablando. Intenté cortar la escena con la elegancia de una falsa llamada, pero llegué tarde: Rodolfo ya se había sentado a mi lado.
“¿Era tu jermu? Porque a la mía la encerré en lo de mi suegra, jajaja”. “Viste cómo son las minas”. No eran sólo las palabras que salían sin pausa de su boca llena de azúcar, sino la forma en que las decía. Era irritante este tipo que buscaba mi complicidad pero no me dejaba meter un bocadillo.
Víctima de la situación, puse piloto automático, moviendo la cabeza cada dos o tres oraciones. La cancha se fue llenando y la opción de huir a otro asiento fue de a poco perdiendo fuerza. Rodolfo extendió otra vez la mano y abrió la palma exigiendo más garrapiñadas. Le di lo que quedaba en el paquete sin dudarlo. Se me habían ido las ganas de comer. Lo único que quería era que empezara el partido con la esperanza de terminar ese martirio.
Salieron los equipos a la cancha y recobré el entusiasmo. Por un rato me olvidé de Rodolfo y sus historias de casado. En los primeros minutos, Córdoba dominó el juego, pero poco a poco se fue cayendo y el primer tiempo terminó sin goles. Abrí mi mochila para buscar el teléfono y entonces el hombre me increpó: “Disculpá, ¿no vas a comer el otro paquete?” “¿Qué?”, dije, haciéndome el distraído, pero también sorprendido por la pregunta. “No es mío. Mi vieja me pidió que le lleve uno”. Respondí sin pestañar. Rodolfo hizo una mueca extraña. Como una sonrisita siniestra y aniñada a la vez. “Tu vieja, claro, sí, tu vieja...”
“¿Cuánto pagaste? Tomá, te doy 50. No creo que valgan más de 20 pesos”, dijo, y en un movimiento digno de un mago casi me pone un Sarmiento en el bolsillo de la camisa. Lo frené. “No se trata de dinero, Rodolfo...". “Vamos, pibe… ”, interrumpió y sacó uno de 100. “Necesito algo dulce, haceme el favor”. “Disculpe. Me encantaría, pero no puedo. Créame que no”. No sé por qué me empeciné. Era tan fácil darle las garrapiñadas. Pero no: algo en mí me llevó a continuar con esa mentira vil. Una mini sed de revancha o algo así, no sé. “Afuera comprás otra vez, dale que acá nadie vende”, insistió, pero ya no respondí.
Se pasaron los primeros minutos del segundo tiempo entre pelotazos y patadas; el trámite seguía parejo. Típico partido del ascenso. Deportivo Merlo era un rival directo, y había salido a jugar con un planteo realmente miserable. Aburrido, en un impulso abrí la mochila y saqué las garrapiñadas. “Tomá, te las regalo”. Rodolfo se guardó el paquete y sonrió como un bebé. Había transcurrido media hora ya y parecía que el encuentro se moría sin goles.
Sin embargo, era otra cosa la que me inquietaba en ese momento: Rodolfo me había apurado con las garrapiñadas y ni siquiera las había abierto. ¿Para qué verga me las había pedido? Pasaron unos largos 10 minutos hasta que finalmente se decidió. En el mismo momento en que se llevó a la boca uno de los preciados confites, Armoa conectó de volea un centro de la derecha y la mandó a guardar. ¡Golazo de Córdoba! Y encima faltando 5 para el cierre. Rodolfo escupió todo; se le cayeron unas lágrimas y me abrazó. Fue emocionante. Me impactó esa reacción, aunque me podía esperar cualquier cosa tratándose de este personaje. Le devolví el abrazo tímidamente. Fueron unos instantes donde se me cruzaron diferentes sensaciones.
La gente pasó de la angustia a la euforia sin escalas. Ganábamos después de varias fechas, y justo cuando yo iba a la cancha. Todo parecía perfecto, como para sacar una foto mental: la tarde estaba hermosa, habíamos hecho el gol sobre la hora y yo me sentía un buen tipo.
El árbitro pitó el final y la gente arengó de manera efusiva al plantel, con la esperanza intacta de poder entrar al reducido, aunque las chances son escasas. Rodolfo sacó por primera vez el celular y me pidió una foto. “Quiero tener un recuerdo de esta tarde”, y se sacó una selfie conmigo. “Pasame tu Wasap que te la mando”. “Dale, anotá”, y le dicté cualquier número.