Es Sherlock- made in 2010- una serie añeja y actual, tranquilizadora y paranoica, barroca y sicodélica. Tiene un tratamiento de las imágenes tradicional y modernísima a la vez según convenga a la escena. La mensura desmesurada del juego del tiempo abruma. Las cosas, los seres juegan a la velocidad de la luz, sin que por ello uno no quede prendado en la telaraña que propone la serie. Muere mucha gente, poca sangre, resucitan cadáveres que estaban hecho añicos, hay referencias a un amor velado -cercanías gays-, adicciones y pistas que conducen a la Nada y parecen esfumarse, pero en la Nada disueltas vuelven a ser sospechosas. Es una cinta de Moebius donde cabeza y cola vuelven a tocarse, a enmarañar en un sin fin de idas y vueltas.
¡Ah!, la serie trata de la resolución de crímenes y si uno/a está atento/a se disfruta de la maraña laberíntica inglesa con el sello impreso de que la vida no es todo lo que parece. Y que una flor se esconde en un plantío o en el ojo de un asesinado. Que un puñal puede ser una carta de amor y una carta de amor contener una bomba como para demoler el Big Ben. Todo puede suceder. Todo pasa. Es subirse a un Fórmula 1 manejado por un genio loco de ojos de dálmata, solapas levantadas y una frialdad antártica. Se llama Benedict Cumberbatch el actorazo principal -Sherlock Holmes- y su segundo, el fiel y costumbrista -Watson- Martin Freeman -el que hizo de Bilbo Bolson en el trilogía del Hobbit-. Dirigida por varios fulanos. La adaptación guionada fue construida por Steven Moffat y Mark Gatis. La escritura estuvo a cargo de otros tantos jugadores de lujo.
Conan Doyle, el autor y el padre de la criatura, debe estar en su tumba intentando resolver el enigma fundamental: ¿cómo cornos es tan maravillosa, cuál es el truco?
Sherlock. 4 temporadas. Disponible en Netflix.