A veces las consignas más sencillas son las más profundas. El 30 de marzo de 1982, el sector de los trabajadores argentinos agrupados en la llamada CGT Brasil, liderados por Saúl Ubaldini, lanzaron el mayor desafío que la dictadura había tenido hasta ese momento: deciden marchar a Plaza de Mayo, el corazón simbólico de la política y la democracia argentina, y al calor de ese acto de coraje la dictadura empezó a derretirse.
Después de seis años de usurpar el poder, los militares ya habían perdido todo brillo entre los sectores que inicialmente los apoyaron, y entre los que fueron indiferentes. La economía estaba en picada, la inflación se descontrolaba, todos los días aparecían noticias de fábricas y comercios cerrados, el malestar claramente le estaba ganando al miedo. No hay gobierno que se sostenga sólo por la fuerza, siempre necesita una buena dosis de consenso y eso es lo que se estaba derrumbando.
La dictadura había sido especialmente feroz con los trabajadores, sobre todo con los delegados y militantes sindicales. Por eso la decisión de pegar el salto hacia una abierta protesta tenía el riesgo implícito de la vida y la muerte como opciones en juego.
No era la primera vez que se lanzaba una medida de lucha. Hubo resistencia en los lugares de trabajo, hubo paros sectoriales, hubo una huelga general lanzada en 1979 en la que no participó la llamada CGT Azopardo, de los dialoguistas que nunca dejan de dialogar, conducida por Jorge Triaca padre, hubo una gran movilización el 7 de noviembre de 1981, desde el estadio de Vélez Sársfield hasta la iglesia de San Cayetano, lugar emblemático de los que piden trabajo.
Y si bien en cada una de estas acciones se corrieron riesgos, convocar a una marcha a Plaza de Mayo ya era otra cosa. Según relató Ubaldini años después, ellos sabían que los militares no iban a permitir el acto, pero la sola convocatoria a la marcha les garantizaba una enorme visibilidad y la posibilidad de empezar a canalizar el enorme descontento que ya se sentía en las calles.
La organización fue rigurosa, nadie debía ir solo ni en forma espontánea. Cada sindicato llevó sus micros, las Madres de Plaza de Mayo dijeron presente al igual que los demás organismos de derechos humanos. Artistas e intelectuales adhirieron y una vasta militancia buscó la forma de participar.
El ministerio de trabajo presionó y amenazó para que la marcha no se hiciera. Desde seis horas antes al horario de la convocatoria el centro porteño fue escenario de disturbios. Muchos de los micros decidieron dar vueltas por horas antes de definir el lugar y el momento preciso para bajar y marchar. No fue solo en Buenos Aires: Rosario, Neuquén, Mar del Plata y Mendoza tuvieron su propio protagonismo. De hecho Mendoza se destacó del resto por la brutalidad represiva; cuando los manifestantes se dirigían a la Casa de Gobierno provincial fueron recibidos con disparos de ametralladoras efectuados por la gendarmería. El saldo fue de siete heridos de bala. Uno de ellos, José Benedicto Ortiz, quedó gravemente herido y falleció el 3 de abril. Era el secretario general de la Asociación Obrera Minera Argentina, regional Mendoza.
En la Plaza de Mayo y sus alrededores había once mil efectivos entre policías y oficiales del Ejército. La improvisada columna encabezada por los sindicatos, los partidos políticos y los organismos de derechos humanos no pudo avanzar demasiado y sus integrantes fueron detenidos. Ese día cobraron todos: los oficinistas que, como todos los días, recorrían el centro; los curiosos, y por supuesto, los manifestantes. La cantidad de detenidos fue tan indiscriminada y masiva que no alcanzaron los patrulleros ni los celulares y entonces se empezaron a usar colectivos de línea para trasladarlos a las comisarias. Los registros de la época hablan de más de tres mil solo en la ciudad y cerca de cinco mil en todo el país.
Está claro que los participantes tenían miedo y lograron vencerlo, pero los que estaban realmente asustados eran los represores. En distintas esquinas se juntaban grupos y al más puro estilo argentino coreaban consignas: “se va a acabar, se va a acabar, la dictadura militar”, “Dicen que aseguran la paz pero se comen la paloma”, y volvían a disgregarse ni bien llegaban los uniformados en una gimnasia peligrosa y emocionante.
Desde los balcones tiraban papelitos de apoyo a los participantes y hasta les daban refugio. El peligro seguía latente, pero todos los presentes sentían que algo se había quebrado. Le estaban mojando la oreja a la dictadura en un escenario neurálgico. Y la fiereza de la respuesta a todos les pareció debilidad. La sangrienta dictadura siempre actuó, torturó y mató en los sótanos, en el anonimato y en la oscuridad. El primer gran desafío masivo a cielo abierto la dejó desarmada. La sensación de aislamiento y soledad dio paso a la certeza de ciclo cumplido.
Tres días después anunciaron la recuperación de las islas Malvinas, como un último manotazo de ahogado.