Cada vez que suena el teléfono fijo me acuerdo que tengo esa línea. La conservo solo por él, porque es el único que llama. Él, es Trevisano y no lo atiendo, circunstancia que va colocarme en problemas. Es posible que de no estar en aislamiento, Trevisano no llamara, o que de haberlo hecho, dispusiera yo de un elenco variado de excusas que superaran a la que habré de rebajarme. Es que justo ahora tengo entre mis manos una edición hermosamente encuadernada de Viaje alrededor de mi cuarto del conde Xavier de Maistre y no quiero distraerme.
Tomo notas: “una nueva manera de viajar que introduzco en el mundo... que no cuesta trabajo ni dinero”. El conde está encerrado y satisface nuestra curiosidad por las razones de la clausura: se trata de eso que antes se llamaba un “lance” lo han condenado a estar 42 días recluido en su habitación con sus plumas y libros, sus ganas de reflexionar, sus gustos y valores. Por eso decide emprender la escritura de una obra que es un viaje, sin materia ni esfuerzo. ¡Tengo que seguirlo! Pero suena otra vez el teléfono.
—¿Qué estaba haciendo?
—Estaba en el baño, no lo oí.
—No le creo. No importa. ¿Se dio cuenta de la decadencia?
—Bueno, es un término amplio...
—Estoy hablando de literatura.
—Como siempre.
—No veo razón para no hacerlo.
—Justamente estaba leyendo a De Maistre. Y no me diga que lo hago para escribir sobre el encierro. Es que ese libro está siempre por aquí, entre las cosas de mi escritorio, y lo retomo de vez en cuando.
—Bueno, es preferible hablar de las cosas que hay en un escritorio que de otros artefactos. ¿Llegó al capítulo del sueño del conde, donde comparecen Platón, Pericles, Aspasia, Hipócrates y un médico italiano con su peluca de notable?
—Lo estaba buscando en el momento que usted llamó— mentí.
—¿Lo tiene a mano? Lea lo que dice el médico cuando arroja la peluca al fuego, por favor.
—Espere un segundo…. debe ser esto. A ver: “pero las ridiculeces y las preocupaciones son en tan grado inherentes a nuestra miserable naturaleza, que todavía nos siguen un tiempo más allá de la tumba.” Claro, en el sueño la charla se produce más allá de la vida— agrego un poco al cohete.
—El conde concluye así, lo voy a citar como lo recuerdo: “Y sentí un placer singular viendo al doctor abjurar a la vez de la medicina y de la peluca.” Óigame bien: ya estará usted especulando por razones de gusto que los viajes son la causa de todos estos problemas. Claro, a usted no le gusta viajar. Y está bien. A mí tampoco. ¿Ya tiene sobre la mesa a Pascal, que le echaba la culpa de todos los desastres al hombre, por no saber quedarse quieto y sentado en su casa?
—No suelo pensar en Pascal —respondo imitando la sombra del Escritor Mayor en reportajes.
—Sobre todo en el cuarto de baño. Bueno, hago mal, pero si no completo la serie me quedaré atragantado. Ahí tiene también a Nerval, el “loco” Nerval. ¡Qué poeta! Fue un gran viajero, pero curiosamente dicen que se arrepintió de esas aventuras que eran para él una experiencia triste; perder ciudades, dejar atrás todo el universo imaginario que se había creado con libros, cuadros y sueños.
Trevisano es así, inocula venenos. No voy a escribir sobre viajes, no en este momento, le digo. Quiero pasar a otro tema.
—¿Dígame por qué llamaba?
—Ah sí, la Decadencia. Le voy hablar de unas lecturas que no le vendrán nada mal para el encierro.
Y aquí tengo que cambiar el registro en el intento de transcribir aquello que los viejos saben leer entre líneas. No por gracia de proveer un artículo al uso (poéticas de la peste o biblioteca de las catástrofes) sino para anticiparse a determinar el lugar donde estamos parados, en el fin de una época, como aquella que los Decadentes describían con sintaxis y aliento perecedero. Trevisano nombra a Huysmans, el escritor francés que compuso “A contrapelo” (À reboirs) novela-manifiesto del Decadentismo. En ella su alter ego, Des Esseintes, se va de París, se encierra en una pequeña mansión de las afueras y ocupa todo su tiempo en decorarla de manera extravagante y en formar una biblioteca a partir de “Las Flores del Mal” de Baudelaire, en contra de la tradición recibida (los naturalismos, las explicaciones, las tramas) y de la vulgaridad.
Es cierto que Des Esseintes enferma y tiene que regresar a París, y su intento de prescindir de la estupidez humana en soledad le resulta así imposible, pero en ese gesto frente al mundo conocido se juegan muchas cosas. “No solo muestra un nuevo modo de narrar, sino que además interfiere en los discursos sociales (la ciencia, la medicina, el progreso de la razón) con un programa estético en el que los dispositivos del poder terminan por cuestionarse al exhibir lo macabro, lo enfermo, lo marginal. Sacudir los discursos dominantes. Y, por fin, hablar de la muerte. ¿No se da cuenta cómo volvemos a hablar de la muerte, con qué cercanía?” — pregunta Trevisano.
Me quedo en silencio de este lado de la línea que fluye durante un buen tiempo, sin los condicionamientos de la fibra óptica. Lo imagino preparar su última estocada.
—Después de todo, De Maistre es más optimista. Se aferra a las cosas de la vida, aunque los dos tienen en alto grado la imaginación antes que los viajes. Des Esseintes un día quiso ir a Londres y antes de cruzar el Canal de la Mancha le pidió al cochero que lo llevara a un bar del muelle, en una mañana medio brumosa. Cuando salió de allí, abandonó la idea. ¿Para qué hacerlo si ya había visto la bruma y tomado una cerveza? Sería una pérdida de tiempo — remata Trevisano.
Y así se despide, sin saludar, ni pedir que me cuide.