Caí enfermo en París el miércoles 11 de marzo, antes de que el gobierno francés decretara el confinamiento de la población, y cuando salí de mi cama, el 19 de marzo, algo más de una semana después, el mundo había cambiado. Cuando entré en la cama el mundo era próximo, colectivo, pegajoso y sucio. Cuando salí se había convertido en lejano, individual, seco e higiénico. Mientras estuve enfermo no me resultaba posible evaluar lo que estaba sucediendo desde un punto de vista político o económico, porque la fiebre y el malestar se apoderaban de mis energías vitales. Nadie es filósofo cuando le estalla la cabeza. De vez en cuando miraba las noticias, algo que solo servía para incrementar el malestar. La realidad no podía distinguirse de un mal sueño y la primera página de todos los periódicos era más inquietante que cualquier pesadilla causada por mi delirio febril. Durante dos días enteros decidí no abrir una sola página de internet como prescripción ansiolítica. A eso y al aceite esencial de orégano es a lo que atribuyo mi curación. No tuve dificultades para respirar, pero tuve dificultades para pensar que podría ser respirando. No tuve miedo de morir. Tuve miedo de hacerlo solo.
Entre fiebre y ansiedad, se me ocurrió que los parámetros a través de los que se organiza el comportamiento social habían cambiado para siempre y que ya no podrían ser modificados de nuevo. Esto fue lo que sentí como una evidencia que se abría paso en mi pecho, al mismo tiempo que mi respiración se ampliaba. Todo quedaría fijado en la forma inesperada que ahora habían tomado las cosas. A partir de ahora, tendríamos acceso a las formas más excesivas de consumo digital que pudiéramos imaginar, pero nuestros cuerpos, nuestros organismos físicos, estarían privados de todo contacto y de toda vitalidad. La mutación tomaría la forma de una cristalización de la vida orgánica, de una digitalización total del trabajo y del consumo y de una dematerialización del deseo. Los que estaban casados estarían a partir de ahora y ya para siempre condenados a estar veinticuatro horas al día con la persona con la que se habían casado, independientemente de la amaran o la odiaran, o ambas cosas al mismo tiempo – lo que dicho de paso, es lo más habitual: el matrimonio se rige por una ley de física cuántica en la que no hay oposición de términos contrarios, sino simultaneidad de lo aparénteme dialéctico. En esta nueva realidad, los que habíamos perdido el amor o no lo habíamos encontrado a tiempo, es decir, antes de la gran mutación del Covid-19, estamos condenados a pasar el resto de nuestra vida totalmente solos. Sobreviviríamos, pero sin tacto, sin piel. Los que no se habían atrevido a decir a la persona que amaban que la amaban, ya no podrían reunirse con ella aunque pudieran expresarle su amor y tendrían ahora que vivir siempre en la imposible espera de un encuentro físico que ya jamás se produciría. Los que habían elegido viajar, quedarían para siempre del otro lado de la frontera y los burgueses que se fueron al mar o al campo para pasar en sus agradables residencias secundarias los días del confinamiento (pobrecitos) ya no podrían volver nunca más a la ciudad. Sus casas serían requisicionadas para acoger a los sin domicilio fijo que sí vivían en la ciudad. Todo quedaría fijado en la nueva e imprevisible forma que las cosas habían tomado después del virus. Lo que parecía ser un confinamiento temporal se extendería durante el resto de nuestras vidas. Quizás las cosas volvieran a cambiar, pero no para aquellos que ya teníamos más de cuarenta años. Esa era la nueva realidad. Entonces tuve que pensar si merecería la pena seguir viviendo así. ¿Bajo qué condiciones y de qué forma merecería la pena seguir viviendo?
Lo primero que hice cuando salí de la cama después de estar enfermo con el virus durante una semana tan inmensa y extraña como un nuevo continente, fue hacerme a mí mismo esa pregunta. ¿Bajo qué condiciones y de qué forma merecería la pena seguir viviendo? Lo segundo, antes de encontrar respuesta a esa pregunta, fue escribir una carta de amor. De todas las teorías del complot que he leído la que más me seduce es la que dice que el virus fue creado por un laboratorio para que todos los loosers del planeta pudiéramos recuperar de una vez a nuestros exs – sin vernos forzados sin embargo a volver con ellos.
Cargada de toda la ansiedad y el lirismo acumulado durante una semana de enfermedad, de miedos y dudas, la carta a mi ex no era solo una desperrada y desesperante declaración de amor, sino y, sobre todo, un documento vergonzante para el que la firmaba. Pero si las cosas ya no podían cambiar, si los que estaban lejos ya no podrían volver a tocarse jamás, ¿qué importaba el ridículo? ¿Qué importaba ahora decir a la persona que amas que la amas aunque ella ya te haya olvidado, o incluso remplazado, si de todos modos ya nunca podrías volver a verla? El nuevo estado de cosas, en su inmovilidad escultórica, concedía un nuevo grado de what the fuck incluso al propio ridículo. Escribí aquella bella y horriblemente patética carta a mano, la metí en un sobre blanquísimo, escribí sobre él con mi mejor letra el nombre y la dirección de mi ex. Me vestí, me puse una mascarilla, los guantes y los zapatos que había dejado en la puerta y bajé hasta la entrada del edificio. Allí, siguiendo la lógica del confinamiento, no salí a la calle, sino que me dirigí al patio de las basuras. Abrí el cubo amarillo y, puesto que se trataba de papel reciclable, metí en él la carta para mi ex. Volví a subir las escaleras hasta mi apartamento. Dejé los zapatos en la puerta. Entré en casa, me quité los pantalones y los metí en una bolsa de plástico, me quité la mascarilla y la puse a ventilar en el balcón, me quité los guantes y los tiré a la basura, y me lavé las manos durante dos interminables minutos. Todo, absolutamente todo, estaba fijado en la forma que había tomado después de la gran mutación. Volví a mi ordenador y abrí mi correo electrónico: y ahí estaba, un mensaje de mi ex titulado "pienso en ti durante la crisis del virus".
Articulo publicado originalmente en ArtForum