“Igual te vas a morir”, espeta de mal modo un vecino que veo y escucho desde el balcón de mi departamento. En la puerta de su edificio comenzó a aparecer después de varios días de cuarentena. Nunca lo había visto. Parece que el encierro obligatorio lo expulsa a la calle. Se ve que tiene necesidad de comunicarse. De pie y apoyado en el marco de la puerta, acecha a quienes pasan con barbijo y guantes (a pocos metros hay un super chino). Pero su agresivo “igual te vas a morir” es selectivo: cuando pasa un hombre -aunque vaya con escafandra- baja la vista, no dice ni mu. Hostiga únicamente a las mujeres.
Si en estos momentos de miedo y encierro las mujeres son más agredidas que de costumbre, así, gratuitamente, por desconocidos, en la calle, ¿qué estará ocurriendo en el interior de varias viviendas? Por los relatos de mujeres a quienes consulto y por las puteadas que llegan de hogares vecinos recuerdo A puertas cerradas (Huis Clos), de Jean Paul Sartre. Dos mujeres y un hombre -aunados por la amistad- son condenados a permanecer encerrados para siempre. La habitación es hermética y pequeña. La armonía de los primeros momentos comienza a resquebrajarse y, mientras transcurre el tiempo sin tiempo del aislamiento, hablan de los tormentos del averno. Parrillas al espiedo donde las ánimas son asadas como un lechón. Es tal el caos de la convivencia forzada, que el amor se escabulle y la compañía se torna insoportable. Finalmente, el hombre se da cuenta. “¡Ah!, qué broma. No hay necesidad de parrillas; el infierno es este, el infierno son los otros”.
Ahora bien, si se tienen hijes por supuesto hay que cuidarles. Pero el mandato patriarcal no designa compartir tareas con el padre (sé que hay padres -no muchos- que lo hacen, pero me estoy refiriendo al mandato). Es más, da por supuesto que ellas son las responsables. El ochenta por ciento de las actividades de cuidado recae sobre las mujeres. La irrupción del COVID-19 representa un giro del calidoscopio histórico. Asistimos a una transmutación de todos los valores. Pero existe una constante. Ni el invisible asesino viral logra cambiarla. Los roles establecidos a partir de la discriminación de las minorías en general y de las mujeres en especial no se han alterado. Al contrario, en épocas como esta se refuerzan porque tanto en la guerra como en la paz la mujer debe cuidar, no ser cuidada.
Hay un imperativo para la buena madre sobre la conexión a la matrix internet de sus niñes. Deberían ser pocas horas diarias. Dejar espacio a la creatividad: leer libros, jugar, estimular la imaginación. Pero lo cierto es que les enfants terribles se pueden pasar el día frente a la pantalla. ¿Qué hacer? Aprovechar para estudiar. La educación a distancia pide tareas que no suelen hacer solos, aunque también rechazan algunos señalamientos de la madre. A ella se le cree menos. Si les obligan a hacer las tareas refunfuñan, aunque si no las hacen, la madre se culpa por no haberlo logrado. Sin mencionar ese amor implacable hacia les hijes que te marca para toda la vida.
Además, hay que cocinar sano para que estén pertrechados contra el virus. También hay que limpiar. Se les indica que ordenen sus cuartos, (si los tienen). Otra misión imposible. Entusiasmo un día, rechazo el otro. Y las madres ya no tienen mucha energía porque, como la población mundial, están desorientadas.
Otra obligación es manejar el miedo y que los menores no sean víctimas de pánico. Nuevo aprendizaje. ¿Cómo no transmitir miedo si ellas mismas lo sienten? Hay una sobrecarga de las madres en estos momentos demasiado intensos. Si bien nunca las mamás se la llevan de arriba y si bien en épocas de pandemia hay cosas peores que estar encerrada en su propia casa. Así mismo no se pueden dejar de considerar los peligros: hay más de un feminicidio por día, desde que comenzó el aislamiento. O, ¿cómo acceder a abortos clandestinos en cuarentena? (ya que no hay otros). O, ¿cómo convivir en una casilla precaria? O, ¿cómo contener, entretener, trabajar y cuidar? ¿Y yo qué?, ¿quién cuida a quienes cuidan?, se pregunta la madre
Desde los mitos originarios se hostiga el cuerpo femenino. No basta con que Eva -como paradigma de madre nutricia- incube fetos durante nueve meses, se ocupe de las necesidades cotidianas y después de parir, amamante; además debe sufrir en el parto. ¿Y el padre de la criatura?, ¡ah!, por ahí anda, eligiendo hojas de parra para su zunga.
El patriarcado eyacula sus miserias sobre ciertos cuerpos. “A la mujer, dijo el Señor: le multiplicaré en gran número los dolores de sus preñeces: con dolor dará a luz a sus hijos: su deseo será solo para su marido; y él será su dueño.” (Génesis 3.16).
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Calentura, la trampa de la naturaleza. Te aflojás tanto que hasta permitís que te metan algo extraño. Incluso si estás muy cachonda, rogás que te lo metan. Un presente griego. Potencia de invasión. Lo sabés, pero en ese momento hasta lo deseas. Cuando la jeringa humana se retira ya estás invadida. Te hicieron un trasplante. Te metieron moléculas portadoras de vida. Pero de una vida otra. Una vida que no va a nutrirse a sí misma, va a chuparte por dentro y por fuera. A veces vomitás. Si tu cuerpo no lo expulsa, el intruso comienza a crecer. Según pasan los meses hasta se permite moverse dentro tuyo. ¡Qué lindo!, dice la mayoría, a mí me resultaba inquietante.
¡Y lo había deseado! ¿Y quién no lo desea? Los beneficios de la maternidad ya los conocemos. Pero hasta que no se lo vive, no se sabe lo que puede un feto, luego bebé, niño y adolescente. Un largo camino.
¿Y el horror de la violación? ¡Sáquenme esto que me puso el viejo! Suplicaba llorando la nena de once años violada por su abuelo. La derecha justificó al violador e intentó que siga el embarazo, que no sea mala madre.
Me escribe una amiga en cuarentena con sus dos hijos. Mientras le ayudaba en las tareas al mayor, el pequeño jugaba con el gato. El nene se cansó de verlo tan blanco. Buscó tintura de su mamá y pasó a la acción. Intempestivo el gato saltó sobre el teclado de la computadora. Chorreaba tintura. Mi amiga gritaba y el gato la miraba con ojos transparentes como a la espera de nuevas maravillas… Encima, si te hartás y decís ¡basta!, sos una mala madre.