Río de Janeiro.Enemigo obcecado y radical del aislamiento social recomendado en todo el mundo, empezando por la Organización Mundial de Salud, el ultraderechista Jair Bolsonaro pasó a experimentar cada vez más el aislamiento político en Brasil.
Ayer esa situación se confirmó cuando otros dos ministros, el de Justicia, Sergio Moro (uno de los responsables directos de la llegada de Bolsonaro a la presidencia), y de Economía, el exfuncionario pinochetista Paulo Guedes, unieron fuerzas alrededor de su colega de Salud, Luiz Henrique Mandetta, en defensa del aislamiento que Bolsonaro tanto critica. Por si fuera poco, a ellos se sumaron el presidente del Supremo Tribunal Federal, José Antonio Dias Toffoli, y el Fiscal General de la República, Augusto Aras.
Como antes los presidentes de la Cámara y del Senado, y hasta el propio vicepresidente de la República ya habían dado su pleno respaldo a Mandetta, Bolsonaro cuenta ahora con una base de apoyo restringida al sector llamado “núcleo ideológico” de su gobierno, integrado por radicales de extrema-derecha sin mayor peso político, y por el trío de hijos descontrolados que lo rodean e incentivan a mantener (y hasta extremar aún más) sus posiciones que van en contra de lo que determina la ciencia, la medicina y la racionalidad.
En resumen, el cuadro puede ser definido de la siguiente manera: de un lado, el médico que ocupa el ministerio de Salud. Del otro, el presidente. Uno defiende el aislamiento social como forma principal de intentar contener la expansión del coronavirus en el país. El otro defiende un aislamiento vertical, o sea, restringido a los mayores de sesenta años y a grupos considerados de riesgo por enfermedades anteriores, y que se suspenda toda y cualquier cuarentena en Brasil.
Los ministros considerados los principales del gobierno se sumaron a su colega de Salud. Moro, a propósito, ha ido más lejos: aseguró que la Fuerza Nacional de Seguridad, que reúne una especie de tropa de elite bajo su control, está a las órdenes de Mandetta para actuar donde se haga necesario, es decir, donde ocurran saqueos y actos de violencia pero también donde se dejen de cumplir las determinaciones de las autoridades provinciales y municipales de aislamiento social.
Pese al aislamiento evidente, Bolsonaro decidió doblar la apuesta. Un día después de haber neutralizado el protagonismo de su ministro de Salud, forzándolo a dirigirse a los medios de comunicación en el palacio presidencial bajo la supuesta coordinación de un general que sabe de salud lo que sé yo del idioma germánico, afirmó ayer a periodistas que el presidente de la Organización Mundial de Salud, Tedros Adhanom Gebreyesus, coincidía con él en estar en contra del aislamiento social horizontal, que alcanza a todos.
En una clara muestra de su noción de honestidad, manipuló de manera absurda las palabras del presidente de la OMS, que tardó unos quince minutos en desmentirlo. Al distorsionar las palabras de Gebreyesus, Bolsonaro siguió los concejos de su “gabinete del odio” controlado por sus hijos, con destaque para Carlos, concejal de Rio que ahora tiene sala en el palacio presidencial y es cariñosamente tratado por su papá como “mi pitbull”. Resulta imposible saber hasta dónde el desequilibrado ultraderechista extenderá una irresponsabilidad que roza la criminalidad.
Ayer, a propósito, él estaba especialmente activo y entusiasmado. Es que el 31 de marzo marca el aniversario del golpe militar de 1964, que instaló en Brasil una macabra dictadura que duró 21 años. Tanto Bolsonaro como los militares que lo rodean son firmísimos admiradores tanto del golpe como de lo que vino después.
A propósito de la larga noche que sofocó la democracia brasileña, Bolsonaro jamás dejó de elogiar a dictadores y torturadores. Hubo, es verdad, una única excepción: cierta vez, cuando no era más que un obscuro diputado nacional, Bolsonaro admitió que la tortura haya sido quizá una exageración innecesaria. Y añadió: “Mejor hubiera sido matar de una vez a unos treinta mil, a empezar por el expresidente Fernando Henrique Cardoso”.
Semejante bestia ahora preside Brasil. Hasta cuándo, nadie sabe.