King Kong nació en 1933 y --al igual que otras creaciones estadounidenses de esa década-- fue hijo de un sistema que necesitó inventar monstruos gigantes como aquel enorme gorila, superhéroes de otro planeta como Superman o edificios proyectados al infinito como el Empire State para hacer creer que aún podía sobrevivir esa magnanimidad ametrallada tras el colapso financiero del Crack del ‘29.
Inspirado en una lectura libre del cuento tradicional francés “La Bella y la Bestia” del siglo XVIII, los creadores de la película “King Kong” promocionaron a este gorila de catorce metros de altura como la Octava Maravilla del Mundo. Una maravilla inventada por ellos mismos, claro, aunque con el fin de aniquilarla: la herida pero ambiciosa potencia de Estados Unidos capturaba al simio en la isla prehistórica que habitaba para llevarlo directamente a Nueva York, donde sería reducido, exhibido y -ante su resistencia- acribillado por unas avionetas a pocas cuadras de Wall Street.
El filme inicial fue tan exitoso que motivó numerosos sucedáneos durante las ocho décadas posteriores. La narrativa intentaba también alentar una reflexión sobre la forma violenta en la que el ser humano se vinculaba con su entorno natural. Pero cuando la realidad retomó escenarios de vida más amables y la sociedad estadounidense dejó de temerle a paranoias apocalípticas, la ficción pudo darse el gusto de salirse del libreto original y permitirle a Kong volver de la muerte, escapar de sus captores, tener hijos e incluso regresar a la Isla Calavera, su archipiélago natal.
A medida que el New Deal fagocitaba a la Gran Depresión en el imaginario anímico estadounidense, el gorila fue tomando vigor y hasta llegó a pelearse mano a mano con otro megamonstruo como Godzilla en 1962. Era, en el fondo, una verdadera lucha de miedos humanos sublimados en engendros de fantasía: el némesis de aquel gigante simio yanqui nacido en una época de crisis económica era un dinosaurio mutante creado por la cultura japonesa tras los bombardeos atómicos a Hiroshima y Nagasaki de la Segunda Guerra Mundial.
Como le sucede a toda épica estirada más de lo conveniente, la de King Kong también se expuso a exageraciones insólitas y ridículas. Durante la última dictadura, por ejemplo, fue traído en barco a Argentina el muñeco animatrónico de veinte metros utilizado en la remake de 1976 para ser exhibido en el predio de la Rural después del Mundial '78. Los militares incluso ordenaron cortar la avenida Santa Fé y los cinco camiones con el gorila desmembrado procesaron desde el puerto como si se tratara de un desfile patriótico a toda pompa.
Pero lo cierto es que durante la mayor parte de esa película, King Kong fue representado por un actor de carne y hueso disfrazado de gorila en una escenografía a escala, de modo que el muñeco confeccionado con toneladas de duraluminio y crines de caballo había sido preparado solamente para unas tomas específicas. En efecto, lo que Argentina había pagado y recibido no era otra cosa que un invento que tuvo escasos minutos en el rodaje.
Todo comenzaba con una serie de números circenses, luego un relato en off contaba la historia de la captura de King Kong y después un rugido daba lugar a la caída de la lona que hasta ese momento escondía al muñeco, quien terminaba contestando con gritos y gestos algunas preguntas de niños. El espectáculo duraba unos veinte minutos, las entradas eran carísimas y el público no sabía si reír por vergüenza ajena o llorar de indignación.
La bizarra excursión argentina del gorila más famoso de la historia del cine acabó en Mar del Plata, donde luego de una temporada pésima quedó expuesto a la intemperie en el viejo estadio de boxeo Bristol porque los productores e inversores no se ponían de acuerdo a la hora de pagar los camiones que debían devolver al monstruo de acero al puerto. Sin siquiera una carpa que lo cubriese, eso que la industria de Hollywood había inventado para animar a una Estados Unidos hundida en la miseria y la desolación yacía a la vista de todo aquel que transitaba la avenida Luro de Mar del Plata en plena Dictadura sin entender demasiado qué pasaba.
Pero Kong nunca muere sin que luego lo revivan. Así pasa siempre que alguna crisis, y así parecía que iba a suceder en este mismo 2020, año para el que se había previsto el estreno de “Godzilla vs. Kong”, actualización de aquella “King Kong vs. Godzilla” de 1962. La primera, lanzada por la productora japonesa Toho, proponía un final incierto en el que no había un ganador ni un perdedor explícito, sino simplemente el choque de dos gigantes fantásticos. Ahora, en cambio, la hechura está en manos de la Warner Bross., desde donde aseguraron que finalmente uno de los monstruos aniquilará al otro. ¿Otra vez matarán a Kong?
Sin embargo el guión no contempló la irrupción de un tercer protagonista que postergó el estreno y los planes narrativos que el cine norteamericano siempre dispone en favor de su propaganda cultural: la pandemia del Coronavirus, algo tanto más complejo de atacar que un gorila de ficción.