Desde el balcón

Justo cuando empezábamos a encontrar el desahogo de cada noche marcando las 9 en punto –oh, encontrar la rutina, qué fácil es decirlo para los especialistas- llega este nuevo embate a empiojarnos la cuarentena. Alguien largaba la primera y entonces arrancaba, preciso, el coro ciudadano de palmas. Aplaudíamos en punto, unísonos, a tempo. Coloreábamos una fuga en la que cada quien iba sumando su propio tono: las gracias a los trabajadores de la salud, a los que están en la primera línea, a los que se pusieron al frente del combate, a nosotros mismos, que pasamos un día más adentro, que laburamos desde casa con los pibes cada vez más densos, que logramos que el menor haga la tarea, que contuvimos a la mayor preadolescente, que convivimos como pudimos entre nosotros y hasta, a veces, fuimos felices. Justo ahora que nos sentíamos tan hermanados en las palmas con el vecino que no saluda, vienen a rompernos la armonía.

¿Y ahora, qué aplauden? La movida tomó por sorpresa a más de un desprevenido. Ya había pasado la tradicional ronda de aplausos, cada vez más condimentada con hurras, vítores, uno que sacó el silbato, aquél que (se) pidió ¡fuerza!, otro que arrancó con el himno. Y ahora volvía a sonar un algo al principio indefinido, pero que pronto, por los medios, cobró explicación: “Están pidiendo que los políticos se bajen el sueldo”, adoctrinó la pantalla, y la consigna prendió con igual fuerza en balcones de izquierda y de derecha, sin posibilidad de espacio crítico para mayores definiciones sobre quiénes son los que ganan plata en este país.

Para la segunda noche, se ve que la cosa había fermentado en cada hogar y en cada cuarentena, porque al menos en mi barrio (gloria a Villa Ortúzar, con sus casas bajas que todavía permiten un panorama amplio de la escena) se largó también la reacción. Y después de los ya tradicionales aplausos consensuados de las 21, para la segunda ronda, la de las 21.30, al tintinear de la cacerola y sus significantes (sontodoschorrosquesebajenelsueldoquesevayantodos), le siguió desde otra punta un más directo ¡Alberto presidente! Alguien más allá se prendió, y se volvió canción. Y otro, y alguno más, ya en coro bullanguero. Pero a algún otro se ve que le dio bronca, porque arrancó con una batería de cocina más aguda todavía, y más acá y más allá se prendieron también, estoicos, orgullosos cuchara en mano. 

Y así la cuarentena fue delineando la doctrina del balcón.

Es difícil avisorar desde este balcón qué saldrá de todo esto, si nos encaminamos al lado Slavoj Zizek o al Byung-Chul Han de la vida. Más bien parecemos reforzados en nuestras convicciones y prejuicios previos, como si poco o nada a nuestro alrededor hubiera cambiado.

Y es que, aunque ante nuestros ojos esté ocurriendo una inimaginable y escandalosa pandemia que está poniendo al mundo patas arriba, aunque el sistema mismo esté jaqueado y sin respuestas por varios frentes, hay algo que lo sostiene cotidianamente. Que permanece acechando en cada hogar. Algo que resulta más cercano, próximo y veraz que la propia experiencia. No tiene inmunidad ni vacuna desarrollada. Es la infección que contagia la pantalla.