Allan Stewart Konigsberg pudo no haber existido. Lo afirma él mismo en sus memorias, recientemente publicadas en idioma inglés luego de un inesperado cambio de editorial. Las razones para esa posibilidad son varias, pero la primera de ellas tiene que ver directamente con su padre. “Un tirador ganador de medallas, amaba jalar del gatillo y llevó una pistola hasta el día que murió, con una cabeza llena de cabellos grises y una agudeza visual de veinte y veinte sobre cien. Una noche, durante la Primera Guerra Mundial, su bote recibió un impacto de proyectil en algún lugar lejos de la costa, en las heladas aguas de Europa. Se hundió. Todos se ahogaron excepto tres tipos que lograron nadar varios kilómetros hasta la orilla. Mi padre fue uno de esos tres sobrevivientes del Atlántico. Y así fue cómo estuve a poco de no haber nacido”.
Apropos of Nothing (A propósito de nada) está lleno de anécdotas personales de ese tipo, casi siempre atravesadas por ese particular sentido del humor que Woody Allen ha sabido crear en una multitud de gags, guiones, textos ensayísticos y películas. La edición en español del volumen se anticipa para el mes de mayo, pero antes de eso las cuatrocientas páginas autobiográficas tuvieron que aplazar la publicación en su idioma original un par de semanas. La noticia apareció en los medios el pasado 6 de marzo: el grupo editorial Hachette cancelaba unilateralmente el lanzamiento del libro, anunciado para los primeros días de abril, rescindía el contrato que mantenía con el celebérrimo comediante y le devolvía a este todos los derechos autorales.
“Nos tomamos muy en serio nuestra relación con los autores y no cancelamos libros a la ligera”, afirmaron desde la compañía en una declaración de prensa. La decisión fue tomada por la multinacional luego de que prácticamente todo el staff de editores de la sucursal neoyorquina dejó su lugar de trabajo vacío, extraño pero efectivo método de queja ante la inminencia del lanzamiento. Sus colegas de Little, Brown and Company, editorial que forma parte de Hachette, hicieron lo propio en contra del libro de Allen y en apoyo a su hijo Ronan Farrow, autor del volumen Catch and Kill –centrado en la figura de Harvey Weinstein y la “conspiración para proteger a los depredadores” sexuales, según afirma el subtítulo–, publicado por esa librera. Las voces a favor y en contra del hecho, de esa nueva cancelación en tiempos donde el verbo ha adquirido un nuevo y particular sentido, no tardaron en aparecer en los medios tradicionales y en las redes sociales. El libro, sin embargo, encontró rápidamente un nuevo espónsor en Arcade Publishing, una editorial independiente que acaba de lanzarlo en formatos físicos y digitales.
Y la polémica volvió a arreciar. Si bien la Justicia de su país nunca encontró razones para condenar al cineasta por el cargo de pederastia, la sombra de la sospecha continúa hasta el día de hoy, potenciada exponencialmente luego del surgimiento del movimiento MeToo. El gigante Amazon quemó el año pasado todos los puentes y decidió terminar con el contrato exclusivo que mantenía con Allen, dejando a la deriva el lanzamiento de su último largometraje, Un día lluvioso en Nueva York, distribuido finalmente de manera independiente. Un caso similar, aunque de mayor escala, al de la situación legal de su nuevo libro, cuyas primeras reseñas van desde la celebración del tono ligero y confesional al ataque furibundo a su banalidad y escaso “oído para los tiempos que corren”, según las palabras del crítico literario del New York Times Dwight Garner, en referencia puntual a la descripción que hace el autor de su relación con las mujeres a lo largo de las décadas. El mismo Garner afirma que Allen es alguien que “casi fue echado de la cultura americana por la puerta, sólo para volver a entrar a escondidas por la ventana”.
Las voces más radicales utilizan el texto mismo como confesión de parte. Es el caso de la columnista británica Catherine Bennett, en cuyo texto para el periódico The Guardian escribe que “si el principal propósito del libro es describirse como un creador inocente y un padre cariñoso, agraviado por su confabuladora excompañera, parece apenas un poco menos dispuesto a que los lectores se maravillen de que haya podido disfrutar de ‘aventuras románticas’ con incontables mujeres encantadoras, a veces llamativamente más jóvenes. Algunas de ellas lo suficientemente afortunadas como para ser distinguidas con un nombre: Mariel Hemingway, Farrow, las ‘tres hermanas Keaton’. Otras son caracterizadas genéricamente: ‘He tenido breves desilusiones con chicas de poster desplegable’. ¿Podría haberse establecido tan claramente que Allen es, como se alegó anteriormente, un hombre del que las niñas y mujeres deberían distanciarse, a menos que realmente disfruten de ser objetificadas, sin este extenso intento de auto exculpación?”.
Más allá de las voces en contra y a favor, lo cierto es que Allen, a lo largo de una cronología autobiográfica dividida en capítulos, desgrana recuerdos de infancia, adolescencia, juventud y primeros años de madurez con una sensibilidad propia de su siglo, el XX. Luego vendrán los párrafos dedicados a su amada Nueva York, el ingreso al mundo profesional de la comedia, sus películas, la relación con Mia Farrow, la acusación de abuso de su hija Dylan, la vida junto a su esposa Soon-Yi Previn, el jazz, el beisbol, la televisión, la fama, el cine.
El ataúd medio lleno
Como Welles, Allen considera a la magia como una de las bellas artes, aunque en Apropos of Nothing confiesa abiertamente no haber superado nunca el nivel más básico de la prestidigitación con cartas, monedas y billetes. Asimismo, en el primer capítulo, se describe a sí mismo en las antípodas del personaje que iría construyendo meticulosamente en sus películas, su “persona” cinematográfica.
En sus propias palabras, durante los años adolescentes, era un chico “saludable, popular, muy atlético, jugador de beisbol, corredor, siempre era elegido primero para formar un equipo. Sin embargo, de alguna manera logré transformarme en este desastre emocional, nervioso, asustadizo, alguien que apenas puede mantener su compostura, misantrópico, claustrofóbico, aislado, amargado, impecablemente pesimista. Alguna gente ve el vaso medio vacío; otros lo ven medio lleno. Yo siempre he visto el ataúd medio lleno. (…) Mi madre decía que no podía comprenderlo. Siempre decía que hasta los cinco años había sido un chico bueno, dulce y alegre, para transformarme luego en un muchacho agrio, asqueroso, disgustado, podrido”.
También desmiente allí su fecha de nacimiento oficial del 1 de diciembre de 1935, afirmando que vio la luz muy cerca de la medianoche del día anterior. “Mis padres empujaron la fecha unos minutos para que pudiera empezar en un día 1°”. En cuanto a su personalidad adulta, Allen también tiene varias cosas para decir en las primeras páginas del libro: “Es increíble que me describan usualmente como ‘un intelectual’. Es una noción tan falsa como el Monstruo del Lago Ness, ya que no tengo ni una sola neurona intelectual en mi cabeza. Iletrado y poco interesado en todo aquello que tuviera que ver con el estudio, crecí siendo el prototipo de la babosa que se sienta frente al televisor, cerveza en mano, un partido de fútbol americano a todo volumen, un afiche central de Playboy pegado en la pared. No tengo ideas ni pensamientos elevados, ni comprensión de los poemas que no comiencen con un ‘Las rosas son rojas, las violetas azules’. Lo que sí tengo, sin embargo, es un par de anteojos de marcos negros y lo que propongo es que esa especificación, combinada con un instinto para apropiarme de fragmentos de fuentes eruditas –demasiado profundas para poder aprehender, pero que pueden ser utilizadas en mi trabajo para dar la engañosa impresión de conocer más de lo que realmente conozco–, es lo que mantiene ese cuento de hadas a flote”.
¿Falsa modestia? Es posible que haya algo de eso, aunque el texto confirma que fue su interés por las chicas más “leídas” y cultas lo que impulsó a un joven Allen a leer a los grandes autores de ficción y a los filósofos, a comenzar a visitar museos y a asistir a obras de teatro “serias”. “Me gustaban las chicas. Me gustaba todo lo que tuviera que ver con las chicas. Disfrutaba de su compañía, me gustaba el sonido de sus risas, me gustaba su anatomía y deseaba estar con ellas en el Stork Club de Manhattan."
A la temprana afición por el jazz sureño, el de Nueva Orleans, le dedica un espacio relevante; también a la descripción de su práctica del clarinete, pasada y presente, aunque se apura en desestimar rotundamente el mito urbano de que su nombre artístico es un homenaje al también clarinetista Woody Herman. Respecto del éxito de la banda y de sus virtudes como músico, recuerda los primeros intentos de profesionalización. “Ingenuo, no comprendía que no era poseedor de ese genio y de que estaba destinado, más allá de mi entusiasmo y mi amor por la música, a no ser mucho más que una no entidad musical. Alguien que sería escuchado y tolerado sobre la base de una carrera cinematográfica, pero no por algo que tuviera que ver realmente con el jazz”, escribe. El genio estaba, desde luego, en otro lado.
Algunos de los mejores pasajes de la autobiografía se presentan cuando Woody Allen detalla los primeros acercamientos al mundo de la comedia. Con apenas 17 años, el joven de Brooklyn comenzó a vender gags e ideas cómicas a un par de periódicos, cabos sueltos para que los dibujantes y guionistas de historietas utilizaran como base para sus propias creaciones. Luego llegarían los trabajos más estables como gagman de comediantes de stand-up, los veranos en Camp Tamiment –cuyas producciones teatrales de revista se transformarían en una instancia ideal de prueba y error humorística– y, más tarde, los primeros pasos dentro del mundo de la televisión. Allí conocería, desde luego, al gran Sid Caesar, en cuyo laboratorio cómico –una oficina de escritores trabajando de nueve a cinco y más allá con el objetivo de crear gags y sketches para el famoso show televisivo– conocería a personalidades de la talla de Carl Reiner, Neil Simon y Mel Brooks.
“Sid tenía una banda de escritores cerebrales (…) Su brillante show semanal era el blanco de las miradas de todos aquellos que apreciaban o estaban relacionados con la comedia ingeniosa. Haber ingresado a su staff junto a todos esos nombres fue un auténtico premio. Sid era un genio extravagante y su material estaba escrito y ejecutado de manera brillante", detalla. Su propio paso por la “comedia de a pie” sería impulsado por uno de sus managers, aunque Allen confiesa en las páginas del libro que siempre había imaginado su rol en el negocio del entretenimiento sentado frente a una máquina de escribir, nunca delante de un micrófono.
Mi vida está casi acabada
Antes de comenzar su carrera en el cine, primero como actor y luego como realizador, su vida privada estuvo pautada por dos matrimonios problemáticos. El primero de ellos, con Harlene Susan Rosen, su novia de la adolescencia, es descripto en Apropos of Nothing como un verdadero calvario y Allen se hace cargo de su responsabilidad en ese sentido: “Amaba a Harlene, pero no tenía idea de qué significaba el amor; qué esperar de él, qué no esperar, qué cosas eran necesarias. Lo que siguió luego del casamiento fue una pesadilla para los dos, pero fue mi culpa. A pesar de no tener experiencia, ella estuvo a la altura de todo y fue una persona mucho más grande y con mejores recursos personales. Yo fallé de manera miserable y, en el proceso, hice que su vida fuera miserable”.
Más adelante, relata con lujo de detalles sus primeras citas con la actriz Louise Lasser, quien se transformaría en su segunda esposa a partir de 1966 y hasta 1970, y la particular manera en la cual logró transformar un guión coescrito junto a su amigo Mickey Rose en su ópera prima. “Escribimos juntos el guion de Robó, huyó y lo pescaron, pero como yo quería dirigirla no encontrábamos a nadie que quisiera poner el dinero. Luego, ya que mi vida profesional estaba bendecida, una compañía recientemente formada llamada Palomar Pictures estuvo dispuesta a arriesgarse con un director debutante. Ahora bien, yo tenía ciertos pergaminos como el autor de ¿Qué pasa Pussycat? (basura, pero un gran hit) y también de El turista propone y el secuestrador dispone (más basura, pero exitosa). Al menos sabían que yo no era un asesino serial o alguien que iba a tomar el presupuesto, metérselo en el bolsillo y volar a las Islas Caimán."
1969, el comienzo de una carrera como cineasta que continuaría dos años más tarde con Bananas y luego con Todo lo que usted siempre quiso saber sobre el sexo…, la película que cimentó el éxito y el prestigio de un joven realizador que nunca detendría su producción creativa, llegando hasta nuestros días al largometraje número 48, Un día lluvioso en Nueva York. El 49, Rifkin’s Festival, ya editado y a la espera del paso del coronavirus para buscar pantallas, fue rodado por completo en la ciudad vasca de San Sebastián, uno de sus nuevos lugares de exilio artístico. Respecto del protagonista masculino de Un día lluvioso…, Timothée Chalamet, Allen dispara en los capítulos finales de su libro una anécdota reciente. Según su relato, basado en la confidencia de su hermana (y productora de sus últimos veintiséis films), Letty Aronson, la joven estrella habría decidido hablar del octogenario director en malos términos por considerar que ello le brindaría más posibilidades de ganar un Oscar en la reciente entrega de los Premios de la Academia.
Hay varios de esos comentarios venenosos distribuidos a lo largo del texto, como así también una auto defensa de la acusación por abuso que, hasta el día de hoy, su expareja Mia Farrow y su hija Dylan continúan sosteniendo. Entre la necesidad de ajustar cuentas y la chismología, Allen brinda detalles escabrosos sobre el clan Farrow y lo que él llama la “venganza de Mia” luego de que, en 1992, descubriera la relación sentimental que había comenzado con la hija adoptiva de su expareja, Soon-Yi.
“Mia tenía tres hermosas hermanas y tres hermanos. Uno de ellos murió detrás de los mandos de un avión. Otro hermano se suicidó con un revólver. El tercero fue condenado por abusar de niños y sentenciado a prisión. Ya sé lo que están pensando: ¿qué clase de tonto soy? Dado el perfil que acabo de describir, ¿por qué no me fui, falsifiqué mi propia muerte y comencé de nuevo en una situación con menos potencial para la combustión emocional? No tengo una respuesta. Sólo sé que una personalidad encantadora y unos grandes ojos azules siempre me parecieron suficientes para botar mil barcos."
Con otras palabras, los mismos hechos y detalles familiares fueron descriptos por Moses Farrow, hijo adoptivo tanto de Mia como de Woody Allen, en una sentida carta abierta publicada online el año pasado. Más allá de los aspectos legales, que deben ser suficientes para confirmar la presunción de inocencia, esos serán los fragmentos de Apropos of Nothing que los detractores del cineasta utilizarán para seguir atacando su figura y también los que sus defensores abrazarán como nueva prueba de su versión de los hechos.
Será el área del libro que llamará más la atención de sus posibles lectores e impulsará las ventas. Si se dejan de lado las polémicas y la inevitable parcialidad inherente a todo texto autobiográfico, hay en el libro una buena cantidad de anécdotas ligadas al creador de un arte con nombre propio: lo allenesco. Sobre el final, con algo de amargura y un toque de humor gris (o directamente negro), Allen escribe “Tengo ochenta y cuatro años; mi vida está casi acabada, por la mitad. (…) Al no creer en un Mas Allá, realmente no veo ninguna diferencia práctica en el hecho de que la gente me recuerde como un director de cine o como un pedófilo o como todo eso. Lo que pido es que mis cenizas sean esparcidas cerca de una farmacia. (…) Me gusta hacer películas, pero si nunca más puedo hacer otra estaría más que contento escribiendo obras de teatro. Y si nadie las produjese, me encantaría escribir libros. Si nadie los publicara, sería feliz escribiendo para mí mismo, confiando en que si la escritura es buena, algún día será descubierta y leída por la gente. Y si la escritura es mala, mejor que nadie la vea. Lo que ocurra con mi trabajo una vez que me haya ido me resulta totalmente irrelevante. (…) Antes que vivir en los corazones y las mentes del público, prefiero vivir en mi departamento”.
Un fragmento de A propósito de nada, acerca del rodaje de Dos extraños amantes
La primera escena que rodamos juntos, en el día uno de Dos extraños amantes (Annie Hall), fue la escena de la langosta. Diane Keaton, como siempre, estaba llena de brillo. Para aquel entonces Tony Roberts y yo nos habíamos hecho muy buenos amigos y los tres nos divertimos mucho haciendo la película. La terminé a tiempo con mucha confianza, lo cual sólo podía significar que estábamos en problemas. Terminamos el montaje rápidamente y cuando Marshall vio la película que había coescrito la encontró incoherente. El concepto central de que la historia fuera una suerte de “corriente de conciencia” no había funcionado y lo único que sí funcionaba era mi relación con Keaton. Armamos un nuevo montaje. Volví a filmar. Volvimos a editar. Volví a filmar. Teníamos media docena de finales diferentes y eventualmente elegimos el que puede verse en la película. Le pusimos de título “Anhedonia”, que es un síntoma psicológico en el cual uno no puede experimentar placer. A la gente de United Artists, que amaba la película, no le gustaba el título. Elegimos “Sweethearts”, aunque luego nos dimos cuenta de que no podíamos utilizarlo porque ya existía un film con ese título. Marshall sugirió, de manera sardónica, optar por “Doctor Shenanigans”. Me reí; United Artists entró en pánico, temiendo que fuera en serio. Jugamos con la posibilidad de “Alvy y Annie”, pero finalmente opté por Annie Hall, usando el nombre de nacimiento de Keaton. La película se estrenó y rápidamente se transformó en la favorita de todo el mundo. La gente estaba enamorada de ella. Como buen viejo cínico que soy, eso hizo que de inmediato comenzara a sospechar de su calidad. Fue nominada a varios premios Oscar. La noche de la ceremonia estaba tocando jazz en Nueva York. Recuerdo estar tocando “Jackass Blues”, una melodía que hizo famosa King Olivier. Usé ese gig como una excusa, pero no hubiera ido de todas maneras, aunque hubiera estado libre. No me gusta la idea de entregar premios a las cosas artísticas. No son creadas con el propósito de competir; están hechas para satisfacer una comezón artística y, en el mejor de los casos, entretener. No me interesan los pronunciamientos de un grupo respecto de cuál es la mejor película del año o el mejor libro o el jugador más valioso. (…) Esa noche de Oscars toqué el mejor blues que pude, me fui a casa a dormir y a la mañana siguiente, en la página uno del Times, leí que habíamos ganado cuatro premios, incluido el de Mejor Película. Mi reacción fue similar a cuando me enteré del asesinato de JFK. Pensé en ello por un minuto, terminé mi bol de Cheerios, fui hacia la máquina de escribir y me puse a trabajar.