Hace unos días el celular despertó sin la antena que anuncia la etérea presencia del WiFi y, en cambio, mostraba el ominoso 4G. Acontecía una de las pesadillas posibles: se cortó Internet. Actué con celeridad. Llamé a la empresa. Por supuesto tenían la grabación: “Estimado cliente. Hemos detectado un inconveniente en su zona. Estamos trabajando para solucionarlo. Le pedimos disculpas”. Mi incapacidad de negociar con el corte del servicio --siquiera veinte minutos-- me llevó a tuitear el reclamo. Dije la verdad: que necesitaba WiFi para trabajar. No estaba urgida: el trabajo podía esperar. No se trataba de eso sino del estrés que imaginaba. No ser capaz de hacer un pedido por internet (y no hago pedidos por internet pero, ¿si resultaba necesario?). Un poco más seriamente, temía quedarme sin teléfono, incomunicada, porque es el mismo servicio (aunque obviamente el celular seguía funcionando y estaba cargado). No poder escuchar radio, no poder ver televisión, no poder comunicarme con mis amigas, no poder no poder. Borré los tuits cuando se restableció el servicio porque apestaban a desesperación y me daban vergüenza.
Internet no me parece un servicio sino una necesidad vital: la gente que todavía dice vida virtual vs vida real me hace acordar a quienes llaman (¡todavía lo hacen!) caja boba a la televisión. Soy anfibia: conocí el mundo analógico total, pero ya no lo recuerdo. No me parece un desastre ni decadencia humana estar muchas horas chequeando el celular o scrolleando o googleando. Estoy a favor de la etiqueta en la interacción; también creo que la relación con internet puede ser adictiva. Pero es nuestra forma de vida.
Sin embargo, pasado el pánico del corte, me pregunté si este momento inédito global no sería mejor con menos horas de internet. Hay que desintoxicarse, me dicen. Nada más faćil de decir y más complicado de hacer. Lo primero por la mañana, antes de preparar el desayuno, antes incluso de ir a la cama es chequear redes. Llega un listado de reclamos para darle argumentos a un cacerolazo. Se comenta con exaltación. 52 mensajes en un grupo de WhattsApp, 43 en otro. En el primero, alguien debate con su conciencia sobre si denunciar o no al vecino que rompió la cuarentena. En el segundo alguien dice que está perdiendo la cabeza, que tiene miedo, que está en un grupo de riesgo. Le decimos que el sistema no está colapsado, que puede ir al hospital, pero llora y se desconecta. El primer hashtag de esta mañana era #caceroleatelachota por ese fantástico video de la vecina que insulta a los que cacerolean desde su balcón, dueña de un manejo de la puteada digno de los grandes actores nacionales. Pero el segundo hashtag era #Ecuador y no hay palabras para lo que se ve ahí ni capacidad de describirlo. Tampoco de olvidarlo.
Y la incontinencia. La gente harta de los aplausos. Los que hacen pan. Los que odian a los que hacen pan. Los que censuran a los que se quejan porque otros sufren más. Los que se estufan ante los medidores de sufrimientos. El sufrimientómetro. Los hiperactivos y serviciales. Los que están hartos de las actividades. Los que piden recomendaciones. Los que se enojan con quienes tienen balcón por alardear del balcón y el sol. Los que detestan a los que tienen patio. Los que tienen culpa por tener plantas y entretenerse. Los que se enojan con los que no usan lenguaje inclusivo. Los que creen que pensar en eso es de una levedad pasmosa. Los que se desesperan como náugrafos: necesito sacar el permiso para transitar, la página se cae, saben de un motoquero, cuándo abren los bancos, tengo que llevarle plata a mi mamá en provincia, mandale Glovo, no llega hasta su casa, cómo no va a llegar, acabo de chequear, pueden ir dos personas en un auto, ¿si o no? Mi amiga de Estados Unidos dice que todo el aire de Nueva York está contaminado. No, eso es una tontería. Doy una explicación temblorosa del virus en las gotas de saliva, toser en el codo, la vida flotante sólo en condiciones de laboratorio. Silencio. Un minuto después, manda el link de la nota para demostrar que ella no se tragó un fake. Se trata de un largo testimonio de una paciente neoyorquina; cuenta que, cuando fue al médico y le contó que había salido a andar en bicicleta, el profesional le dijo: “En la ciudad, ¿con la carga viral que hay? No es seguro”. La declaración del médico no implica que el virus esté flotando en el aire ni que se lo haya respirado, pero ella entendió eso y tiene miedo; no sé si los pacientes deberían contar en detalle todo lo que les pasa porque todos los pacientes son diferentes y los médicos también. No sé nada, como desde que empezó la pandemia. Sí estoy segura de que ya no podemos distinguir fake de real. O que es cada vez más difícil y que da vergüenza admitir haberse creído algo o la desmentida pública.
Y los morbos. Querer escuchar el famoso audio falso de la falsa médica del Malbrán. Preguntar en grupos: ¿alguien lo tiene? Si, alguien lo tiene. Pero está en modo Guardián Moral y no quiere enviarlo porque no hay que difundir ese tipo de canalladas. Totalmente de acuerdo, pero no es para difundir: es para satisfacer un ansia perverso de envenenamiento por infodemia. No, es la respuesta muy enojada. Es el encierro, dirán, la gente está susceptible y al límite. Muchas personas sufren el encierro de una manera espantosa por diversas razones: porque estuvieron obligadas al confinamiento antes, porque sufren trastornos de ansiedad relacionados con salir o no de la casa, porque la transitan con personas que preferirían ver menos, porque están en situaciones de convivencia muy complejas o violentas, porque los hijos agobian, porque no tienen espacio. (Y aclaro que no hablo de los más vulnerables sólo porque siento que es necesario aclarar todo. He visto ejércitos de trolls en la madrugada y es como la llegada de los Caminantes Blancos --¿alguien se acuerda de Juego de Tronos?). Creo, sin embargo, que lo más estresante es el miedo a la inminencia de la explosión sanitaria que, esperamos, confiamos, sea tenue o manejable. Es que, aunque se hayan tomado las medidas adecuadas, finalmente no sabemos porque el futuro no está escrito. No saber desespera. La vida es incertidumbre, por supuesto. Pero, a veces, esa incertidumbre se siente más. Y hoy se siente como una herida reciente, con los nervios cercenados, con la red gritando sin parar.