No sé cómo hacíamos para entrar siete muchachos en el Fiat 1100. Tampoco había muchas opciones con el padre del lobo Atilio, "los llevo a todos o a ninguno." El chofer se autodefinía como albañil, hornero y poeta. El trabajo duro entre hornos de panadería, expuesto a altas temperaturas, parecía no hacerle mella a su buen humor y ganas de vivir. Nuestros oídos acostumbrados a la guitarra de Ritchie Blackmore eran invadidos por melodías del acordeón de Tránsito Cocomarola surgidos del pasa cinta. "No tengo problemas en poner el tachín–tachín que escuchan ustedes, lo que pasa es que no tengo ningún magazine de los porrudos, pero les aviso que esto es música también", aseguraba irónicamente el conductor mientras nos llevaba a recorrer lugares de la ciudad completamente desconocidos para nosotros. Estaban prohibidos los piropos guarangos y las burlas a peatones, tales faltas se pagaban retornando en el "dos". El chamamecero escuchaba nuestras conversaciones, asociaba en silencio y organizaba la excursión sobre la marcha. En una ocasión se me dio por hablar de la India, sus castas, la vaca sagrada y la miseria. Al terminar mi exposición estábamos circulando por el medio de Villa Banana. "No hay que buscar tan lejos a los parias", dijo el chofer mientras bajaba el volumen, "para mucha gente esas antenas de televisión que se ven sobre los techos de chapa, no las merecen sus habitantes, tampoco un par de zapatos nuevos, mucho menos un auto ni una vida mejor. Están condenados a la marginalidad, a la exclusión, ellos y los hijos de sus hijos. Los egoístas sólo gozan de los bienes que poseen cuando saben que existen otros semejantes que nada tienen. La única diferencia con la India es que si alguien larga una ternera por acá, a los cinco minutos está en la parrilla". 

Una tarde noche, el Viejo, se equivocó. Nos mostró su refugio, su roperito en el club de pesca con su red artesanal, plomadas, anzuelos y otros tesoros que poblaban su lugar en el mundo. Los ignorantes nunca son culpables. No pudimos ver el significado de todo aquello, para nosotros todo tenía gusto a broma. Ignoro si me eligió, fue casualidad o sólo me usó para pensar en voz alta, lo cierto es que tuvimos una charla, apoyados sobre la baranda del muelle, en la que me demostró su don de poeta. "El río, pibe, es el tiempo hecho agua. Contemplarlo es como mirar el fluir de la vida desde la orilla. Estas aguas que pasan frente a nosotros fueron, hace un rato, espejo de mi luna correntina, aquella que rodaba a la par mío corriéndome carreras por las calles de mi Goya. La misma que lucía un burro gigante en el medio y que ahora ya no alcanzo a distinguir”, me confesó de repente. 

En la escuela me enseñaban, ayer nomás, a estudiar al hombre como un sujeto teórico, dividido en razas, idiomas, países, a ver la poesía como un poema compuesto de sílabas, versos, rimas, a estudiar filosofía en grandes sucursales de pensamientos, lejanos en tiempo y espacio, resumidas en frases hechas condenados a repetirlas. De la mano de la memoria, como sinónimo de inteligencia, me convertí en un ladrillo más en el muro del aburrimiento. La escuela y la calle eran, sin duda, una contradicción. Sin embargo, había algo no dicho que existía, una sensación extraña, inexplicable, un estremecimiento ocasionado al escuchar ciertas voces, anónimos silbidos, cálidas maneras de hablar de la gente de carne y hueso, o cuando un atardecer se llevaba todos mis sentidos con la misma intensidad que me los robaba Adriana cuando se soltaba el cabello frente a mí. Yo no lo sabía, juro que no lo sabía, que aquellas emociones que me dejaban temblando eran la poesía misma, la esencia de la filosofía, la música y de toda expresión artística que pudieran reflejarlas. 

Aquel hombre era un poseedor de aquella magia. Recuerdo que, en mi afán de aparentar, le hablé del Paraná geográficamente, de su delta, longitud, afluentes y desembocadura. El pescador acotó "es muy cierto lo que vos decís, pero para mí también es un camino, una huella, una falla geológica, una fractura en alguna meseta de la memoria que me impide el olvido". Después de observar por un largo rato la piel del agua sin pestañar, me miró fijo con ojos de loco y me preguntó, “Pibe, ¿vos sabes por qué vengo a pescar todavía? " Hay silencios que no otorgan, niegan. "Vengo a pescar porque todavía no pesqué el pez de mis sueños. Mi abuela me dijo un día, que aquello que uno busca con desesperación a su vez lo está buscando a uno, sólo es cuestión de tiempo para encontrarse. El destino dirá cuando lo rescate de la correntada". 

No sé qué nos pasó, ni de quién fue la idea, pero una noche organizamos un asado en aquel lugar con un permiso falso y el carnet del panadero. Dos damajuanas, un grabador gigante con dos parlantes y algunos choripanes fueron suficientes para el descontrol. Discusiones, golpes y un principio de incendio en el techo de paja del quincho del predio fueron suficientes para expulsar al titular por 99 años. Cuando aceptó nuestras disculpas su mirada cargaba la sombra de los traicionados. Nada volvió a ser como antes, los paseos y el chamamé habían terminado para siempre. Duele más una desgracia cuando la culpa sigue pesando en el pecho, todos los que nos sentíamos en deuda, aprendimos en el dolor que la muerte cancela todo pago. Una tarde la viuda se acercó a la esquina en donde nos reuníamos y rompió el silencio. "Chicos, Osvaldo los quería mucho, estaba muy enfermo, tenía prohibido trabajar, pero él decía que si no trabajaba se moría y ya ven... se murió trabajando. No se sientan culpables de nada, sólo les pido que cada vez que lo recuerden lo hagan con alegría".

Aprendí a pescar de grande, me dejé seducir por el eterno llamado del pariente del mar. Nunca me sentí sólo en el viejo muelle. Las noches que no converso con mi burro lunar, una voz de agua me cuenta antiguas leyendas que vienen viajando desde lejos. Mi río marrón no sólo atesora luz de luna sumergida, como dice Fandermole, hay un misterio profundo de sueños inconclusos, de nombres no olvidados, de palabras nunca dichas que nadan por el fondo de los sentimientos con forma de peces. Cada vez que arrojo mi línea al agua me impulsa el mismo deseo, pescar lo buscado, aquello que a su vez me sigue buscando.

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