Cuando apenas era un pibe, de no más de 7 años, a Juancito lo atormentaba que alguien supiera lo que sentía cada vez que jugaba en el enorme patio de su casa en Barracas. En la soledad del juego, preferentemente cuando se le ocurría hacer de “dentista”, esa profesión que tanto miedo le provocaba, tenía el extraño don de poder verse a él mismo desde arriba. “Esa sensación me asustaba y fue un celoso secreto, porque no le podía decir a mi mamá lo que me pasaba porque iba derechito a que me encerrara en un neuropsiquiátrico”, exagera Juan Leyrado. Esa capacidad de abstracción, de poder observarse a sí mismo mientras construía su mundo imaginario, regresó casi 60 años después, ante la posibilidad de protagonizar El elogio de la risa, el primer unipersonal de su carrera. “Este unipersonal me devolvió la sensación que me generaban aquellos juegos solitarios de la infancia, en los que me rodeaba de personajes y fantasmas construidos por mí. Volví a jugar en la soledad de mi imaginación y de mi mente”, puntualiza el actor.

Leyrado no tiene problemas en confesar que el desafío que le propuso El elogio de la risa, que se estrena este viernes en el Multiteatro (Corrientes 1283), fue más grande que lo que había previsto. “No estoy ansioso ni temeroso, sino ... movilizado”, detalla, tras algunos segundos buscando la palabra precisa para describir sus sensaciones. De larga y vasta trayectoria en teatro, cine y televisión, acostumbrado a trabajar siempre en grandes elencos, el actor tuvo que valerse de otras herramientas para encarar este proyecto, escrito y dirigido por Gastón Marioni. “No creía que, desde el punto de vista actoral, hacer un unipersonal iba a tener tanta significación. Desde el aprendizaje, desde la experimentación, me estoy reencontrando con aquellos primeros años de estudio, de aquellas clases con Agustín Alezzo, cuando hacía ejercicios de improvisación en la más absoluta soledad”, rememora el actor, cuyo último trabajo en escena había sido Dios mío, junto a Thelma Biral. 

Obra sobre la vida y el paso del tiempo, El elogio... pone en escena a un hombre muy singular que aguarda por su mujer para festejarle su cumpleaños. Mientras espera, entre la impaciencia y el anhelo de celebrar, le surgirán como destellos recuerdos, vivencias y sensaciones acerca de una historia de amor nacida desde el eco de la risa particular de su mujer. Ese viaje hacia el pasado harán que el personaje de Leyrado rememore su propia historia, que es la que lo llevó a ser quién es, pero que a la vez se resignifica por las arrugas contraídas y el camino recorrido. Los afectos, el amor, los sueños, las desgracias, los dolores y las alegrías se entrelazan en esta obra escrita por Marioni. “Es imposible que algún espectador no se sienta identificado por los diferentes recuerdos y situaciones que atraviesan a este personaje tan entrañable”, señala el actor, que este año volverá a trabajar en la pantalla chica (ver recuadro).  

A los 64 años, a Leyrado le llega su debut en un unipersonal no solo por cuestiones artísticas. En cierto modo, la propuesta forma parte de un contexto económico que signa a la actividad teatral en la ciudad de Buenos Aires, que en 2016 evidenció una caída del 32 por ciento en la venta de entradas, en relación a 2015. La tendencia que los productores impondrán en este 2017 es la de intentar bajar los costos con obras que demanden pocos actores, como una manera de resguardarse frente a la crisis. El elogio de la risa encaja en esa idea de sumar unipersonales con actores reconocidos y convocantes. “El unipersonal –reflexiona Leyrado– te expone a que uno trabaje con uno mismo, tanto como actor y como persona. Arriba del escenario sos cuerpo y voz. No hay posibilidad de distracciones. El público no ve ni escucha otra cosa que a uno. No hay justificación de nada. Si vienen a verme, es porque uno hizo un buen trabajo. Si es un fracaso, es porque uno no pudo o no supo transmitir emociones. No hay término medio. No hay vuelta que darle”.

–¿Le preocupa ocupar ese rol monopólico?

–No es lo que más preocupa. Me ocupa, claro, porque todos queremos ser queridos, celebrados, amados y exitosos. Lo que pasa es que transitar una obra en soledad es muy fuerte, justo yo que he trabajo siempre en grupos, con amigos y en elenco. Desde el mero hecho de llegar al camarín y que no haya nadie para saludar hasta captar la atención del público todo el tiempo. Es una situación extraña fuera del escenario y arriba del mismo, sobre todo con el trabajo con el texto. 

–¿Por qué?

–Porque en un unitario el único que habla es uno, sin más. Saber que uno está contando con la profundidad que desea la obra solo es posible si se alcanza cierta madurez. Tiene que ser algo que te guste mucho, que estés de acuerdo en lo que decís. Estoy recuperando el viejo hábito de cuando le contaba cuentos a mis hijos. No es stand up; es una obra con un personaje. No podría hacer stand up, comunicarme directamente con el público. No sabría hacerlo. La comunicación que un actor entabla con el público en un unipersonal está resguardada por el personaje, que cuenta una historia ficticia.

–Pero, inevitablemente, aún escudado en un personaje, ¿se siente más expuesto?

–Nunca me sentí más expuesto. Por eso el primero y principal trabajo fue quitarme esa presión de encima. El objetivo es apropiarse del personaje y de su historia para que el público se deje llevar. Porque el público siempre está. Lo de la “cuarta pared” lo estudiamos y lo decimos, pero si no somos conscientes que el público nos mira estamos locos. El actor juega a que el público no está pero siempre nos espía desde algún lugar de nuestro inconsciente. Los actores que dicen llevarse a los personajes consigo no están bien. Yo juego a ser distintos personajes, trato de “serlos” mientras estoy sobre el escenario, pero me los quito ni bien termina la obra. Porque si no traicionás a la gente. ¿Por qué la gente va al teatro a ver Romeo y Julieta, paga 500 mangos, si sabe de qué se trata y cómo termina la historia? ¡El público va a haber cómo le cuentan esa historia! Nadie puede pensar que están viendo a Romeo y Julieta “verdaderamente”. Sólo un psicótico, que no distingue entre realidad y ficción, puede creerlo. Los actores representamos, interpretamos. La actuación no es otra cosa que saber regular la perilla de la verdad. Pero la actuación siempre es una verdad artística.

–En una obra colectiva, los personajes le hablan a otros, en el marco de una situación. En un unipersonal, ¿a quién se le habla? ¿O cómo trabajó la mirada?

–Estoy descubriendo que la mirada traza un puente con lo que uno está diciendo. Hay que estar muy concentrado para poder hacer un trabajo muy verdadero dentro de ese universo de ficción. Hay un gran ejercicio de memoria. La única protección es profundizar la verdad escénica del actor. En el unipersonal, más que en ningún otro género, uno tiene que creerse el personaje. No hay un otro dándote un pie, distrayéndote o ayudándote a construir un determinado clima. Los ojos del público están todo el tiempo viéndote. Las veces que no estuve comprometido y concentrado, me perdí. Nadie te puede salvar. Encima, el protagonista habla sobre distintos momentos de su vida. Es muy vertiginoso, pero muy interesante. 

–Animarse a hacer un unipersonal, a esta altura de su carrera, ¿lo ayudó a salir de la zona de confort?

–Nunca me detuve en la zona de confort. Estoy confortable cuando como, o cuando estoy en casa... Pero arriba del escenario, nunca. La actuación no se lleva bien con el confort. Al menos, así me sale a mí. El actor tiene que observarse y escucharse para no achatarse. Yo quiero seguir emocionándome con cada cosa que hago. Nunca hice algo por hacer y mucho menos lo haría ahora, cuando por suerte tengo la posibilidad de poder elegir qué hacer. A mí me gusta mucho trabajar, necesito estar con proyectos, ejercitar al actor que habita en mí.  

–El año pasado Mercedes Morán, que también debutó en el unipersonal con Ay amor divino!, dijo que se animó al género porque contaba su propia historia. ¿Qué hay de usted en El elogio...?

–En todo lo que hacemos siempre está lleno de cosas nuestras. Somos parte siempre de la construcción de los personajes. Siempre hay algo de mí en mis personajes. El aspecto saludable de la actuación es que podemos exponer todos los fantasmas, miedos e inquietudes en los personajes que interpretamos a lo largo de mi vida. Podemos hacerlo con cierta distancia, como aquél chico que se ve jugando. Lo que encuentro de mí en El elogio... es cierto humor que tengo sobre la vida y la posibilidad de aplicar sensaciones que uno pudo atravesar en circunstancias parecidas a las que el protagonista relata.

–Esos recuerdos que desgrana la obra, ¿están recubiertos por la idealización que en ocasiones tiñe el paso del tiempo o, por el contrario, por una mirada melancólica por lo que alguna vez fue?

–Hay de todo. Lo interesante de la personalidad del protagonista es que sus recuerdos están signados por la frustración de no haber podido ser un actor “serio”, de compromiso dramático. Su problema fue que no resultó, justamente por la mujer que se reía mucho... Entendió que la solemnidad no te hace mejor actor, y que reírse o hacer reír es genial para la vida. En cierto punto, la obra se propone recuperar la risa. Pero no impostadamente, sino recuperar esa risa genuina, infantil, que todos tenemos pero que la cultura te apaga. Alguien le robó la risa de niño a la humanidad. El ciclo de la vida es sabio respecto a la risa: nos la da genuina y sencilla cuando niños y, ya de ancianos, también nos la devuelve. Cada uno hará su lectura, pero puede pensarse que la risa y el humor es lo que sostiene nuestras vidas. Esa es mi lectura. Tenemos que volver a redescubrir que tenemos risa, así como tenemos llanto.

–¿Se refiere a los argentinos en particular, o a los adultos en general?

–Al humano del siglo XXI. Vivimos enloquecidos, atareados por demás, condicionados por todo lo que pasa, y a veces no podemos tener la capacidad o la tranquilidad necesaria para reírnos. Los argentinos nos reímos casi siempre de los demás, con cierta carga de superioridad que lo único que desnuda es que todos creemos tener “la verdad”. Tenemos que volver a reírnos de nosotros mismos.