Estados Unidos está al tope del ranking internacional de contagiados por el coronavirus y acaba de romper otro record. Esta semana, 6.648.000 personas se anotaron en el seguro de desempleo, lo que significa que en estas dos semanas diez millones de personas se quedaron sin trabajo, sin contar las masas de inmigrantes sin papeles que ni siquiera pueden pedir esta ayuda. Este desastre laboral, nunca visto en la historia del país, se suma a los problemas en la atención sanitaria en la crisis. Apenas 38 de los 50 estados de la Unión declararon una cuarentena o un aislamiento obligatorio, y los principales focos de infección tienen graves faltantes de elementos básicos, como máscaras, guantes y alcohol en gel. El país más poderoso del mundo se encamina a lo que sus propios expertos estiman pueden ser entre cien mil y un cuarto de millón de muertos por el Covid 19.
Los más de seis millones de nuevos desempleados de esta semana se suman a los 3.307.000 que se anotaron la semana pasada para cobrar el magro subsidio nacional, diez millones en dos semanas. Esta cifra es histórica por mucho, porque el mayor número registrado en una semana fue de 695.000 en 1982, durante una recesión ya olvidada. En la reciente depresión de 2008, el pico apenas pasó el medio millón, una cifra que entonces fue considerada muy grave. Este masivo desempleo se agrava por la legislación laboral norteamericana, que protege al patrón completamente a costa del empleado, que puede ser despedido pagándole los días del mes que tenga trabajados, los pocos días de vacaciones que le tocarían y en algunos casos un pequeño porcentaje del total como indemnización. En la legislación laboral de EE.UU. no existe el concepto de despido indebido, excepto en casos de racismo o sexismo. La empresa despide porque quiere, sin necesidad de explicar y sin límites.
Buena parte de los flamantes desempleados pertenecen a la muy explotada y desprotegida industria de servicios, que vive en buena parte de las propinas. Quien trabaje en un restaurante o un puesto de comidas, por ejemplo, gana un sueldo apenas nominal, muy inferior a su parte de las propinas a dividir entre todos. El cierre masivo de restaurantes y bares dejó un número muy alto en la calle, sin ingresos ni derecho a reclamar. Incluso los que siguen teniendo un empleo fijo se encuentran con el problema de que sólo las grandes empresas proveen seguro médico, que estos seguros son sistemáticamente privados y que en esta situación la cobertura se termina rápidamente. Se calcula que entre siete y diez millones de personas ni siquiera tienen el seguro básico que provee Medicaid o el llamado Obamacare, que hay que pagar por la libre. La muy baja afiliación sindical norteamericana hace que no existe nuestra familiar obra social.
El primer caso de coronavirus en Estados Unidos fue detectado el 25 de febrero y, 37 días después, el país ya registra casi 250.000, exactamente la cuarta parte del millón de contagiados en el mundo. La cifra de muertos se acerca a los 6000, los norteamericanos pueden pensar que su morbilidad es relativamente baja. Por ejemplo, si se toma Europa occidental, con una población similar de algo más de trescientos millones, densidades poblacionales parecidas y un nivel económico comparable, se encuentran siete veces más víctimas fatales. Pero los europeos sufrieron el contagio un par de semanas antes que los americanos y mostraron lo que no había que hacer. Washington negó activamente la gravedad de la pandemia y ahora la curva de contagio es más rápida que la europea.
Excepto para los que lo apoyan haga lo que haga, y para los medios de derecha dura, esto es responsabilidad del presidente Donald Trump. El peculiar mandatario venía negando que “el virus chino” fuera un problema y el 26 de febrero, cuando le preguntaron qué pensaba que iba a pasar, contestó que “no creo que esto se extienda”. Medios como Fox News e influencers de derecha dura como Rush Limbaugh comenzaron verdaderas campañas hablando de la “exageración por una gripe” de la “secta apocalíptica de izquierda”. La consigna fue “no es para tanto” y los que advertían sobre la gravedad de la pandemia eran atacados como conspiradores anti-Trump.
Con lo que recién el 31 de enero el presidente prohibió los viajes desde China y de toda persona que hubiese visitado recientemente ese país, cierre de fronteras que luego extendió a Europa. Pero siempre haciendo política, ya que al principio eximió de la prohibición a Irlanda, por razones nunca explicadas, y a su aliado británico Boris Johnson, que terminó contagiado él mismo de coronavirus. Recién el 13 de marzo Trump declaró una emergencia nacional. En las primeras semanas de la crisis, el presidente se dedicó a relativizar el peligro y a señalar que no podía “cerrar el país” por las consecuencias en la economía.
A la falta de liderazgo nacional se le suman las peculiaridades del sistema político norteamericano, que dejaron la respuesta fragmentada a nivel de los estados y muchas veces de ciudades y localidades. De los cincuenta estados que forman la Unión, doce todavía no declararon ni siquiera un aislamiento obligatorio. Son lugares donde los cines, las escuelas y shoppings siguen abiertos como si nada, y que son todos gobernados por republicanos de derecha. Excepto en los casos de algún intendente audaz, que prohíba la entrada a su pueblo o ciudad, en estas regiones se puede viajar libremente, hacer turismo y visitar a los amigos.
En los 38 estados que declararon algún tipo de emergencia, se nota la debilidad de la idea de Estado que es una marca del país. Los gobernadores se muestran impotentes ante los comercios que siguen abiertos, que no pueden sancionar y a los que les mandan cartas documento diciéndoles que cierren. En algún caso, se debate cortarle la luz y el agua a los desobedientes...
Sólo las personas son castigadas con rigor, en particular en lugares con ciertas tradiciones de violencia institucional. Un estado bravo, Maryland, amenaza a los transeúntes con multas de cinco mil dólares y hasta un año de prisión. En contraste, hasta en los estados más afectados y con cuarentenas más duras, Amazon sigue entregando como si nada, es posible hacer mudanzas y la construcción fue declarada una actividad esencial, con lo que las obras siguen. Se supone, en estos casos, que se puede mantener “distancia social” de un metro o más mientras se trabaja.
La emergencia nacional que declaró Trump le provee de herramientas legales para cambiar la situación, pero el mandatario muestra su mentalidad conservadora y empresaria a la hora de usarlas. Un ejemplo clarísimo fue el caso de los respiradores artificiales necesarios para tratar al dos a tres por ciento de casos de coronavirus que terminan en terapia intensiva. Este número parece pequeño, pero sucede que las clínicas y hospitales suelen tener muy pocos de estos aparatos, que se usan en casos relativamente extremos. Trump hizo el anuncio de que estaba negociando con las automotrices Ford y GM para que los produjeran masivamente, cosa que tomó días de discusión básicamente por el precio final. El presidente se negó a simplemente ordenarle a esas empresas que produjeran esas máquinas, como podría hacer.
El resultado es que los respiradores que se tenían en reserva –Estados Unidos tiene reservas estratégicas de insumos– no son ni remotamente los suficientes para lo que se viene. El gobernador del estado más afectado hasta ahora, Andrew Cuomo de Nueva York, dijo este jueves que tiene dos mil de esos aparatos en reserva y que calcula que van a alcanzar hasta el miércoles, apenas seis días más. A nadie se le ocurrió fabricarlos preventivamente y los estados terminaron frenéticamente buscando respiradores por internet. Cuomo contó que cerraba una operación y el vendedor lo llamaba para decirle que otro estado le había ofrecido más dinero, con lo que o Nueva York pagaba más o se quedaba sin el lote. La reacción del gobierno nacional fue entrar al mercado, como si fuera otro gobierno local, y aumentar el problema.
Si Nueva York es el futuro de Estados Unidos en este mes de abril, esta pandemia puede ser recordada como un desastre histórico. El estado ya tiene más de noventa mil contagiados confirmados, con más de trece mil en el hospital, 3396 en terapia intensiva y 2468 muertos. Estos números se produjeron en exactamente 32 días, con el primer caso detectado el primero de marzo. La ciudad de Nueva York es el foco de la pandemia, con 51.810 casos y 1374 muertes. Si bien la velocidad del contagio parece estar bajando por la drástica cuarentena que finalmente se ordenó, la falta de kits para confirmar la infección y la interminable espera por los resultados, de hasta seis días, hace difícil pronosticar la evolución de la epidemia local.
La ciudad está montando hospitales en carpas en Central Park, reconvirtió el Centro de Convenciones Javitt en una clínica y tiene en el muelle 19 un buque hospital de la Armada. Pero los grandes hospitales ya están completamente abrumados y reclaman elementos básicos como guantes, máscaras y alcohol en gel. También faltan profesionales, con lo que Cuomo convocó a médicos y enfermeras jubiladas a volver a trabajar y saludó a los veinte mil que llegaron de otros estados a dar una mano. También se tomó una medida siniestra, la de enviar 45 camiones refrigerados como morgues móviles a las casas de sepelios de la ciudad, que no dan abasto.
El gobernador de Nueva York, que da una conferencia de prensa cada día y se está transformando en una figura nacional en medio de la crisis, definió el problema con una frase de crítica a Trump y sus indecisiones: “No creo que el gobierno nacional pueda proveernos lo que necesitamos como país. Hay que arreglárselas solos”. Por algo la proyección que circula entre médicos y especialistas es que Estados Unidos puede sufrir una tasa de contagio del setenta por ciento, o 231 millones de pacientes, con entre cien mil y doscientos cuarenta mil muertes.