“Callate, hija de puta, vieja de mierda, ahora vas a saber quiénes son los que mandan”, le gritaron a Fabiana Donati dos policías de la comisaría 1era de San Isidro, un varón y una mujer, mientras la arrastraban desde la línea de cajas del Coto del bajo de San Isidro hasta el patrullero que estaba en la puerta, mientras personal de seguridad del Coto y la encargada del supermercado se reían al verla pasar. A Fabiana le dolía el brazo y la espalda, sobre ella había sentido el peso del cuerpo del policía varón que se le subió encima después de que su compañera la tirara boca abajo sobre la cinta donde se deposita la mercadería para ser cobrada. ¿Por qué? Porque pidió a la encargada que controlara la aglomeración frente a una caja y en góndolas y la encargada como toda respuesta llamó a la policía para que se la lleven por estar haciendo “disturbios”.
Lo que siguió a ese abuso policial, registrado por las cámaras del supermercado sin dudas porque todo sucedió en la línea de cajas, fue más abuso, más humillación. Esposada, la subieron al patrullero que estaba en la puerta, le quitaron su teléfono al mismo tiempo que gritaba desesperada que la dejaran comunicarse con su hijo y sus dos hijas, siempre la trataron de “vieja de mierda” justo en estos momentos en que tener más de 60 años parece ser irritante o descartable en ciertos discursos; en la comisaría la esposaron a un banco, la desnudaron dos veces y le tomaron fotos con teléfonos personales de los policías que intervinieron. Cuando llegó a su casa tenía las muñecas marcadas e hinchadas y moretones en la espalda. Hizo la denuncia en la línea 144 cuando todavía su voz temblaba, se derivó a la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación y ahora está interviniendo para acompañarla el Cels y el Codesedh.
“La policía está cebada con esto de la cuarentena se piensan que pueden hacer lo que quieren” es lo primero que dijo Fabiana Donati del otro lado del teléfono, con la voz firme pero el cuerpo muy dolorido. Pero en la historia que cuenta lo que se lee no es sólo el abuso policial sino también la actuación de personal de jerarquía del COTO, una cadena de supermercados que tiene en su historia el hallazgo de un verdadero arsenal de guerra en una de sus sucursales en 2016, la muerte de un hombre a raíz de la golpiza de personal de seguridad por haberse robado un queso y un aceite, un femicidio contra una cajera en su puesto de trabajo y denuncias públicas de maltrato de empleadas despedidas.
Fabiana Donati tiene 60 años, vive en el bajo de San Isidro, a una cuadra de su casa hay una sucursal de Coto. Hacía más de una semana que no iba. Había estado ahí unos días después de iniciada la medida de aislamiento social preventivo y obligatorio y notó que había mucha gente dentro del local, se acercó a una de las encargadas y le preguntó por qué no se estaba respetando la medida. Como respuesta recibió: "Podemos dejar entrar hasta 200 personas juntas". LLamó al 134 y dio aviso. “Nunca se me ocurriría denunciar a una persona, pero si un lugar donde se acumula muchísima gente”, me aclaró por teléfono.
El último martes al mediodía, Fabiana regresó al supermercado para hacer compras. “Vi que en una parte había cinco personas amontonadas en las góndolas que, según me dijo el encargado, era la gente de la municipalidad haciendo control de precios -después me enteré que no era cierto porque llamé a la municipalidad al día siguiente y me dijeron que ellos no hacen esa tarea-. Les dije que por favor no estén juntos, que no se me pongan al lado, me dijeron ‘dejate de joder’ y se rieron. Ya varias personas del barrio me habían comentado que el COTO era un desastre. Le saqué dos fotos al grupo y llamé al 134 desde el supermercado, me dijeron que denuncie en el 911 porque ellos no hacen inspecciones en el momento. Llamé y denuncié al 911.”
Fabiana continuó con la compra, cuando llegó a la caja vio dos policías en la puerta de entrada del local -una oficial mujer muy joven y un varón- y se dio cuenta que los encargados de COTO estaban apostados en la puerta uno al lado del otro con los brazos cruzados: “Como cuidando la puerta para que yo no me escape, no entendía que hacían. Me acerqué y le dije a la policía que yo los había llamado. Me contestaron: ‘No, a nosotros nos llamaron de COTO porque usted está generando disturbios y rompiendo cosas’. Les dije que no estaba haciendo nada, que solo había ido a comprar y llamé al 911 para denunciar que no se estaban respetando las medidas sanitarias correspondientes y si querían ver mi teléfono donde estaba mi llamada. La oficial mujer me respondió: ‘A mí no me importa su teléfono’. Al lado estaban los del Coto apostados junto a la policía. La oficial me pidió los documentos, se los mostré, me dijo que se los de, le respondí te los muestro de los dos lados porque ya me paró la policía y no lo agarran, solo me piden que se lo muestre".
Sin mediar palabra la oficial le gritó a Fabiana: “Esto es resistencia a la autoridad me va a tener que acompañar al patrullero, ahora va a entender quién es la autoridad, usted hace lo que nosotros el decimos”. Sin motivo alguno la oficial agarró a Fabiana del cuello y la tiró sobre la cinta corrediza de la caja y le torció un brazo. El policía varón, se le tiró encima y entre lxs dos le torcieron los brazos, la esposaron y empujaron hasta el patrullero. Todo frente a los ojos de los encargados de Coto que sonreían y parecían disfrutar de la escena.
“En el patrullero me sacaron el teléfono, les pedí si le podían avisar a mis hijos que me estaban llevando y la oficial me respondió: ‘callate hija de puta, vieja de mierda, sorete, que te pensás, ahora vas a saber quiénes son los que mandan’. Fabiana fue trasladada a la comisaría 1° de San Isidro. “Me esposaron a un banco. En un momento me vinieron a buscar y me metieron en un cuartito muy sucio, y me obligaron a desvestirme. Me vestí y volvieron a llevarme al banco. Cada policía que pasaba, me empujaba el banco, me gritaba, me insultaba, yo preguntaba qué pasaba, cuánto tiempo iba a estar, me escupían en la cara y me decían ‘callate vieja de mierda’.”
Fabiana mereció una nota en este diario en 2014 , cuando se relató la historia de su familia monomaternal que empezó a gestarse por ser voluntaria de un hogar de niñes, Familias de Esperanza, y le sugirieron adoptar a la niña a la que visitaba regularmente porque iba a cumplir una edad en la que tendría que abandonar el hogar. No sabía que eso fuera posible pero no dudó frente y se convirtió en la mamá de Sol que entonces tenía 9 años. Se ocupó de ubicar a los hermanos de ella que habían sido adoptades por una familia de Marcos Paz -el padre era policía- para que no perdieran vínculo y cuando los visitaron por primera vez supieron que el varón y la niña sufrían maltratas y abusos cotidianos. Seis años tardó la Justicia en escuchar sus reclamos, después de ese plazo la llamaron del juzgado y le pidieron por favor que se lleve a los chicos a vivir con ella. A los 55, de un momento a otro, se convirtió en madre de tres aunque vivía en dos ambientes. Este relato vale la pena para entender el miedo que pasaron las hermanas y el hermano cuando pasaban las horas y su mamá no volvía del supermercado.
“Pasaron más de tres horas hasta que un oficial me dijo que le habían tomado declaración a una cajera de COTO y que ella tenía que firmar una exposición asumiendo que había agredido a esa cajera. Les dije que de ninguna manera, que eso era mentira”. La respuesta fue otra amenaza: “Te vamos a meter en esa celda 12 horas con el loquito que está gritando a ver si aprendes quien manda, eso me dijeron. Después, una policía me sacó las esposas y me llevó de nuevo al cuartito. Otra vez me obligó a desvestirme y con su teléfono personal me tomó fotos desnuda. Me dijo ‘esto lo hacemos para demostrar que no te lastimamos’, pero no había ningún médico. Tres horas y media después me liberaron.”
Fabiana contó que mientras estuvo detenida recordó las prácticas de la dictadura, pensó en los pibes presos injustamente, se sintió vejada, vulnerada y humillada. Tiene miedo y angustia, desde ese día le cuesta mucho dormir, a sus hijes también.
Cuando lxs amigxs de Fabiana se enteraron de lo que sucedió, la bronca lxs movilizó a impulsar una campaña original en redes con el hashtag #boicoto. Comparten su historia y proponen no comprar en la cadena de supermercado.
Pero esta no es la primera vez que un hecho de violencia tiene lugar en alguna sucursal de la cadena de supermercados de Alfredo Coto. En 2018 una trabajadora de uno de los locales porteños fue despedida por quejarse de los maltratos de la empresa a través de su página personal de Facebook. El año pasado, Vicente Ferrer de 68 años, intentó llevarse sin pagar un pedazo de queso, medio litro de aceite y un chocolate del supermercado de Brasil 575, en San Telmo. El hombre, que padecía demencia senil, murió de un infarto como consecuencia de la paliza que le dieron dos custodios de Coto. También el año pasado, una cajera fue asesinada por su ex pareja mientras trabajaba, aunque tenía denuncias contra él, no hubo quién lo detuviera. Y en 2016, en una inspección de rutina, dos funcionarios de la Agencia Nacional de Materiales Controlados ANMaC encontraron en la sucursal Paysandú 1865, en el barrio de Caballito un arsenal de armas, pero no denunciaron penalmente el hallazgo.
Dos años después, su dueño, Alfredo Coto, admitió ante la Justicia que era “para defenderse de posibles saqueos”. Se trataba de 227 granadas, 41 proyectiles de gases lacrimógenos, 27 armas de fuego, 2 de lanzamiento, 3886 municiones, 14 chalecos antibala, 22 cascos tácticos sin numeración, 9 escudos antitumulto, un gas pimienta y un silenciador de armas. El 27 de agosto, el periodista Ariel Zak, de Tiempo Argentino, reveló que “Las armas de la sucursal en Paysandú pertenecían a la Policía Federal (PFA), la Gendarmería Nacional (GNA) y la Prefectura Naval (PNA). También a la empresa de seguridad de la cadena que tenía una licencia como “usuario colectivo”, pero estaba vencida desde 2014. Coto tiene quien lo cuide.