A partir de algunas declaraciones de Alberto Fernández -una vez más-, pueden desencadenarse algunas reflexiones. No son exactamente de naturaleza política inmediata, ni tampoco implican loas a la máxima autoridad pública, como suele ocurrir, siempre que no suceda lo contrario. En este caso veamos qué se nos presenta en cuanto a la tradicional figura del ser político, en una época donde predominan pensamientos públicos de extrema gravedad. Se trata entonces de abrir la posibilidad indagar como sacuden a las figuras políticas que ocupan los cargos más elevados del Estado, estos acontecimientos tan turbadores que estamos viviendo. Un obvio punto de observación es cómo los temas más exigentes se evidenciarían en el fraseo, la gestualidad, la armazón de los discursos, en fin, en las fórmulas al uso de los políticos de la primea fila de la decisión. Es lo mismo que decir: veamos aquello que nos revele el peso que en una conciencia tienen los momentos graves e inciertos que vivimos. Consideremos la figura de Fernández, cuya exposición creciente (usemos el concepto de “visibilidad”, que tiene empleo desde hace mucho tiempo), sirve para ubicarnos como uno más ante el examen minucioso de su actuación. No solo por sus decisiones sino por su micro gestualidad y su estilo expresivo. Hay siempre una cuestión estilística, tan etérea ella, pero tan cargada de perdigones, alrededor del análisis de los actos de hombres y mujeres dotados de la cifra impalpable del poder, sobre todo en épocas aciagas, cambiantes y que exigen inéditas templanzas.
Fernández, con una plasticidad que deja entrever tanto en sus desplazamientos como en sus decires diarios, muestra una vocación política ya madurada en un terreno que desde antes se conocía bien. Pero ahora no da la impresión que no solo responde con lo que sabe, sino que abre un cortinado que permite percibir otra cosa. No la destreza de saber, si no la destreza para situarse ante lo que no se sabe. Aparece así una angustia, una cavilación de índole moral con algún condimento de sorpresa ante lo que llamaríamos la condición humana, ámbito donde situamos los enigmas más acuciantes de la existencia. Días pasados se lo vio al presidente sorprendido ante la incomprensión de un sector empresarial carente de compatibilidad con la sensibilidad que se cree que debe ser ahora dominante. Es decir, abrir los tejidos complejos de la razón hacia lo desfallecido, lo peligroso y enmarañado de esta hora.
Escuchamos muchas veces que los políticos tradicionales se afirman en conocidas disyuntivas donde postulan la presencia indispensable de su “yo”, ante lo otro amenazante, que casi siempre ronda sobre la expresión “caos”. Yo o el caos. Pues bien, no se le escucha por suerte a Fernández enunciar esta opción increíble, sino que se aproxima a otras reflexiones que están recubriendo su actuación de matices que -no estamos elogiando nada-, ahora son obligatorios y sin los cuales sería difícil comprender un mundo resquebrajado en sus funciones productivas. Que se va ensombreciendo poco a poco con la enfermedad. Hasta un cercano ayer, se podría decir que el mundo era tenso y conflictivo. Hasta se podía decir caótico. Pero las amenazas tenían nombre. Ahora pasaron de la visibilidad a la invisibilidad, y para señalarla, como suelen hacerlo las aviesas deidades ruinosas, se emplean metáforas de guerra, vocablos de la microbiología, cuadros estadísticos y el modo en que el miedo frunce el ceño en nosotros. Nos amenaza una conjetura, un garabato desconocido. Un virus no domesticado nos lleva a un mundo donde hay sacrificados por la única razón que fueron designados por motivos ininteligibles, como destinados a pagar con su inmolación la cuota de sobrevivencia que se le otorgó a otros que se favorecen por una inescrutable apuesta ciega. Esto, más allá de cómo el neo-liberalismo llevó a la quiebra los sistemas de asistencia, seguridad y atención social.
Pero vayamos a la frase del Presidente que nos llamó la atención, cercana a la queja, al reproche atónito. Hay un bichito muy chiquito, dijo, que no se ve siquiera con microscopios de precisión, (el gesto con que lo dice, consiste en achichar el espacio entre el pulgar y el índice de la mano) que derrama desgracias inusitadas. Que no solo nos ponen en riesgo, sino que nos acercan a un pensamiento que queremos en general borrar de nuestra mente. Es la cuestión de nuestra finitud, tema problemático con el cual convivimos de manera errática. Cuando pensamos en ella -pues somos seres mortales-, abandonamos en seguida con un disgusto a veces arrogante, ese tema tan esencial y en el que es tan necesario pensar como arrojar rápido por la borda, como piedra caliente, esos pensamientos. Glosamos lo que le escuché a Fernández por televisión, pero lo digo apretando el bandoneón, como le gustaba exclamar a David Viñas. Frente a esa pequeñez, ese átomo irrisorio y aparentemente inerte si un ser vivo no lo hospeda, todos somos desvalidos. Todos -sigo glosando-, al Presidente. Todos, el propio Presidente. Hamlet. Paolo Rocca. Maradona. Giorgio Agamben. Don Chicho y la Miñón. Todos mirando un abismo personal y colectivo. ¿Podemos concluir la glosa con esa estrofa del gran poema sardónico de Discépolo? Con el puritanismo escéptico de un moralista, esos versos discepolianos valdrían para designar esta situación, quizás extirpándoles su inmaculada obcecación decadentista.
El caso es que hay empresarios que piensan en la eternidad de sus ganancias, en la intangibilidad de sus bienes, en el misterio absoluto de sus cuentas, en el enigma permanente de sus especulaciones financieras, en su derecho a no acatar ninguna forma del derecho social, laboral o cual otro que sea. Y sin embargo no se enteraron que están tocados por la finitud de la existencia. ¡Diantres! Creo que eso es que quiso decir el presidente. Es fácil interpretarlo. De tanto cuidar lo que parece inmortal no se dan cuenta cuánto están expuestos a la pobre condición humana, cuyas hendiduras parecen conocer menos que a un temible desplome bursátil.
Muchos compartimos el asombro presidencial por esta incapacidad por no sentirse tocados, en este momento, por el bichito. Que es también un bichito de la duda. Es la duda respecto a si la situación que atravesamos no implica alguna obligación de carácter excepcional, digamos de carácter ético, respecto a la relación que nuestras decisiones tienen en la vida de los demás y el sentido de la vida en general. De repente un pensamiento que parece salido del gabinete de los estoicos de la antigüedad, invocado por personas que transitan por la vida política tal como la conocemos, logra ilustrarnos sobre la estrechez de estos hijos de los grandes negocios y de ilusoria redención personal por medio de las finanzas metafísicas. En Los heraldos negros dice César Vallejo. “Hay golpes tan fuertes en la vida, yo no sé. Hay golpes en la vida, tan fuertes… ¡Yo no sé! Golpes como del odio de Dios; como si ante ellos, la resaca de todo lo sufrido se empozara en el alma. ¡Yo no sé!”. Estos versos son muy conocidos. También los cita Cristina en su libro, que bien sabe de ésto.
Ese “yo no sé” equivale a la versión teológica de la duda metódica de Descartes. ¿No es así? Esa es hoy la pregunta fundamental del político dada la circunstancia en que vivimos. ¿No nos dice nada esto? ¿No podemos por fin juzgar a nuestros políticos si toman decisiones en relación a si son capaces de pensar en los golpes de tanta fuerza que da la vida? Este momento que atravesamos es uno de ellos, donde se sufre en las fosas últimas de la conciencia. Estos golpes lúgubres que se arremolinan en las almas como resaca, servirían para meditar en las condiciones más profundas de la vida colectiva. Formidable jugada del destino, ente la cual comprobamos a diario quienes están o no están preparados, tanto para la duda trascendente como para la decisión necesaria. Por eso es una repentina reflexión sutil y necesaria la de quién se sorprende por la incuria aquellos señores poderosos. Esos “muchachos”. Que no han descubierto la finitud que ante cualquier supuesta grandeza puede causar un microscópico aviso, que viene de la naturaleza que aun no conocemos cabalmente.