De estos últimos tiempos y, sobre todo, de las últimas semanas, ésta es la instancia más difícil para editorializar, tras el bochorno vivido el viernes. Esas colas interminables frente a la puerta de los bancos, dejándonos la impresión de que el esfuerzo y la conducta muy mayormente aplaudibles, que se alcanzaron durante lo que va del aislamiento, se pudieron haber ido al traste.
La palabra es indignación y es imposible no adjudicarle la primera responsabilidad a las estructuras gubernamentales que eran técnicamente encargadas de que nunca ocurrieran las imágenes que vivimos. Que sufrimos.
El Gobierno ha fallado y eso es grave ante todo para la población porque, justo cuando se venían haciendo bien las cosas, justo cuando la conducción nacional mostraba la firmeza que es menester para amparar y unir a la sociedad en un momento dramático, se produce esta quebradura.
Hablar ahora de costos políticos, en su sentido de distribución de culpabilidades hacia dentro del gobierno, no tiene sentido. El Presidente, un presidente furioso que ayer repartió insultos específicos y generales como jamás se habrá imaginado, ya sabrá qué hacer en el momento que considere oportuno. La coyuntura urgentísima es detener el costo social, que agrava la batalla contra el ralentamiento de la curva de contagios.
Las sensaciones se entremezclan hasta un punto tan abrumador que, al fin, sólo cabe recurrir a las certezas para no volverse loco. Por lo menos, seguir echando mano a unas certezas. A unos pensamientos y decisiones frente a los que no puede haber ni la más mínima duda.
Por supuesto: se comprende que las certezas varíen según las condiciones de vida, herramientas culturales e información de que disponga cada quien. No entenderlo sería un ejercicio de soberbia intelectual.
Uno dice y escribe con la comodidad relativa, pero comodidad al fin, de ocupar un lugar privilegiado --mucho más en circunstancias como éstas-- debido a sus posibilidades profesionales, económicas, sanitarias, de hábitat, etcétera.
Demasiada gente, en todo el mundo y ni hablar en las periferias del “central”, carece de tales chances. Eso se llama sistema de dominación, lucha de clases o lo que cada uno prefiera para denominar que las oportunidades quedan a años luz de ser parejas. Y en la coyuntura, seguramente, eso que podrá parecer un divague a efectos de encontrar soluciones es necesarísimo para identificar los problemas. Uno de ellos son los medios de comunicación.
Se escucha a una cantidad de comunicadores trastornados --y eso si pensamos bien sobre sus intenciones-- que obran en sentido inversamente proporcional a la moderación firme. Y no son los menos. Cada error chico, grande o gigantesco, como el de ayer, es abordado como si la actividad comunicacional, y las responsabilidades que de ella emanan, fuesen un entramado externo al drama. Como si los actores de la comunicación, del periodismo, no tuviéramos deberes además de derechos.
La inmensa mayoría de las voces mediáticas hablaron de la cadena de desaciertos que incrementaron la demanda bancaria cuando, a la par, había y hay restricciones de atención. Y lo bien que estuvieron.
Las preguntas sobresalientes cargaron sobre el combo fatal de las irresponsabilidades gubernamentales, bancarias, gremiales, individuales. Nadie las niega, repitamos, y no sirve como excusa que casi el mundo entero está desbordado y que, empezando por las autoridades varias de los países “centrales”, se está yendo a ciegas, a prueba de ensayo y error. Pero, ¿por la casa de los medios de comunicación cómo andamos?
Desde el jueves a la noche, portales y alertas titulaban “Mañana abren los bancos”. A secas. ¿Qué se esperaba que sucediese, como no ser lo que ocurrió? ¿Sólo es ineptitud oficial? ¿Increpar por las culpas ajenas, desde ese comisariato mediático que nunca tiene la culpa de nada, no merece ninguna autocrítica?
Hay dos planos, por lo menos.
El del espectacularismo que, en la superficie, solamente responde a mantener la atención a puro grito o voz elevada, pura musicalización tétrica, puro último momento, pura sobreactuación.
Y hay otro plano vinculado directamente a las operaciones políticas, de sector o corporativas, como fue la miserabilidad del ala dura (Bullrich, Peña, su ruta) de Juntos por el Cambio, de editorialistas de medios principales, del ejército de trolls que mantienen, llamando a manifestarse contra el costo de los políticos.
Los cacerolos que agitaron, no importa su número, demuestran una vileza que es eso mucho antes que impericia. Mostraron la hilacha en la peor situación y anoche salieron en coro a pedir renuncia de funcionarios. Renuncias que estarían justificadas, tal vez, tanto como que no debería poder creerse escuchar a cambiemitas y compañía, los vaciadores de la Anses, hablando de nuestros pobres jubilados.
Ese plano, el de la mala leche, ya se había desperezado el lunes a la mañana, tras que el domingo a la noche el jefe de Estado hablara de una bronca particular.
¿Alguien no entiende que cualquier discurso debe ser analizado en contexto?
¿Alguien no entendió que la referencia presidencial al disgusto por los despidos, en medio de la pandemia, tuvo como claros destinatarios a Techint y, por su vía, a las grandes corporaciones?
Para quienes gustan de los sobreimpresos: a Alberto Fernández pudo haberle faltado el asterisco de que su bronca no apuntaba al panorama gravísimo que se cierne sobre tanta Pyme, tanto boliche con unos pocos empleados, tanto miniemprendimiento que vive estrictamente al día. Etcétera.
Aludió a medidas generales al respecto y está claro que hay un Estado presente que viene de ser uno destruido, salvo para servir a sus intereses de clase.
Pero todos, vamos, tenemos dudas acerca del punto de equilibrio entre el cuidado sanitario general y la recesión al galope.
Fuera de eso, sí hay alguien que no entendió o, más bien, comprendió perfectamente de qué se trató lo dicho por Fernández.
Ese sujeto determinado, ese alguien, es el conjunto de medios de comunicación y de sus cagatintas (disculpen lo viejísimo del término, pero me encanta), nucleados en representación obscena de sus mandantes. Que, claro, en algunos casos son ellos mismos.
Volvió la grieta, dijeron.
¿Quién hizo volver la grieta que nunca se había ido? ¿Quién la expuso? ¿Alberto Fernández? ¿Alguna figura relevante de su gobierno?
Alguien dirá, muchos dirán, que justamente no es momento para andar sobrecargando tintas de este tipo; de retruque a quienes maquinan y hacen --de vuelta sea dicho-- desde la mala fe, desde sus intereses económicos, desde la defensa de sus privilegios.
No creo.
Creo que sí es momento porque, si la palabra estimulada el viernes es indignación, vamos a indignarnos sabiendo que el Gobierno se equivocó feo pero, también o sobre todo, asumiendo que quienes buscan perforarlo y aprovechar la primera de cambio siguen ahí.