El puente Gerli asoma espectral, cada noche, cada crepúsculo, cada amanecer. Avellaneda al sur y Lanús al norte, las localidades que divide su calle angosta, nunca fueron tan iguales. El tren pasa espaciado, y a algunos, los últimos y los primeros de cada día, les falta la azafata spinetteana de tan fantasmales que parecen. Nunca se cuentan más que cuatro o cinco cabecitas espaciadas y esparcidas entre los vagones. Contarlas, a veces resulta uno de los pocos entretenimientos de la diaria, más allá de las redes virtual Gerli espectral es, la rutina puertas adentro y alguna que otra salida al chino del barrio. Todo es silencio y quietud aquí. El 178, el 85 y el 373, bondis que los obreros y las obreras de Sapito y más allá revientan en horas pico, pasan literalmente vacíos. Solo las cansadas puertas hidráulicas que se abren y pegan fuerte contra los bordes, dan alguna señal de vida exterior.

Desde más allá, desde la periferia de la periferia, llegan noticias de gente que viene y va por pasillos. Por calles de tierra. Pero no sale del barrio. Hace caso. Se queda ahí. Sí, es cierto: en ciertas zonas, el orgullo de haber bancando en tiempos del golpe contra Perón parece esfumarse como el tiempo. Ya no se recuerda tanto cuando un locutor que luego pasaría a Radio Colonia emitía por Nacional –según dicen los abuelos perucas– una info hiriente: “Las ratas de Gerli están apoltronadas en el club Germinal”, refiriéndose a los peronistas primigenios que huían de la represión golpista, y se refugiaban allí.

Eso de la movilidad social ascendente impulsada por aquel peronismo, y el de Néstor y Cristina (que no es lo mismo pero es igual), provocó que aquellos hijos e hijas, nietos y nietas de la clase trabajadora, veletearan sus preferencias políticas. La máxima jauretcheana “La gente cuando está mal vota bien, y cuando está bien vota mal” se cumple a rajatabla en éste, y en mil barrios del conurbano.

Incluso resulta un hecho sin precedentes que el peronismo de Lanús haya perdido dos veces las elecciones municipales frente a Grindetti, uno de los aliados de Macri con más peso en la provincia. Un liberal de kilates, pero lo suficientemente astuto y estratega como para, por ejemplo, no haberle quitado el nombre “Madres de Plaza de Mayo”, a la primera plaza de Alsina (yendo de acá para allá), o permitir que el centro cultural municipal se siga llamando Leonardo Favio.

Saben jugar los muchachos. Y saben ganar, porque el imaginario duerme, o parece que duerme, pero en cualquier momento puede despertar. Y lo simbólico cumple un papel nodal en esto, sobre todo si se profundiza en la historia. Viene al caso que un poco más al centro, cruzando las vías hacia el Este, está la Unidad 2 de Lanús donde el 10 de junio de 1956, el día de la masacre de José León Suárez, fusilaron a varios militantes peronistas, con la misma saña que la del basural. Cualquiera medianamente curioso lo sabe por aquí. A cualquiera con esas características le suenan los apellidos Lugo, Albedro o Ros, el de los hermanos. Está en el inconsciente. Es algo de lo que se sigue hablando en las fiestas, o cuando pinta charla política profunda. O en la esquina. O en la plaza. O en el club.

Se vota distinto pero se sabe. Y se respeta. Mucho se respeta. Incluso punteros o militantes que se pasaron de bando. Difícil que alguien justifique semejante matanza, y menos si le recordás que tuviste un tío abuelo que te contó que estuvo por morir ahí, y se salvó porque el comisario, de chico, jugaba a la pelota con él. “Qué hacés acá vos… rajá”, le dijo, después que a José, buchoneado por esos temibles comandos civiles formados por (algunos) radicales y socialistas que marcaban las casas de los compañeros, le tiraron la puerta de la casa abajo, y se lo llevaron de los pelos, pese a los gritos de su mujer, y el llanto de sus hijas chiquitas.

En Gerli, hoy, no hay cacerolazos. No se escucha ni el ruido de una lata que perturbe el silencio del puente. No es que las personas no se movilicen aquí. No. La esquina de Yrigoyen y Brasil fue foco, durante el aciago 2016, de movilizaciones y ruidazos contra los tarifazos aniquiladores. También lo fue, por parte de otro tipo de vecinos con ideas diferentes, de protestas contra la inseguridad. Pero con lo muy severo, como es esta pandemia que asola y azota al mundo, no se jode. Con lo terriblemente serio, se sabe en serio que no se jode. Es esta una de las veces que el imaginario despierta, y se pone reflexivo.

Aunque más no sea por respeto y lealtad al sufrido, real o potencial, nadie atina a pegarle a una cacerola, fenómeno atribuido al clase media acomodada de los barrios de la Ciudad de Buenos Aires, estatus al que muchos y muchas por el barrio aspiran pertenecer, pero no pertenecen. Salir a tocar cacerolas contra el Estado de Bienestar que se intenta instalar hoy en la Argentina, como el de aquel glorioso 46´, convertiría a ese medio pelo en un ser más minúsculo aún frente al enemigo invisible. Y se sabe. Y si no, basta con evocar a aquello de “las ratas de Gerli apoltronadas en el club Germinal”, porque a cualquiera se le viene la cara aterrada de un abuelo. Y llora.

 

A veces, el conurbano te salva.