Desde París
El sol hizo retroceder al miedo. La ternura conciliadora de un cielo azul y el generoso día de primavera alentaron a la gente a salir a la calle más de lo autorizado. Falta mucho para que París se parezca a sí misma, pero el arrebato primaveral reemplazó a la ciudad zombi por una multitud prudente y animada.
Las cifras de contaminados y muertos descienden lentamente: 8.078 muertes y más de 70.400 contagios, 357 muertos en las últimas 24 horas contra 441 el sábado y 588 el viernes. Esos números se los puede resentir en lo más denso de la fibra humana: se escuchan los pájaros, la sonrisa de los niños, la música y las conversaciones que salen de las ventanas abiertas sin que este fondo acústico de la ciudad se vea interrumpido, como hace algunos días, por el látigo de las sirenas de las ambulancias llevando personas infectadas a los servicios de reanimación.
Cada individuo saborea su libertad próxima. A lo largo del Boulevard de la Bastille una madre con tres hijos de 5, 8 y 11 años los regaña porque no quieren regresar a su casa. Les dice: ”no chicos, ya paseamos un rato, ahora debemos volver y cumplir con el confinamiento. Pronto seremos libres como antes”. Los tres rezongan al unísono y uno de ellos pregunta. ” ¿ Mami, libres como antes ?”. Ella les explica que sí y les promete que todo cambia rápido. El de ocho años la interrumpe y le dice: ”Pero mami, si es libre como antes y hay que volver a la escuela, eso no es la libertad”.
Atardece y París se vacía de su propio vacío. Los porcentajes de decesos y contagios están por ser anunciados. Jamás, en el Siglo XXI, la realidad de la muerte colectiva, diaria, había estado tan presente en una sociedad occidental. Camino hacia Los Campos Elíseos a través de los distritos 10 y 9, en la Rue de la Fidelité hay un hotel con nombre de celebración universal. L’Hôtel Grand Amour (Hotel Gran Amor). Unas calles más adelante una bandera argentina cuelga de un balcón. Por el Boulevard de Magenta y el Boulevard de Strasbourg grupos de personas sin techo se juntan a pasar la noche en carpas improvisadas. Piden plata, cigarrillos y comida.
En el Boulevard de Strasbourg, los excitados de antes pusieron una placa en un restaurant de comida chatarra de Gringolandia porque por allí comieron en enero Kim Kardashian y su marido Kanye West. Ellos mismos filmaron la secuencia y la colgaron en la red. ¡Que hazaña pueril !. Habría que poner placas en el cielo y la luna para celebrar a las enfermeras, médicos y urgentistas que se trenzaron con la muerte a cada segundo a lo largo de estos meses. Y también pedirle un dólar a cada uno de sus 160 millones de seguidores en las redes para crear el fondo de la futilidad y destinarlo a los damnificados del virus. Ese mundo zombi, irrelevante y cándido, es lo que revela en toda su insipidez esta crisis sanitaria.
La Avenida de los campos Elíseos está deshabitada. Su lujo portentoso, sus grandes marcas mundiales, reducidas a la piel y los huesos, son como el desierto de los bárbaros que la invadieron, el vestigio de un capitalismo narcótico. Hay en curso un mega proyecto para renovar esa avenida patrimonial, es decir, devolver los Campos Elíseos a los parisinos y arrancarla de las marcas que se compraron cada esquina impregnada de historia cultural en beneficio de su “proyección empresarial”. A desalambrar, decía una canción de Víctor Jara. Ta vez haya llegado el tiempo humano de desenmarcar.
En Francia hay todo tipo de asociaciones. Una que defiende la pureza de la noche urbana sin luces para proteger a los insectos, otra, descubierta ayer, en la Rue du Paradis: la Asociación francesa del aperitivo. Dos amigos que corrían la descubrieron. A mucha gente le pasó lo mismo. Vivía en un barrio sin conocerlo. El confinamiento limitó los paseos a la zona del barrio y así se corrió, para muchos, el telón de sus maravillas. Uno le dice al otro, trotando en la vereda. ”Eso nos hace falta. ¡ Un gran aperitivo !. Cuando todo esto acabe nos hacemos el aperitivo de la resurrección”.
No existe resurrección sin heridas. Y esta aún es profunda. Hay varios modelos de resurrección. El del cristianismo y Jesús, cuando resucitó luego de haber sido condenado a muerte. El de la literatura, con, quizá, la más poderosa profecía de la resurrección humana: El Conde de Montecristo, de Alexandre Dumas. El pobre marino Edmond Dantès estaba por casarse con su bella Mercedes cuando lo condenaron a la perpetuidad por un crimen que jamás cometió. La mandaron al Chateau de If a consumir sus días. Rocas y mar lo rodeaban. Lo salvó el mapa del tesoro que le reveló el Abate Faria y el conocimiento que le transmitió. El Abate, prisionero en otra celda, le enseñó el griego, el latín, la matemática, la historia y la astronomía. El abate Faria murió y Dantés tomó su lugar en la bolsa del muerto antes de que arrojaran su cuerpo al mar. Recuperó el tesoro y volvió al mundo para vengarse de quienes lo inculparon. Era, ya, el Conde de Montecristo. Con el tesoro como único capital jamás lo habría conseguido. Fue el Conde de Montecristo porque también había adquirido el conocimiento.
Hoy no tenemos que vengarnos, sino cambiar el mundo con el tesoro del conocimiento que hemos adquirido en estas semanas de recogimiento durante las cuales, en la intimidad, en aquella “soledad central de su yo” (Borges), vivimos bajo la amenaza de la enfermedad y la muerte. París ya se apacigua por completo. El sol persiste aún. Los transeúntes evitan cruzarse de cerca. Las máscaras de protección subrayan el temor y el recelo de las miradas. Detrás de la puerta espera el confinamiento y, más allá, la ventana, y más lejos dos enamorados asomados al vacío. Una pareja joven se subió a los techos de París, ese espacio entre la tierra y el infinito donde la vida a cielo abierto es posible y París corona los matices de su dimensión más romántica. Saludan y la chica dice, tomada de la mano de su compañero: Ca, c’est la Liberté !: ¡ Esto es la libertad !.