a Lucía Benassi
Comencé a guardarme en casa a partir del comienzo de marzo dado que tenía noticias del posible desastre virósico. Cuando se decreta la llamada cuarentena estaba mentalmente preparada para el encierro hogareño. Tomé recaudos de comida enlatada, artículos de limpieza y organicé mentalmente un plan de tareas a realizar. Creo que ‘ocurrieron cosas’ según se acostumbran a denominar los cambios o la variación de los presupuestos primarios.
Por enumerar una constante alteración de hábitos ante la faltante compulsión de los horarios de la pileta, las compras, los aprendizajes, las terapias por voluntad propia. La aparición de la siesta como maravilla de pasatiempo (real) y en horas insólitas que no tenía el almuerzo como referente. Sensación de encierro y libertad que confunden las puertas y ventanas con las horas. Tiempo y espacio en contradicción flagrante.
Las medidas sanitarias no aportan claridad: abrir todo para ventilar ante la maldición de la corona, cerrar todo para que el zumbador mosquito no nos clave su mortífero aguijón. Abro o cierro, me pregunto durante la jornada: ¿Y si llueve se reproduce el insecto y el virus se va?, ¿o ambos crecen por influencia de una humedad santafesina con la letra ‘ese’?
Limpio, lavo, desinfecto. Las manos tersas casi destruidas por el incesante jabón. Empieza la tarea del orden interno. Reviso papeles, cuentas, hojas usadas de los dos lados, apuntes. La mesa se va poblando de pilas que tambalean por los tamaños variados de los folios. Búsqueda de recetas que dormían en un cajón, felices de su comunidad, son revisadas, elegidas para ser ejecutadas, las dejo aparte, fuera de su lugar.
La ropa, no mucha, pero seleccionar lo de invierno, lo de verano, lo que no va más, acaricio prendas viejas que dudo si las podré regalar o no, quedan a un lado, fuera del cajón. En la cocina saco la harina porque voy a hacer pan, pero dejo afuera la maicena por si cocino unos alfajores y abro la harina integral porque supongo que la voy a usar en breve.
Busco los apuntes de los ejercicios de yoga que voy a empezar a hacer mañana. ¡Oh, la hora del aplauso a los médicos! Corro las cosas de la mesa de la cocina y empiezo a hacer la cena. Saco ese cajón con todos los corchos, algunas manijas, tiro varias cosas y las volveré a revisar mañana.
Me acuesto con la idea fija de revisar las fotos de papel. Las diapositivas pueden esperar. Haré tres cajas, una para cada une de mis hijos, otra para mí y una quinta con las que no sepa adónde van. Y una caja más para las que voy a tirar. Me acosa la horrenda duda: ¿las fotos se queman, se rompen, se entierran? Mamá no dudaba, en el fuentón gris quemaba todo lo que dejaban los difuntos. ¿Pero cómo voy a quemar las libretas del Normal de Santa Fe de mamá maestra, los carnets de los clubes de fútbol de papá?
Siguen los días de cuarentena. El orden hace desastres. Me acuerdo de un tema que me costaba entender en el Colegio Industrial. Había en la materia Construcción algo que se llamaba pomposamente “Coeficiente de esponjamiento”. Cuando un operario saca un metro cúbico de tierra o de arena o de piedras no tiene un metro cúbico sino algo que tiene que multiplicar por ese coeficiente y que siempre el material ocupa mucho más lugar que de donde estaba compactado.
Pienso en este momento, mi casa desborda de cosas que deben ser transportadas a un sitio, mi compu repleta de nuevas propuestas de amigos, el teléfono saturado de vídeos, las superficies que hay que desinfectar llenas de cosas para clasificar. ¡Ah, ah, ah!
Esos papeles traen recuerdos, aparecen personas olvidadas, alumnos, obras, películas, parientes en tropel, pidiendo a gritos ser ubicados en ese sitio que es la memoria, lugar al que se puede acceder voluntariamente y que ahora me cubre invasiva y beligerante. Ojalá zafemos sanos, tal vez volver a esponjar ayude a recompactar, a descartar, a elegirnos vivos. Sin olvido ni perdón. ¡Nunca Más!