Tal como la define la Organización Mundial de la Salud, la de Heine Medin es una enfermedad muy contagiosa, transmitida por un virus que afecta principalmente a niños y niñas. El contagio se realiza de persona a persona; el virus puede estar presente en la materia fecal, en el agua o en alimentos. Luego de alojarse en el intestino, ataca al sistema nervioso, pudiendo causar la muerte, parálisis u otro tipo de secuelas motrices. Fue la temida poliomielitis, o parálisis infantil. Su surgimiento, y el modo en que en la Argentina se respondió a la epidemia, trazan algunas analogías reveladoras, al confrontarlos con la actual pandemia del coronavirus.
La polio se conocía desde principios del SXX, pero sobre todo en círculos médicos, en Argentina había muy pocos casos. Alarmaba que atacara a la niñez. Pero recién en 1909 se llamó la atención sobre su incremento. Ese año se reclamó desde las páginas de la Revista de la Asociación Médica Argentina, que los poderes públicos clasificaran a esta dolencia dentro de aquellas cuya denuncia era obligatoria. Se recomendó el aislamiento de los enfermos, y que la desinfección se aplicara no sólo a los atacados de poliomielitis, sino que se hiciera extensivo a las personas que convivían con ellos. No se cumplió con estas recomendaciones, tal vez porque entre 1906 y 1932 se produjeron 2.680 casos en total y eso no alarmó a nadie.
Pero en 1942 se desató el primer brote epidémico. Solo en Buenos Aires hubo más de 2000 casos, la enfermedad se instaló en la conciencia pública y se activaron todos los protocolos. Para 1943 las ciudades más afectadas eran Mar del Plata, Rosario y Santiago del Estero. La población entró en pánico. Hubo éxodos de padres con sus niños hacia lugares alejados de las ciudades, lo cual esparció la enfermedad. La ausencia de difusión por parte del Estado también facilitó la diseminación del virus por diferentes centros del país. El desconcierto de las autoridades sanitarias y políticas se mostró en la ausencia de una política clara.
En el Hospital de Niños se inauguró una sección especial para el tratamiento de la parálisis infantil, pero pusieron a cargo a un especialista en ortopedia: se atacaba así las consecuencias de la enfermedad, antes que las causas. Es en este contexto que desde la sociedad civil surge, en 1943, la Asociación para la Lucha Contra la Parálisis Infantil, que ofrece tratamiento gratuito, pionero en la rehabilitación en nuestro país, manteniéndose únicamente gracias a la ayuda de una comunidad solidaria.
En 1956 llegó el gran brote que marcó a una generación. Se registraron 6500 casos, para una población total argentina de 18 millones de habitantes. Fue un salto exponencial respecto al año anterior, con 256 casos. El 71% de los pacientes fueron menores entre cero y cuatro años. El Golpe de 1955 eliminó el Ministerio de Salud y la primera actitud fue ignorar la epidemia, pese a que los diarios informaban los casos todos los días.
La desesperación se apoderó de todos. Se impusieron cuarentenas selectivas, proliferaron remedios caseros, no necesariamente efectivos: collares para niños con bolsitas de alcanfor, vahos con agua de eucalipto, algunas madres envolvían a sus bebés en una suerte de sábana o manta, dejándole solo libre la cabeza. El resto, cuerpo y extremidades, quedaban inexorablemente apretujados simulando una momia. Otro rasgo que distinguió la época y que perduró durante muchísimos años fue el de pintar con cal las paredes, los cordones de las veredas y los árboles. No hubo una comunicación desde el área de Salud para que se hicieran esas cosas. Eron simplemente medidas que tomaba la gente ante la falta de soluciones.
Las 140 camas del hospital Muñiz estaban desbordadas. Se generaron espacios para la atención de chicos. Además de la construcción de los centros se destinó dinero para los viajes de los médicos para capacitarse en Estados Unidos, la compra de elementos ortopédicos y se invirtió en pulmotores, entre otras cosas. El instituto Malbrán recibió una partida especial para la investigación.
El 12 de abril de 1955 Estados Unidos comunicó al mundo que la vacuna creada por el doctor Jonas Salk era efectiva. Sin embargo, la fabricación a gran escala demoró mucho tiempo. Se intentó la fabricación nacional, pero resultó inviable. La dictadura de Pedro Eugenio Aramburu solo tenía una alternativa, importarlo.
Estados Unidos se resistió a exportar la vacuna, pero los desastres de la epidemia en Argentina la pusieron como prioridad número uno a nivel mundial y recibió el apoyo de la ONU y de la OMS. El 1° de septiembre llegaron al país 470.000 dosis. El vuelo regular de Aerolíneas Argentinas que conectaba Nueva York con Ezeiza tuvo que retirar asientos para poder recibir la carga completa. En Buenos Aires se asignaron 44 escuelas para la inmediata aplicación de las vacunas. Los requisitos para esa primera partida: niños de entre 6 meses y tres años, los más afectados. Gradualmente se fue incorporando al resto. En octubre llegó una segunda partida, con 600 mil dosis, y la enfermedad empezó a ceder.
La erradicación definitiva ocurrió recién en 1984. Así, Argentina se transformó en el primer país libre de polio en América Latina. Hoy solo hay tres países con registros. La vacuna salvó la emergencia. El 10% de los infectados murió, y un 25% quedó con una discapacidad permanente. La política en aquel momento estuvo por detrás de los acontecimientos.
El polaco Albert Sabin, a quien el antisemitismo había obligado a abandonar su país en la década del 20 y radicarse en los Estados Unidos, tomó como punto de partida lo investigado por Salk. Demostró que el virus infectaba a la persona a través del sistema gastrointestinal para después propagarse por la sangre. Así fue como desarrolló una vacuna oral con virus vivos debilitados, que resultó más eficaz que la inyectable de Salk, ya que ampliaba el período de inmunidad.