Una mañana, en los primeros años del secundario, el preceptor nos avisa que nos íbamos más temprano. En esos casos solíamos gritar y proferir otras onomatopeyas para expresar nuestra felicidad, pero de inmediato nos dice que no tendríamos la última hora de Química porque el hijo de la profesora había fallecido. Era un chico de nuestra misma escuela, un par de años mayor. Los gritos se hicieron silencio y las onomatopeyas, murmullos. A la tarde era el funeral. Antes de eso ya en el pueblo se sabía que se había suicidado. Yo arreglé para ir en bicicleta con un compañero que vivía de camino a la cochería. Hasta ese momento esa era mi experiencia más cercana con la muerte y los rituales posteriores. Mi amigo me relataba pormenores, chismes y decires que ya circulaban; que venía deprimido, que se había enamorado locamente de alguien que no le correspondió, que le gustaban otros chicos y ese secreto lo mortificaba, etc. Por lo general hablaba mucho y parecía entusiasmado o intrigado por visitar un funeral. Yo iba callado, rumiaba por enésima vez, desde que tuve la noticia, sobre que debía hacer cuando tuviera a la profe delante. O más bien que decirle, cuáles eran las palabras que expresaran mi acompañamiento y congoja, que sean apropiadas, prudentes, respetuosas. Todo se derrumbó apenas llegamos. Mi compañero entró primero, y a viva voz dijo: - ¡Buenas tardes! Detrás entré yo, con la cara roja y ardiente de vergüenza. Me acerque a la profe, le dije que lo sentía, le di un beso. De forma automática y huidiza dirigí mi mirada hacia mi grupo de compañeros para evitar que sus ojos me miraran o que respondiera a mi cortesía. Me fui a sentar con ellos que cuchicheaban sobre lo que acababa de suceder.
Mi padre luchó seis meses para intentar rehabilitarse de un ACV que le ocurrió en ese mismo pueblo. Pueblo rápido para los chismes, lento para los diagnósticos. No pudo, no pudimos.
El día que bajó los brazos estábamos en Capital. Paula, mi amiga, vino al Sanatorio después de su trabajo y me invito a tomar una café al bar de la esquina. Era una buena excusa para salir de una especie de living que había en el lugar donde esperábamos la hora para entrar a la terapia intensiva. Mi atención se debatía entre lo que Paula me contaba y la hora para regresar a la visita. No hubo otra visita. Olvide de quién eran las palabras que anoticiaban su muerte, solo tengo la imagen de mi cuerpo aflojándose, rebelándose a mi intención de estar en pie, y a Paula sosteniéndome en un abrazo. Parecía envolverme más de lo que su contextura me daba a imaginar, como si tuviera más fuerza, otra gente ayudándola, o más brazos de los que le conocía.
Luego de ella otros brazos fueron acercándose, ahí, en el funeral, en el cementerio. No había nada más que yo esperara de los otros. Ni necesitara. Cuando alguien le agregaba algunas palabras los sentía forzados, porque algo hay que decirle al que sufre. Una maniobra artificiosa para lidiar también ellos mismos con la pregunta de lo que es posible decir en el dolor, como me pasó a mí con mi profesora de Química.
Unos días antes del aislamiento decretado por el gobierno, a mi compañera se le fue el abuelo. Sabio, silencioso y expeditivo. El viernes había encargado un lechón para almorzar con la familia el fin de semana siguiente, y el sábado se despidió de su paso por nuestras vidas. Hicimos a tiempo para todos los rituales que se necesitan para transitar la angustia, procesarla y ubicarla en un cuerpo yaciente que ya no representaba a la persona que lo solía ocupar.
Fueron los últimos abrazos que di fuera del aislamiento. A mi compañera, a mi suegro, su hermana, la nona, sus nietas. En silencio.
Todo acto adicional a abrazar debilita el gesto mismo.
En mis perdidas el abrazo fue la rectificación, la comprobación que otros cuerpos viven. Al mismo tiempo los brazos del otro son los que hacen de borde al desgarro, la flacidez, la liquidez, la sensación de desmoronamiento de todo lo material que nos ata al mundo. Nos anuncian que la perdida es dolorosa pero es solo una. Y que nuestro cuerpo se encontrara con otros que lo contengan y le corroboren su existencia. Los brazos ajenos nos hacen saber que aun vivimos, y así nos salvan.
Por eso le tengo miedo a la Pandemia, por si quiere arrebatarnos los abrazos