Desde Río de Janeiro.Menos de 24 horas después de haber sido desautorizado por dos generales teóricamente subordinados a él, Jair Bolsonaro tuvo un día atípico. O mejor: un día típico de quien fue duramente atropellado frente a los ojos del mundo.
El ultraderechista fue frenado por tres subordinados: antes de presentarse en el despacho presidencial y advertir a Bolsonaro que Luiz Henrique Mandetta, su ministro de Salud, era respaldado por el Ejército (además de la mayoría abrumadora de la opinión pública), el general ministro de Gobierno, Luis Eduardo Ramos, y el general ministro de la Casa Civil, Walter Braga Netto, intercambiaron impresiones con el ministro de Defensa, general Fernando Lemos, que mantiene diálogo permanente con las fuerzas activas del Ejército.
La acción de tres generales en contra de un ex capitán retirado de las tropas por insubordinación puso muy claro el cuadro actual.
Para culminar, también el lunes otro general retirado, Hamilton Mourão, vicepresidente de la República, se abrió en elogios a Braga Netto, reforzando la imagen de que más allá del rol de “coordinador operacional” del equipo de gobierno para hacer frente a la crisis, le toca a él poner a Bolsonaro en su nuevo y debido lugar.
¿Por qué un día atípico? Bueno, basta con recordar dos aspectos.
Por la mañana, como hace desde siempre, el ultraderechista detuvo su caravana de blindados para dirigirse a un grupito de acarreados. Bajó del auto con semblante pesado, y casi no dijo nada durante la parada de menos de cuatro minutos frente al séquito pequeñísimo de seguidores.
El otro aspecto: en la agenda presidencial había uno y solo un compromiso anotado, una reunión, a las tres de la tarde, precisamente con el general Braga Netto, que empieza a ser considerado una especie de interventor militar en el gobierno.
Se podrá pensar que, como era previsible luego del frenazo sufrido el lunes, Bolsonaro ahora necesariamente calmará su furia y tendrá una conducta mínimamente equilibrada.
Ocurre que no hay previsibilidad posible en alguien tan errático y desvariado como Jair Bolsonaro.
No es posible detectar en todos sus actos anteriores –y no solo como presidente, sino a lo largo de su larguísima vida pública– un único antecedente que permita imaginar que de una hora a otra haga a un lado su grosería tosca y deje de ser tan primate para actuar como un ser racional.
Tampoco es posible determinar si el cuadro brasileño experimentó algún cambio concreto luego de que Bolsonaro fuese impedido de deshacerse de su ministro de Salud.
La única previsión razonable y serena es que con su sed infinita de venganza, solo comparable a su envidia de proporciones patológicas, Bolsonaro volverá a dar muestras concretas de su estado puro.
Y que también a raíz de esa perspectiva la profunda crisis de gobernabilidad que se vive en Brasil está lejísimo de encontrar solución.