La pandemia llega a un Brasil políticamente debilitado, paralizado económicamente, desacreditado internacionalmente, empobrecido, desmoralizado.
El país necesita encontrar fuerza para resistir a esta situación, pero no puede hacerlo con un gobierno que no solo no comanda el país, sino que sabotea todas las iniciativas para reunificarlo y ponerlo en condiciones de resistir.
El país había sido destruido desde el golpe de 2016, cuando el modelo que había permitido que el país reanudara su crecimiento, basado en la distribución del ingreso y expandiendo el mercado interno de consumo, fue reemplazado.
En el último año del gobierno de Dilma, la economía brasileña creció y llevó el país, por primera vez en su historia, al pleno empleo, con el nivel más bajo de desempleo que Brasil ha vivido.
El golpe, hecho para desalojar al PT del gobierno, a través de manejos inconstitucionales, y restaurar el modelo neoliberal, reanudó el proceso de destrucción del Estado, de la economía nacional y de los derechos de la masa de la población. Fue el proceso de liquidación de activos públicos con la privatización de empresas nacionales, vendidas a cualquier precio a grandes empresas internacionales.
Fueron congelados. durante 20 años, los recursos para políticas sociales, interrumpiendo e invirtiendo el proceso de reducción de desigualdades y de exclusión social, liquidando los derechos de los trabajadores, dejándolos indefensos y abandonados al trabajo precario
Cuando llegaron las elecciones y Lula era favorito para ganar en el primer turno, se montó una monstruosa operación de manipulación que llevó a a la derecha a preferir poner en la presidencia del país a un mentecato, aventurero, un miliciano, siempre y cuando se mantuviera el modelo neoliberal, en lugar de Lula o Fernando Haddad y la reanudación del modelo que había llevado a Brasil al crecimiento, a la distribución de renta, al pleno empleo, a la estabilidad política y al prestigio internacional.
El gobierno que se instaló el año pasado podría haber hecho que la economía volviera a crecer, pero, al contrario, mantuvo y radicalizó un modelo económico que solo favorece al capital financiero y a los bancos privados, que son los que realmente se enriquecen.
Un capital que no hace las inversiones productivas, por el contrario, vive de la especulación financiera en la bolsa de valores, sin producir ni bienes ni empleos. Un modelo que dejó a la mayoría de los brasileños en la precariedad, con 38 millones de personas trabajando en el informalidad.
Brasil ya estaba paralizado al final del primer año de este gobierno. El balance del primer año fue catastrófico y se preveía un segundo año peor.
El comportamiento del presidente refuerza todos los días su incapacidad para comandar al país frente a un desafío tan grande como el de la pandemia. Nadie le tiene confianza. Su desprestigio es un consenso nacional.
La pandemia encuentra un Estado debilitado, un sistema de salud desmantelado, un país con 12 millones de desempleados y 38 millones sobreviviendo en precariedad, lo que, con sus familias, significa que más de la mitad de la población brasileña sobrevive en la miseria.
El coronaviurs encuentra un gobierno desacreditado, que solo profundiza divisiones y conflictos, cuando el país necesita reunificar y movilizar todas sus energías para resistir la grave crisis de salud que se superpone a la crisis económica, política y social.
Países que resisten y se fortalecen en la crisis son los que tienen un Estado fuerte, los que fortalecen el sistema de salud pública, aquellos que sirven a los sectores más vulnerables de la población. China es el caso más claro de resistencia a través de un Estado fuerte y medidas severas para aislar a la población.
En Argentina, el presidente Alberto Fernández tiene más del 90% de apoyo de la población, fortaleciendo el accionar del Estado para atender a las personas más frágiles.
En Brasil, hay un presidente que niega la gravedad de la crisis, subestima su efectos sobre la masa de la población; no solo no comanda, sino que sabotea a gobernadores y otras instituciones que resisten. Un presidente que trabaja para separar al país, para desmoralizar la voluntad de los brasileños para resistir. Pretende defender la reanudación del crecimiento económico cuando su gobierno llevó al país a la recesión. Pretende defender a la masa de trabajadores precarios que su gobierno ha producido, quitando sus derechos elementales y arrojándolos a esa precariedad.
Un gobierno que opera en contra de lo que el país necesita, para resistir, salir de la crisis y luego tener la fuerza para reconstruir. Bolsonaro se resiste a todo eso, trata de dividir y confundir a quienes trabajan para proteger la vida de las personas y servirles con apoyo para que puedan sobrevivir.
Este presidente es un obstáculo, un saboteador de lo que necesita el país. Con él como presidente, Brasil no podrá resistir y superar la crisis. Hace falta reconstruir la economía, el Estado, recomponer los derechos laborales, retomar el crecimiento y el modelo de superación de las desigualdades y la exclusión social. Como el de 2003 a 2012.
Mientras Bolsonaro sea presidente, nada de esto será posible. Brasil será saboteado por él. Es un problema de supervivencia a nivel nacional para defender la vida de las personas y la posibilidad de que volvamos a ser un país digno, de diálogo, de respeto, de gobierno legítimo, de esperanza y felicidad.