Cuando Bruce Chatwin enfermó, corrió el rumor de que había sido mordido por un murciélago frugívoro en Yunan y que le había inoculado un virus en la sangre. Solo otras dos personas lo habían padecido y habían muerto. Durante un tiempo se recuperó pero el virus reapareció con más fuerza y lo consumió. Esperaba mejorarse , y cuando empeoró se desmoralizó y abandonó. Después de su muerte se supo que había sido SIDA y muchos le reprocharon que no lo hubiera contado, pero no resulta extraño porque a Chatwin le gustaban los secretos y siempre fue muy reservado con su vida privada.
Volví de vacaciones hace un par de semanas y ante la perspectiva de la larga cuarentena decidí seguir el consejo de Rodolfo Rabanal, que está releyendo a Chatwin en su aislamiento en Uruguay. “¿Cuál de todos?”, le pregunté. “Anatomy of restlessness y The Songlines”, no dudó. Me dispuse a caer en “el influjo Chatwin”, pero esta vez me sorprendió también lo anticipatorio de sus reflexiones. La Anatomía de la inquietud (en inglés “restlessness” tiene un rasgo del desasosiego) reúne autobiografía, ensayos, cartas, críticas de libros y reflexiones filosas sobre el arte. Los editores que compilaron los textos eligieron el título porque Chatwin había expresado que quería escribir una “anatomía de la inquietud”, a partir de la famosa frase de Pascal que dice que todos los males del hombre proceden de su incapacidad de quedarse quieto en su habitación.
No solamente este pensamiento resuena en el presente de manera literal sino la carta que manda a su editor en Jonathan Cape, Tom Maschler, una de las figuras más importantes en la edición en la segunda mitad del siglo XX en lengua inglesa. La carta es de febrero de 1969 y prefigura el mundo que vivimos hoy. Reflexiona sobre el nomadismo para compararlo con su tendencia personal a estar en movimiento y a aventurarse a la exploración y los descubrimientos y aclara que él no sería nómade porque, aunque reconoce ese doble movimiento constante de fijar residencia en algún lugar para escribir, al mismo tiempo que programa su próxima excursión, después de un tiempo siente una añoranza por volver a “casa”, algo que los nómades no tienen ni aspiran a tener. Se pregunta ¿por qué el que está en permanente movimiento, sin una casa “establecida”, es considerado un marginal? ¿El movimiento inquieta? Y critica el concepto de civilización, cargado de sentido moral y ético por los que creen tener control sobre su destino y terminan destruyéndola, mientras los nómades nunca destruyeron una. China le parece una combinación extraña de civilización y barbarie. Y cita a Marshall Mc Luhan para decir que la capacidad de leer y escribir ya no cuenta, que la tecnología electrónica está superando los procesos racionales de aprendizaje, que los trabajos y los especialistas son cosas del pasado, y en la aldea global en que se ha transformado el mundo la literatura va a desaparecer. “Lo que es seguro”, escribe Chatwin, “es que el paterfamilias, ese bastión de la Civilización, ‘fue’, no así el matriarcado. Las poblaciones se desplazan, turistas, empresarios, trabajadores itinerantes, migrantes, marginales, activistas. Pero este nuevo internacionalismo ha activado un nuevo provincianismo, el separatismo es salvaje, las minorías se sienten amenazadas, pequeños grupos exclusivos se astillan.”
Yo no recordaba esta visión lanzada hacia el futuro, la cualidad profética en él.
Toda la literatura de Chatwin asombra por su capacidad para ver lo que otros no ven, todo el cuadro y los detalles. Cuando partió a la Patagonia en busca del brontosaurio al que pertenecía el pedacito de piel que su tía abuela guardaba en una caja de vidrio como recuerdo del viaje de un primo a ese lugar remoto para los ingleses, llevó dos libros: Viaje a Armenia, de Mandelstam, y In our time, el primer libro de cuentos de Hemingway. Mandelstam había viajado a Armenia como quien visita tierra sagrada. En su nostalgia por una cultura universal, confluían el mundo clásico de Grecia y Roma y consideraba el Mediterráneo, Crimea y Transcaucasia lugares de peregrinación. Chatwin también quiso ser un escritor universal (adoraba a Borges). Sus lecturas y su enorme curiosidad por conocer territorios no explorados lo llevaron a la Patagonia, Australia, África, China, Turquía, Afganistán, Rusia, la Nueva York áspera de fines de los setenta y principios de los ochenta. Prefería la nitidez y el despojamiento en la frase a la Hemingway; tampoco le interesaba decirlo todo: sus textos están llenos de huecos que muchos le reprocharon porque le exigían la supuesta ambición de totalidad de un cronista de viajes. La delgada línea entre la ficción y los hechos reales nunca lo inquietaron, se proponía encontrar historias potentes para contarlas de la mejor manera posible. Decía: “Soy alguien tan superfluo que solo me interesa contar historias”. Sin embargo, no concebía el arte de narrar como entretenimiento sino que le gustaba pensarlo como la forma en que el hombre se había salvado de la extinción. Tal vez fue la revolución que Chatwin imprimió al génerpo lo que lo definió como un travel writer.
Tal vez el error haya sido definir a Chatwin como un travel writer porque revolucionó ese género. La necesidad de la clasificación y las etiquetas siempre restringen el campo de acción y la percepción de un mundo. No le gustaba la pretensión detrás de la idea de ¨novela”, prefería la palabra ¨story” y le parecía que ese núcleo podía sostener una estructura enorme y compleja o una sencilla. Investigaba a fondo, salía en busca de la información, investigaba a fondo, entrevistaba a todos y creaba sus personajes, trabajaba las voces y el ritmo con la sensibilidad que lo caracterizaba, y elegía mostrar solo lo que sirviera a su relato. Se guardaba cosas.
En Viaje a Armenia Mandelstam dice “La mirada es un animal noble pero porfiado” y me parece reconocer la mirada oblicua de Chatwin cuando se acerca a sus entrevistados, administra su seducción y modula la distancia, quiere saberlo todo pero se cuida de no ahuyentarlos, nunca es ingenuo.
A pesar de haber sido admirado y requerido por los amigos y las amigas que se rendían a su fascinación, la inteligencia siempre lo protegió y no cayó en la trampa de la identidad o del personaje: la libertad del subterfugio siempre a mano. Hace rato que las fronteras entre los géneros han quedado viejas y se leen con entusiasmo los cruces vitales entre biografía, ficción, ensayo y poesía. La literatura de Chatwin supera cualquier etiqueta o clausura y en cada nueva lectura encontramos a un escritor bastante único en su especie.