Hace casi una década, a Jennifer Beals se le acercaron en la calle dos mujeres de 60 y pico. Eran pareja y lo habían sido durante décadas, pero nunca se lo habían dicho a sus familias... hasta que vieron The L Word. Inspiradas por la crucial serie dramática sobre lesbianas, finalmente habían juntado el coraje para vivir y amar abiertamente. “Debo decir que como mujer heterosexual y cis, es realmente un placer tremendo poder darle algo a una comunidad que me ha enseñado tanto”, dice sonriente la estrella del programa. “Ha sido siempre increíblemente movilizador para mí. Conocer a esas mujeres me demostró el poder que tiene contar historias, y cómo esas historias pueden cambiarnos y empujarnos a la acción”.
El atractivo queer de Beal comenzó hace más de treinta años. En los primeros minutos de Flashdance, entre chispas, mamelucos y melodrama, la actriz –que tenía 18 años- emerge de debajo de un casco de soldador, sacudiendo su cabello enrulado y perturbando la rigurosa masculinidad de la acerera en la que trabaja su personaje. Su antigüedad como icono lésbico ya ha llegado a las cuatro décadas, con The L Word relanzada en la forma de Generation Q. Once años después de que terminara el programa original, Beals retomó su papel de la poderosa galerista Bette Porter, junto a sus alumnas Leisha Hailey y Katherine Moennig, y un nuevo elenco de personajes lesbianas, queer y trans.
La nueva serie comienza con Bette inmersa en la política de Los Angeles y golpeada por una serie de calamidades personales. El programa en sí, mientras tanto, es tan brillantemente errático como su predecesor –profundamente conmovedor y divertido, con una tendencia de salirse de curso cada tanto. Nada en los episodios provistos a la prensa ha sido tan perturbador como la temporada final (de 2009) del programa original, en la que un personaje notoriamente detestado terminó muerto en una piscina. “Incluso con su imperfección, creó muchas cosas buenas”, dice Beal sobre los elementos menos refinados de The L Word. “Sí, era entretenido, a veces medio telenovelesco y a veces un poco farsesco, pero siempre tenía un elemento de verdad. Tenía la habilidad de reflejar a todo un grupo de personas que no siempre habían podido ver reflejadas sus historias”.
Tanto dentro como fuera de la pantalla, Beal transmite calma. Tiene fuertes convicciones, pero las presenta con un arrullo suave y confortable. Es la clase de persona que podría sacarte un ojo de la cara sin que te enojes. Si alguna vez deja de actuar, sería una oradora motivacional espectacular.
Su oportunidad profesional le llegó de la nada. Nativa de Chicago, hija de un padre negro y una madre blanca, Beals estaba estudiando Literatura Estadounidese en la Universidad de Yale cuando se presentó a una audición para su rol estelar en Flashdance. En los años anteriores, había trabajado como extra y como modelo, y actuado en teatros locales, pero Flashdance era por mucho su oportunidad de más alto perfil. Interpretó a Alex Owens, que de día trabajaba como soldadora y de noche como bailarina exótica, y que soñaba con una carrera como bailarina profesional. El film era la encarnación de los excesos más extravagantes del cine de los ’80: peinados voluminosos, una canción pegadiza y un productor notoriamente fiestero como el fallecido Don Simpson.
También es el único papel de ese tipo en el currículum de Beals. Una vez que se estrenó la película, ella rechazó ofertas de trabajo adicionales y regresó a sus estudios, y sólo regresó para aparecer en películas independientes y de autor, y fallidos admirables como Vampire Kiss, la película de terror de Nicolas Cage (1989). Sus colaboradores incluyen a Quentin Tarantino (en Cuatro habitaciones, de 1995), Alan Rudolph (en Mrs. Parker and the Vicious Circle, de 1994), Whilt Stillman (The Last Days of Disco, 1998) y el pionero de la nueva ola francesa Claude Chabrol (Corporación para el crimen, 1990). Ella le acredita a su relación con el cineasta de culto Alexandre Rockwell, con quien estuvo casada entre 1986 y 1996, porque estuvo expuesta a la clase de trabajos que eventualmente la llevarían a sus experiencias creativas más satisfactorias.
“Estar con un autor era realmente excitante”, recuerda. “Estuve expuesta a la comunidad del cine independiente gracias a mi relación con él y creo que no habría pasado si no me hubiera casado con Alex. Conocí a la gente que él conocía y que se convirtió en nuestro círculo. Fue por estar en Sundance en su momento, antes de la feria de medios que es hoy, cuando los cineastas realmente podían ir a almorzar juntos, pasar el rato y compartir ideas. Y eso me resultaba atractivo (como actriz), poder estar en una visión concentrada”. Pero seguramente debe haber enfurecido a sus agentes de ese momento que rechazar oportunidades lucrativas en favor de esfuerzos más artísticos, ¿no? “Nunca me rodeé de personas que fueran a cuestionar eso”, responde.
Mientras que su matrimonio con Rockwell le dio a Beals educación cinéfila, The L Word la formó como activista y aliada. “No sabía nada antes del programa”, se ríe. “De verdad, nada”. Describe sus primeros años de adultez como “una ermitaña dentro de mi propia burbujita”, muy educada pero ignorante en cuanto a política. “Había vivido en Nueva York y obviamente estaba al tanto de la epidemia del sida, pero realmente no entendía las políticas en absoluto. No fui un animal político durante la mayor parte”, recuerda.
Dice que esa falta de conciencia siguió durante un tiempo mientras llegaba a The L Word. En lugar de reconocer cuán integral era la sexualidad de Bette para su visión del mundo, Beals se enfocó en investigar la vida profesional de su personaje. “Ni siquiera pensaba demasiado en que ella era lesbiana, lo cual es muy tonto de decir”, explica. “Me estaba preparando para el rol principalmente como galerista y alguien involucrada con el arte porque era un mundo que no conocía demasiado. Poco antes de comenzar a filmar, su marido se inclinó para besarla en un restaurant y a ella se le ocurrió algo. “Si hubiéramos sido una pareja gay, esa acción habría sido un asunto enorme en ese restaurante en particular, y potencialmente algo peligroso. Ese fue el primer despertar”.
Beals habla con orgullo de lo que sucedió después, desde trabajar para la campaña de Obama en 2008 hasta alinearse con activistas trans y participar de las protestas en Standing Rock. “The L Word me enseñó a ser de ayuda en todo lo que pueda”, explica. “Fue toda una educación. Ciertamente no es que ahora sepa mucho, pero sé más, y sé que debo seguir siendo curiosa y humilde en mi ignorancia, y dedicada en mi deseo de ser de ayuda. Tenemos un largo camino por andar, todos nosotros”.
La primera tanda de The L Word coincidió con la administración Bush, antes de cerrar justo después del comienzo de la de Barack Obama. Generation Q coincide con los últimos meses del primer mandato de Donald Trump. Parece una reacción deliberada contra la cultura un show protagonizado por personajes queer en un momento en que los derechos queer se sienten más amenazados. Beals concuerda.
“Creo que el programa es particularmente necesario en momentos así, pero también creo que las historias queer son siempre necesarias porque son una contra narrativa a la narrativa heterocéntrica”, dice. “Nunca hay demasiadas historias de amor. Nunca dudaríamos sobre tener otra historia de amor hetero, porque ese es el modo en que la cultura nos ha enseñado, ¿no? Entonces, siento que nunca habrá demasiadas historias sobre la comunidad queer, porque no es un monolito. Hay muchas historias para contar, así que necesitamos seguir contándolas. No sólo para el beneficio de la comunidad queer sino también para todos aquellos que no están en ella, para cambiar el paradigma de pensamiento”. Suspira. “Nos beneficia a todos”.
* The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.