¿Qué es un clásico? Persépolis, la historieta, parece haber cumplido con aquellos méritos que anotara Jorge Luis Borges acerca del enigmático origen de ese tipo de fenómeno: fue leída con “previo fervor” y hoy, veinte años después, se la sigue leyendo con “misteriosa lealtad”. Las razones por las cuales esa obra creada por la dibujante, pintora y también cineasta iraní Marjane Satrapi, superó “la prueba de la soledad de las bibliotecas” y la apatía “de generaciones de hombres anónimos”, son múltiples.
Aparecida en Francia a través del sello independiente L'Association entre los años 2000 y 2003, Persépolis narra el derrotero de una mujer desde su infancia hasta su madurez en paralelo con su descubrimiento/entendimiento de la intrincada historia política, económica y cultural de Irán, esa “tierra-imperio” donde se derrama de la misma copa “dios, la guerra y el vino” según citan los versos de Omar Khayyam.
Ese relato de vivencias, ese monólogo interior dibujado con una aparente inocencia en el tratamiento del blanco y negro pero con un espíritu poderosamente moderno, llegó junto al inicio de este siglo con una carga pesada de novedades: el mundo no conocía hasta entonces la voz creativa de una mujer iraní, y el mundo no sabía hasta entonces que la historia profunda de una nación también podía ser desentrañada y enseñada a través de viñetas. Persépolis llegó con todo eso, y algo más: un relato verídico sobre la lucha por la libertad en un exótico país de Medio Oriente, todos asuntos siempre caros al corazón romántico europeo. Y fue un verdadero éxito, de ventas, de premios y de lectores.
Los cuatro tomos de las memorias de infancia que escribió y dibujó Satrapi en altillos alquilados de París al llegar a la Escuela de Bellas Artes en 1994 (“Cuando era estudiante tenía clara una cosa: iba a ser pobre. Viviría en una buhardilla, comería siempre pasta y nunca iría de viaje, pero trabajaría en lo que me gustara. Con Persépolis, ni siquiera pensaba que encontraría un editor. Creía que haría cincuenta fotocopias para que las leyesen mis amigos”) describen los ciclos vivenciales de una niña rebelde criada en una familia de la burguesía ilustrada de Teherán. El carácter cuestionador de formas y costumbres del personaje que está marcadamente presente a lo largo de toda la historia, tanto en la niñez y en el período de la preadolescencia (de los 10 a los 14 años en Teherán) como al narrar (de los 14 a los 26) el tránsito adolescente y el ingreso a la madurez, fue bautizada por los españoles como la Mafalda iraní cuando la historieta alcanzó las librerías de ese país.
Mientras la protagonista se desarrolla –intelectual y físicamente–, mientras lee a Zaratrusta, a Marx, a Bakunin, mientras participa junto a sus padres de las protestas femeninas en las calles por el uso del velo y otras injusticias, mientras comprende las intrigas familiares, advierte las internas políticas, certifica persecuciones y detenciones, mientras se lanza a fumar y se acerca a las drogas (“Mi primer gran paso a asimilar la cultura occidental”), mientras colecciona posters prohibidos de Iron Maiden, se enamora, se casa, se angustia y termina con el vínculo (“El hombre tiene el derecho al divorcio”, se lo advierte su padre), Marjane sufre entre tanto las vicisitudes políticas de su país que se agrandan como el talle de su ropa. En este sentido, es ejemplar cómo Satrapi narra en una sola página la transformación física del personaje entre los 15 a los 16 años, resumiéndola , con ironía de esta manera: “La fealdad en constante renovación”.
El ciclo narrativo de Persépolis arranca al derrumbarse el reinado del Sha Mohammad Reza Pahleví, opresor y asesino que se aferró al poder durante 50 años, y en el momento en que comienzan a soplar nuevos aires tras la vuelta del exilio del Ayatolá Jomeini. Así nace la revolución y se proclama la primera República Islámica en Oriente. Es el año 1979, la esperanza. Luego vendrá el desasosiego durante la década del 1980: junto al exceso de políticas restrictivas (la obligación del velo de las mujeres, la imposición religiosa, etc.), y la creación del enemigo interno, comienza la guerra con el Irak de Saddam Husein de non sanctas relaciones con Estados Unidos, con mercenarios vendedores de armas letales y con empresarios sedientos de petróleo. Más tarde llegará la decepción marcada por el asalto a Kuwait por las fuerzas de Husein y el inicio de la Guerra del Golfo. Al llegar a ese último escalón de la historia política, Marjane se divorcia y con casi 30 años, decide dejar su tierra para radicarse definitivamente en Francia. “No solo nos aplastan los gobiernos, sino el peso de nuestras tradiciones”, reflexiona su padre acaso para explicar el forzado destierro de su hija. Desde el corazón cultural de Occidente, desde ese lugar y desde esa perspectiva, es que Marjane Satrapi levanta su voz para dar testimonio de su vida, dato que no es menor a la hora de leer y releer Persépolis.
Cuando su grito creativo salió a la luz en el 2000 (otras de las razones de su éxito), iluminó inevitablemente otro escenario, acaso tan complejo como el vivido durante su infancia: Occidente renovaba la embestida geopolítica contra los territorios de Medio Oriente identificándolos –según la verba de Bush hijo– como parte del “Eje del mal”. Es decir, Persépolis como toda obra clásica nació junto al fervor suscitado por lecturas inagotables en medio de la cruzada por las armas de destrucción masiva. Poniendo de esta manera a prueba tanto a los lectores que advertían el discurso demonizante de las grandes potencias como a los defensores a priori de las tradiciones conservadoras. Todos encontraban en la historieta de Persépolis puntos de discusión y cuestiones centrales: el uso del velo, el rol de la mujer, su sexualidad, el islam como destino y las prohibiciones individuales. La obra de Satrapi en el fondo argumentaba contra la idea falaz de la globalización.
¿Y QUIÉN ES ELLA?
Hace apenas unas semanas el diario español El país publicó una entrevista a la artista iraní (conocida renuente a este tipo de tareas) con motivo de la salida de su nueva y quinta película, titulada Radioactive y basada en la vida de Marie Curie, símbolo, junto a Simone de Beauvoir, de la niña de la historieta.
En la fotografía de tapa se la observa a sus 51 años, vestida totalmente de negro, casi dark (borceguíes con plataformas y calzas) y mirando hacia la cámara acaso como compartiendo una sospecha: ya no dibuja historietas. Después de Persépolis (aunque publicó dos obras más, Bordados y Pollo con ciruelas) se dedicó con exclusividad al cine: “En un momento dado me propusieron hacer Persépolis en película. Y yo pensé: ¿Para qué? ¿Para qué pasar tres años con una historia a la que ya le había dedicado cuatro? Al mismo tiempo, una voz me decía: Te pagarán para que aprendas un nuevo oficio, sería una pena desaprovecharlo. La gente va cinco años a la escuela de cine y debe esperar quince para hacer la primera película. En el peor de los casos habrás hecho una mala película, pero habrás aprendido algo. Y la hice”.
La película animada Persépolis (codirigida con Vincent Paronnaud) obtuvo ex aequo el Gran Premio del Jurado en el Festival de Cannes de 2007, recibió una candidatura a la Palma de Oro y fue nominada a los Oscar. Luego llegó, también junto a Vincent Paronnaud, y siempre ligada a Irán, Pollo con ciruelas (2011) que narra las diversas muertes imaginadas por el violinista Nasser Ali Khan. En 2012, ya como responsable absoluta de la dirección, filmó La banda de jotas (2012) siendo ella uno de los tres personajes y la comedia de terror Las voces en el 2014.
Al referirse a la obra que la lanzó a la fama mundial en su lengua adoptiva, el francés (aunque habla seis idiomas incluido el farsi, el sueco, el alemán y el italiano), pareciera que lo hace desde lejos: “El éxito me llegó muy rápido. Cuando terminé Persépolis, me pregunté quién iba a publicar estas cosas y quién las leería, aparte de las trescientas personas que compraron mi libro. Pero después, ahí está. El éxito llegó, inmenso. Pero no me hablen de historieta, se acabó”. Y esa decisión la resume de la siguiente manera: “Soy como un auto sin marcha atrás, siempre tengo que avanzar. En mi vida nunca miré para atrás. Ya no tengo ganas de hacer historietas, y si no te interesa hacer algo, mejor no hacerlo”.
Sin embargo el lector de Persépolis –ese que la leyó en tomos separados cuando llegó a la Argentina en 2005 a través del sello Norma, con una traducción gallega apenas soportable– y que hoy ve a Satrapi casi como una estrella de cine, sabe que esa mujer nunca dejará de parecerse a la Marjane dibujada, no sólo por el oscuro lunar que porta en su cara o el incorregible pelo negro arrebatado, sino por su saludable pensamiento irreverente: “No hago concesiones. Siempre digo lo que pienso. El objetivo en la vida no es complacer. Hasta cierta edad tuve la impresión de prostituirme, y un día, en mi ventana, mirando a los transeúntes, me pregunté si me gustaban todos. La respuesta fue no. Odio al 90% de las personas, tengo simpatía por el 8% y realmente me gusta el 2%. ¡Si no me aman, es una pena y se van a la mierda!". Su irreverencia a preceptos establecidos no sólo está reservada a cuestiones de índole personal, también aparece cuando se la consulta sobre cuestiones políticas. Satrapi parece no haber perdido la solidez de sus argumentos sobre sus tierra y sus costumbres ni aún cuando la prensa la considera hoy artista franco-iraní. Por ejemplo, cuando se le preguntó por el uso del velo que aún muchas mujeres musulmanas exhiben por las calles de Francia, Satrapi respondió: “Yo estoy totalmente en contra del velo. Sé lo que quiere decir: que yo, como mujer, soy un objeto sexual y que este objeto sexual no debe verse porque si se ve un solo pelo puede provocar una erección general en la calle. Detesto el velo. Pero más importante para mí, más importante que lo que yo deteste, son los Derechos Humanos y un texto escrito en Francia que dice que la gente tiene el derecho a ejercer la religión que quiera y a vestirse como quiera. Como considero que los Derechos Humanos son superiores a mi punto de vista personal, pelearé por que esas mujeres puedan llevar el velo aunque yo lo deteste”.
Satrapi nació en 1969 en Rasht, la ciudad más grande de la costa del mar Caspio, sin embargo fue criada en la industriosa Teherán. Allí estudió en colegios privados bilingües y laicos hasta la llegada de la revolución que impuso otro tipo de enseñanza basada en el estudio de las tradiciones históricas religiosas. Vivió en la capital hasta casi la adolescencia cuando sus padres decidieron que continuara los estudios en Suiza, hasta que años después llegó a Francia donde comenzó la carrera en la Escuela de Artes Decorativas.
En París tomó contacto con los integrantes del sello independiente L'Association, entre los que se destacan los historietistas Laurent Chabosy y David Beauchard, más conocido como David B. y autor de una historieta nodal de la llamada narrativa del yo europeo, también llamado relato autobiográfico o (como prefieren imponer las editoriales) novela gráfica: La ascensión del Gran Mal (1996), aventura de tensión iniciática donde la epilepsia, enfermedad sufrida por su hermano, que vertebra el eje de una narración de infancia y adolescencia. Originalmente publicada en seis tomos, terminó siendo editada en un sólo volumen, recientemente reeditado en castellano, bajo el título de Epiléptico. Según Satrapi, el alma mater de Persépolis fue David B. quien no sólo la ayudó en la construcción y ordenamiento de la historia, sino que fue el responsable de darle las herramientas necesarias para que esa joven extrajera, que no creció leyendo historietas y que de este arte apenas había visto algunas paginas de Tintín (“Una historia que siempre me pareció demasiado boba, además de no tener ningún personaje femenino con el que pudiese identificarme”), creara la primera historieta iraní. La dibujante sostiene que Persépolis nació de una necesidad: exorcizar de una vez por todas la pregunta que la perseguía desde su arribo a Francia: ¿qué es ser iraní? Más allá de la bonita historia de la artista sin experiencia previa y poseedora de un talento repentino, es notorio -y vasta con mirar una par de páginas, algunos planteos gráficos y resoluciones-, que el dibujo en Satrapi no sólo es emoción, sino también una esforzada técnica.
“Primero pensé que los cómics eran para adolescentes, sin embargo después de leer Maus me di cuenta de que las historietas son además un medio para expresarte, y eso fue una revelación”, contó alguna vez invitada a Estados Unidos. La mención a la monumental obra de Art Spiegelman (inolvidable relato de las vicisitudes de sus padres sobrevivientes de los campos de extermino nazis y la primer historieta en ganar un Premio Pulitzer), no es casual. Persépolis es, qué duda cabe, la gran deudora de la narrativa experimental del norteamericano porque, acaso sin saberlo o sabiéndolo más tarde, la obra de la iraní y Spiegelman comparten un objetivo fundamental de este llamado género autobiográfico (luego diluido en dramas existenciales privados): describir la perversa insensatez de los hombres.
Persépolis, la historieta, mereció en 2001 durante el Salón del Comic de Angouleme el Premio al Autor Revelación por su primer tomo, y obtuvo un año después el Premio al Mejor Guión por el segundo volumen. En tierra yanqui la obra de Satrapi fue nominada dentro de los Premios Eisner en 2004, para las categorías de Mejor Novela Gráfica y Mejor Obra Extranjera, merecimiento que repitió en 2005 en la categoría de Mejor Obra Extranjera. En España estuvo en la lista de los Premios del Salón del Cómic de Barcelona en la categoría de Mejor Obra Extranjera de 2002. Desde su aparición lleva ganados el Premio Harvey a la Mejor Obra Extranjera en 2004, y en España el Primer Premio de la Paz Fernando Buesa Blanco. “Durante un tiempo justifiqué el éxito diciendo que era porque era una mujer o porque era iraní, pero pienso, sin arrogancia, que hice un buen libro”.
UNA MISTERIOSA LEALTAD
La importancia de Persépolis dentro del universo de la historieta no puede soslayarse. Si bien comparte espejo con Spiegelman en cuanto al espíritu con que describe, el tratamiento de la narrativa histórica y de la interpretación política que desarrolló Satrapi a partir de un relato de aparente inocencia, entornó algunas puertas que luego otros abrieron de golpe.
Uno de ellos fue Joe Sacco, con sus poderosas crónicas periodísticas en tierra Palestina y en la franja de Gaza. Sacco supo entender que la historieta como arte llevada hacia las difíciles zonas de la no-ficción (las guerras, las dictaduras, el espionaje, el periodismo) exigía como imperdible material reflexivo contar aventuras a cielo abierto, es decir, una narrativa que, por sobre todas las cosas, testimoniara la existencia pero en función de los otros.
Para bien o mal, aquel gesto de sacar a la historieta a la calle en aparente oposición a la aventura pura (Tarzán, los piratas, los barcos y los ratones habladores), mutó extrañamente en otros autores como signos de los tiempos, hacia relatos de interior, donde la acción se concentró en un yo a veces más grande que el drama existencial mismo. De todas maneras, la luz que encendió Satrapi todavía sigue iluminando. En Argentina hay, saludablemente, ejemplos donde sobrevuela aquel espirito renovador: el interesante trabajo de Nacha Vollenweider titulado Notas al pie, y la imprescindible serie Dora, de Ignacio Minaverry.
Los libros no envejecen, a lo sumo dejan de irradiar las motivaciones por las cuales fueron escritos. Incluso la imitación de una joya si pierde el brillo de su artificio, la memoria lo suelta. Leer Persépolis 20 años después, ahora en edición concluyente del sello Reservoir Books (cuatro libros convertidos en un sólido y voluminoso tomo) con una nueva y necesaria traducción al español de Carlos Mayor (acostumbrado a lidiar con versiones al castellano de novelas de Kipling, Salgari o Thomas Hardy), es verdaderamente una experiencia necesaria para entender por qué algunos libros despiertan el fuego de la lealtad: ese misterio por el cual se los seguirá leyendo.