Desde Santiago.La historia de Camilo Parada Ortiz está surcada por la tragedia chilena. Su abuelo materno Fernando estuvo desaparecido y luego fue asesinado por la dictadura de Pinochet. Su padre José Manuel apareció degollado nueve años después cuando el régimen militar ya planificaba su retirada. De esas militancias en el Partido Comunista, entre la clandestinidad y la superficie, él tomó fuerza para transitar la suya y hoy trabaja en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos en esta ciudad. Hace ocho años se desempeña en el área de Producción y Gestión Cultural de ese espacio creado durante la presidencia de Michelle Bachelet.
-¿Cuál es su actividad específica en el Museo?
-Somos un equipo de tres personas que nos encargamos de las actividades de extensión por fuera de la museografía, ya sean ciclos de teatro, cine, música, lanzamientos de libros como simposios académicos. En este último tiempo estamos intentando relacionar las violaciones de los derechos humanos en el presente con las pasadas tratando de crear un puente y no nos ha sido fácil por cierta resistencia interna, porque hay discusiones internas, pero ese es el objetivo que nos hemos dispuesto en este último tiempo.
- ¿Puede reseñar las historias de su abuelo y su padre?
- Yo nací en octubre de 1975, es decir dos años después del golpe militar. Mi abuelo materno Fernando Ortiz acababa de ser nombrado secretario general de la segunda dirección del Partido Comunista en la clandestinidad. La primera dirección había sido desbaratada, hecha desaparecer en parte, porque fue apresado su secretario general a quien luego lo intercambiaron por un espía de la CIA en el Muro de Berlín. A mí abuelo lo agarraron en el 76 en la calle Larraín, en el sector de La Reina, un barrio pequeño burgués que hay en Santiago junto a varios compañeros y fue llevado al cuartel Simón Bolívar también en la comuna de La Reina, que fue muy conocido por la crueldad de las torturas donde a los presos se les inyectó hasta mercurio, hubo métodos de una crueldad inenarrable y él fue un detenido desaparecido para nosotros.
-¿Pudieron encontrarlo?
- Mi madre, mi abuela, mi tía buscaron el paradero de mi abuelo pero nunca más supimos de él hasta llegada la democracia. Empezó a haber información en mesas de diálogo que se hicieron, se supieron algunas cosas y comenzaron a aparecer osamentas en la Cuesta Barriga, en minas donde habían removido la tierra y encontraron el pedazo de un dedo, un pedazo del cráneo, pero le pudimos dar una ceremonia de entierro al abuelo junto a dos militantes más, uno comunista y otro del Movimiento de Izquierda Revolucionaria cuyos cuerpos fueron encontrados en el mismo lugar.
-¿Y su padre?
- Mi padre trabajaba en la Vicaría de la Solidaridad, un organismo de la iglesia relacionado con los derechos humanos. Él también era comunista, sociólogo y se encargaba de los archivos de la Vicaría. Es decir, de sistematizar y tratar de buscar una metodología para conservar todos los datos de denuncias de familiares y cotejarlos con la información que se tenía de los centros clandestinos de detención y tortura. El 29 de marzo de 1985, en el caso que se conoce como Los degollados, él fue secuestrado por un operativo de carabineros en la puerta de nuestro colegio, donde estudiábamos con mi hermana. Conversaba con Manuel Guerrero que era un dirigente del profesorado y también militante comunista que había sido sobreviviente de un campo de concentración. En un operativo con helicóptero incluido bloquearon las calles aledañas, secuestraron a mi padre y a Guerrero. Los cuerpos junto al de un publicista que se llamaba Santiago Natino los dejaron a la vista. No los escondieron, lo hicieron para amedrentar.
-¿Su historia y su militancia en el movimiento Anticapitalista bien puede explicarse por ellos?
- Por supuesto, es parte de mi ADN, de una historia de luchadores sociales y determina de alguna manera cómo uno se posesiona frente a las escandalosas violaciones a los derechos humanos que se han cometido de manera muy patente desde el 18 de octubre pero también hacia atrás. El estado chileno no ha cesado de violar los derechos humanos. El fin de la dictadura no significó el fin de los crímenes de lesa humanidad que siguen aun hoy: que se concentran en el territorio mapuche y con la represión permanente donde hay desaparecidos en democracia, o contra personas que han sido expulsadas por carabineros en tomas de terrenos y eso ha generado un cultivo desde el retorno de la democracia hasta ahora.
-¿Cómo es que posible que estos resabios del pinochetismo perduren hasta hoy en la sociedad chilena, incluso que determinados sectores reivindiquen abiertamente a la dictadura militar?
-Creo que en parte es por cómo se llega al fin de la dictadura, que es una negociación política. El dictador lo hizo posible con algunos sectores de la oposición y uno de los temas de discusión era no tocar las estructuras de las fuerzas armadas. Estas siguen igual, con los mismos generales, con los mismos represores presentes. Pinochet pasó a ser designado senador vitalicio, con lo cual hubo una negociación completamente favorable a la derecha pinochetista que impuso los términos de la constitución de 1980, que tiene un epicentro ideológico neoliberal y que haría casi imposible cambiar la constitución si no hubiera ocurrido un estallido como el que tuvimos hasta ahora. Por otro lado, el modelo neoliberal se instaló de tal forma que quedó naturalizado.
- ¿Cómo se explica que treinta años después de la dictadura recién ahora se hable de que Chile despertó?
- Por las desigualdades sociales y económicas, por la desigualdad para poder acceder a derechos básicos hoy en día, porque el sueldo mínimo no alcanza para completar una canasta básica. Entonces el hartazgo viene de no poder más, porque las pensiones son una humillación de 80 mil o 100 mil pesos y la gente tiene que inventarse. Si uno pasea por la calles de Santiago ve abuelos que se juntan para poder subsistir porque no viven con la plata que reciben. Hay una salud pública que funciona aunque permanentemente está siendo atacada, precarizada.
-¿Pero las condiciones objetivas existían en buena medida hace treinta años. Faltaban las subjetivas, como el papel del movimiento estudiantil, las mujeres, la fuerza de la calle?
-Hay generaciones que nacieron después del 90 y el miedo, el terror a la violencia represiva del estado no lo vivieron. Aquí el miedo al aparato represivo del Estado ha sido empujado por los secundarios y las secundarias, es decir por los estudiantes en el ciclo de finalización del colegio. Niños de entre 14 y 18 años impulsaron las últimas grandes protestas. Este año empezaron a saltar los molinetes, pero no porque los afectaban los 30 pesos más del pasaje, aunque sí a sus padres y madres trabajadoras. No tenían el ADN de la represión en su memoria, no tienen miedo por eso.
-¿Qué se puede ver en el Museo de la Memoria y los Derechos Humanos?
- Tiene una narrativa museográfica que intenta contar los hechos de violaciones a los derechos humanos desde el inicio del golpe militar de 1973 al plebiscito de 1989. Se empieza con el bombardeo a la Moneda y pasa por los distintos momentos represivos que tuvo la dictadura. La represión a los partidos socialista, comunista y de la izquierda revolucionaria, la solidaridad internacional, y esa narrativa está en disputa, es criticable y discutible porque deja cosas afuera desde mi punto de vista. Como el papel de las mujeres en las luchas por los derechos humanos, en tanto familiares de las víctimas y organizadoras de ollas comunes que en el año 80 se hicieron en plena crisis económica debido a la imposición del modelo neoliberal de la dictadura, justo la época en que los Chicago Boys entraron al gobierno de Pinochet.