Anoche, tratando de hacer, en silencio, el recorrido desde el comedor al sótano, sin encender la luz, me rozó una pequeña araña con alas, casi una mariposa, casi la misma mariposa que oculta con bastante eficacia su condición de dragona. A veces, en el patio, la he visto levantarse entre los malvones, o salir de las flores de calabaza. Me deja claro que no se ha ido, aunque evita, por todos los medios, mirarme a los ojos. La noche empieza en ese punto. Aquí y allá, arriba y abajo, adentro y afuera es la evaporación alquímica del té de karma.
Me rozó con su ala dragona y bajé por la escalera del sótano a otro país. Muy parecido al mío. Cualquiera podría pensar que era el mismo sótano de siempre, en el mismo país de siempre, colmado del té verde de siempre, pero yo vivo y dejo vivir. Que cada quien piense lo que pueda. Otra cosa son las otras cosas. Como decía, anduve al azar por el sótano, con el té al cuello, y encendí las velas aromatizadas que me regaló Eduardo.
Era casi imposible reconocer ese país que cabía en mi sótano. Me habría podido extraviar o ahogar tranquilamente si no hubiera mantenido en la memoria al sótano de mi propio país, que resultaba una réplica exacta de éste. La confusión podría haber sido letal si no me hubiera mantenido en mi eje porque, las similitudes, capciosamente flagrantes, me hubieran podido llevar al desquicio. 0020 voy a saltar este código. No me acercaré. No rondaré esos números neurosis, porque sé de la gran imaginación de mis temores numéricos.
No me quejo del trabajo geográfico, ni de la pereza deportiva, ni de las ocho o nueve horas que pasan todas juntas sin una pausa, más o menos perceptible, entre ellas. No sé qué pensarán los lectores lineales ni los no lineales. Lo cierto es que en apariencia el sótano era el mismo, el té era el mismo, la dragona era la misma mariposa de siempre, sólo cambió el país.
La mariposa fue poblando de peligros el sótano de los dos países. Con su levedad y su inocencia, iba tendiendo trampas de las que muy difícilmente podía salir. Cuando rozaba con una de sus alas el polvo de algún mueble, dejaba una huella que modificaba por completo mi memoria de ese país. Entonces, no sabía en cuál de los dos estaba. En uno de ellos, me mordió la dragona. Me dejó una cicatriz horrible, aunque, para mi fortuna, invisible e indolora.
Ahora pienso si acaso esa pequeña dragona fue aquella niña que me besó por primera vez. Recuerdo que el nerviosismo de unir los labios nos llevó a hacerlo con tanta fuerza que nos lastimamos. Y fue dulce la sangre. Terrible el secreto. De cualquier manera, tengo mucho cuidado de que en casa nadie advierta su presencia. Las pequeñas dragonas de su séquito son tan parecidas a los mosquitos que a nadie le llamarán la atención. Igualmente me voy preparando para las posibles bajas, porque no podré garantizarles la supervivencia a todas si, acaso, deciden imitar el comportamiento picoso-succionador de sus símiles. Pero internamente confío en la inteligencia superior de estos seres capaces de semejante proceso mimético para confundirse con lo que es común y corriente en este mundo.
Anoche, en ese otro país, la mariposa voló alrededor de mi equívoco, y hubo un cortejo de transmutaciones donde una mariposa era todas las mariposas, todas las dragonas eran una dragona, y los dos sótanos eran el mismo sótano. Las horas de la noche no podían pasar al día y las horas del día no podían pasar a la noche. Pero no me quedé con eso. Coloqué las horas pares en el sótano de un país y las horas impares en el sótano del otro. Esta experiencia, por fuera de todo campo físico y matemático, se dio gracias a un exhaustivo proceso alquímico-poético. Lo que una vez más me llevó a pensar en lo imprescindible del arte en general, pero por sobre todo, del arte de la palabra escrita. El arte de leer. Y no dejaré fuera de todo esto a los números, porque ellos, como queda claro, también tienen derecho de salir de su estrechez numérica.
0020 es muy poderoso para mí. Le tengo un respeto absoluto. Lo activo en momentos de extrema necesidad porque su poder expansivo puede modificar el mundo para siempre. Mantengo alejada a la dragona de éste y otros códigos sagrados, porque todavía no me siento completamente habilitada en el uso responsable. Paso de la compulsión a la desesperanza con bastante dinamismo y la cosa no va por ahí.
Calibrar los ejes de la máquina me lleva un tiempo infinito y a veces trae recuerdo, otras veces, los códigos numéricos. Igualmente, ahora estoy en la cuestión del sótano y la niña que me besó en un excusado o bajo la luz tenue de las velas aromáticas que me regaló Eduardo. No diré su nombre de diosa griega. Ni describiré sus cabellos negros, sus ojos intensos, su violento amor de once años invadiendo el patio de mi casa, queriendo más y más sangre en los labios. Nuestro amor no nos impedía enamorarnos de Orlando. Nos besábamos pensando que él era yo, o era ella, que ella era yo, o yo era ella. Ahora, Orlando es poeta y ella... ¿Y ella?