Cuando Juan Bautista Alberdi escribe sus Bases y puntos de partida para la organización política de la República Argentina procura dotar a la nación del alimento normativo imprescindible para concluir décadas de colisiones fraticidas. La imposibilidad de elaborar un texto constitucional consensuado había sido la principal controversia en la gran patria rioplatense luego de haberse roto el vínculo colonial con el imperio español. Los fracasos rivadavianos de 1819 y 1826, y la perseverante reluctancia de Rosas para avanzar en esa empresa institucional eran el desolador antecedente sobre el que el tucumano esgrime su propuesta.
Sin embargo, esa larga serie de extravíos no podía centralmente imputarse a flaquezas dirigenciales, sino que el fallido provenía de una inadecuación filosófica. Como todos los miembros de la Generación Romántica del 37, Alberdi condena lapidariamente al movimiento iluminista precedente por su racionalismo formalista, incapaz de indagar con suficiente pericia las particularidades idiosincráticas de estas tierras del Sur.
Si Rosas había retaceado su voluntad política, los unitarios habían padecido ceguera conceptual para percibir que una buena constitución solo puede prosperar en la medida que esté inspirada en el valor fundante de la originalidad. Ingrediente historicista insoslayable que consiste en ensamblar los criterios motrices de una modernidad indetenible con la especial morfología social de la vida argentina.
He allí entonces un núcleo fundamental de la tarea, ligar un sendero de desarrollo cuya axiomática solo puede pensarse en clave universalista con un singularismo institucional que debe articular con fino equilibrio el centralismo disciplinador que exige la tradición unitaria con el sabio respeto al horizontalismo regionalista que impulsan una extensa lista de voceros del federalismo. No es casual por supuesto que este texto sea ofrecido oportunamente a Justo José de Urquiza, caudillo ubicuo que tiene para Alberdi las virtudes justas para la hora. Esta dispuesto a dejarse penetrar por los venturosos influjos del progreso pero simultáneamente es apropiado intérprete de esa veta cultural profunda que anida en las masas rurales del interior del país.
Sin embargo, esta obra liminar excede su condición de pulmón intelectual y jurídico de una nación atribulada, y puede también leerse como un paradigma indiciario de una cosmovisión omnisciente que moldea las convicciones de la enorme mayoría de las elites dirigentes latinoamericanas del siglo XIX y principios del XX.
Esa trama analítica tiene tres primordiales componentes. En primer lugar, una visión despectiva de la tradición hispánica, vehículo del feudalismo, el despotismo monárquico y el dogmatismo religioso como causas de los pesares políticos americanos. En segundo lugar, una certeza absoluta sobre el purificador avance de la modernidad en curso, transitar perfectivo de las sociedades que augura un destino placentero de república y capitalismo. Y por último, un contraste nítido entre el ejemplo luminoso que emana de los países pujantes del norte y el empantanamiento ominoso de una América Latina en apariencia condenada al barbarismo cultural.
Despliegue de la razón instrumental en clave científica, liberalismo económico estricto como despertador de las fuerzas productivas y occidentalismo axiológico eran las bases infalibles para sacar a nuestro continente de un lastimoso calvario civilizatorio.
Este paradigma liberal progresista gobernó hegemónicamente la autopercepción latinoamericana durante prolongados años y solo pudo desplomarse al calor de un acontecimiento que vulneró sin retorno toda esa malla conceptual. Nos referimos por cierto a la Primera Guerra Mundial, que fue refutando con la expeditiva contundencia en los hechos aquella suma de principios. Para empezar, la perfectividad creciente de la humanidad quedó como un bastión filosófico ya insostenible, visto el escándalo moral de millones de cadáveres desacreditando toda confianza en la cualificación incremental del género humano. Para seguir, la sofisticación tecnológica ya no era sinónimo de bienestar sino de capacidad de exterminio; precisos utensilios de combate al servicio de un aniquilamiento inigualadamente masivo. Y para culminar, y esto es lo que más nos interesa aquí, las naciones responsables de tan espantoso escenario no eran aquellos pueblos sindicados hasta entonces como salvajes, sino los países que blandiendo las banderas de la democracia y el progreso eran ahora artífices de un espeluznante retroceso social.
Drásticas mutaciones se desatan tras esas dramáticas circunstancias, y una de ellas es la manera en que América Latina reconsidera su lugar en el mundo. De minusválida expresión de un Occidente que la observa con desdén, a reservorio cultural de una regeneración política y moral que puede auxiliar a un planeta vaciado agudamente de sentido. Lo que en parte ya había insinuado Manuel Ugarte lo consolida Víctor Raúl Haya de la Torre y el surgimiento del aprismo.
Singularismo filosófico americano destinado a parir soluciones para la humanidad distintas al liberalismo en decadencia, al fascismo europeo y al propio comunismo que se expande desde Rusia. Bajo un formato antimperialista, sistemas conceptuales inéditos comienzan a bosquejarse, con estados protectores de las hasta allí desamparadas masas obreras y campesinas.
El peronismo es la versión más densa y rotunda de esa tendencia, pues además emerge ya no como producto de la Primera Guerra sino de la Segunda, lo que incorpora dos elementos sustantivos. En primer lugar, la sensación de extremo peligro se agudiza, pues ahora toma el rostro angustiante de la devastación nuclear. Y en segundo término, porque tanto los nacionalismos de derecha como el socialismo soviético (vistos ambos en los 20 como cirugías posibles a la implosión del liberalismo) han perdido con distinta intensidad su encanto. Los hornos de Auschwitz y el socialimperialismo stalinista invitan a explorar la lozanía de nuevas fórmulas políticas que puedan rescatar a Occidente de esa paradójica combinación de desconcierto y prepotencia.
Perón en esto es por cierto muy contundente, y asocia el contexto en el cual crea su movimiento con aquel que dio origen al Renacimiento. Etapa dolorosamente oscura de la humanidad que requirió quirúrgicas transformaciones filosóficas e institucionales. La estructura de poder bipolar que surge de la Segunda Posguerra exige no solo la construcción de un bloque tercerista de naciones dispuestas a horizontalizar un sistema de imperial de decisiones, sino además dar a luz un modelo que dé cuenta de las aporías teórico-políticas de los esquemas hasta allí dominantes.
El concepto de Tercera Posición trabaja al interior de esos desafíos y supone resolver tensiones que estaban exhibiendo su costado más inquietante. Podemos llamar armonía, equilibrio o prudencia lo que Perón pregona, punto de síntesis entre la exacerbación liberal del individuo y la sobreestimación de la injerencia del estado. Los que desembocan tanto en un egoísmo competitivo padre de todas las desigualdades o un totalitarismo en ciernes negador de la autonomía de cada persona.
Un modelo entonces en que el capital no explote al hombre ni el estado maniate el ciudadano, y en el cual el concepto de comunidad implique un compromiso no coercitivo del pueblo con un sistema de valores encolumnados detrás de la justicia social. Una épica de la movilización colectiva donde los más humildes van sumando paulatinamente derechos y los poderosos van cediendo sus más flagrantes privilegios.
Perón, es bueno recordarlo, jamás simpatizó con el capitalismo, y toda su preocupación siempre se orientó a sugerir caminos autónomos en donde la articulación entre un estado protagónico y un pueblo organizado garantice una sociedad donde prevalezca la lógica de la equivalencia, pero cuidadosamente atenta a las ricas potencialidades de cada individuo.
El peronismo, por lo demás, siempre fue un proyecto de modernización, pero de una modernización no cientificista, esto es cautelosa frente a la sabiduría de una naturaleza en estado de plegamiento con la dignidad de la persona humana. Una doctrina humanista, pero un sentido que cabe aclarar. No un humanismo prometeico que en su pretensión de control y dominio autodestruye el planeta, sino un humanismo que pone el sostenimiento pleno de la vida en el centro de sus preocupaciones, y que funciona como fuente de un conjunto de bienes y servicios a los que se accede sin jerarquías, ni exclusiones económicas, raciales, étnicas o de género.
Cuando se presentan situaciones insólitas (y, sin dudas, la pandemia del coronavirus lo es), pendulamos entre rastrear herramientas exegéticas inexploradas y permanecer en expectante incertidumbre. Sin embargo, en ocasiones las enseñanzas de nuestra tradición cultural pueden entregar pistas pertinentes. Un comunitarismo no autoritario, un centralidad del estado no panóptica y atenta a la complejidad de nuestro tejido social, un solidarismo que avance sobre las reglas intocables del peor capitalismo, un nacionalismo prudente que ofrezca soluciones al mundo y un humanismo respetuoso de los insondables misterios de la naturaleza.
Esa parece ser la fórmula que en parte aplica con tino el Frente de Todos y el presidente Alberto Fernández, poniendo en práctica las más atendibles directrices del peronismo clásico. Un modelo argentino que poniendo el eje en la salud y la solidaridad tantea una salida en este momento de zozobra, y anuncia un futuro que debe archivar otra vez las recetas de un liberalismo decrépito, pero también la inapropiada tentación de cualquier forma de sofocamiento estatal ahora expresado en clave digital.