Para Ceci Sabatini y Lisandro Lagos
"Muy deseable sería que se recibieran/ en herencia más instintos protectores de la vida”. Sigmund Freud; 1917.
Estamos en un momento de angustia. Se trata de una manifestación de la pulsión de auto-conservación debido a una caída de nuestro sentimiento de poder respecto del mundo exterior. Esto no tiene nada que ver con una situación aprovechable para cambiar cosas y mejorar el narcisismo sino con la relación en menos entre nuestras propias fuerzas y la magnitud de una amenaza.
Realmente nos sentimos embotados, agobiados, no dormimos bien y estamos engordando. Estamos sufriendo. La capacidad de modificar nuestra realidad por el trabajo está inhibida y no tenemos idea de los alcances que tendrá esta impotencia masiva ante lo que nos viene de afuera. Sin embargo, hay un recurso que la especie humana conservó en nosotros para repetirlo en ciertas encrucijadas muy particulares como ésta: detonar la angustia.
La palabra angustia ni se nombra. Está como desaparecida. De todos modos, de la angustia nadie puede sustraerse ya que ha sido incorporada profundamente al organismo por las innumerables generaciones como señal de que nuestra auto-conservación puede ser dañada. Es una advertencia. Es un presagio traducido en alteraciones corporales, sensación de ahogo, falta de aliento vital, aceleración del ritmo cardíaco, pero es también lo que nos abre la posibilidad de salvar la vida, no en el sentido de una salvación religiosa (aunque también) sino meramente biológica; estamos hondamente concernidos como seres vivos.
El psiquismo sería algo así como el ente regulador de la defensa que debemos preparar ante la amenaza; sin embargo, nos complica la operación defensiva con la repetición de una vivencia significativa y pretérita que se extrae de la memoria por la crecida del río de la angustia. La tramitación psíquica en vez de colaborar, nos enrarece, nos desencaja.
La angustia no es la depresión. No estamos deprimidos, estamos angustiados. No es tampoco que somos pesimistas, a quien llamamos pesimista está angustiado.
La angustia es una reacción. Quiere decir entonces que estamos reaccionando. ¿A qué? A una percepción. Pero ¿de qué? De un peligro exterior que amenaza nuestra vida. La angustia es el estado en el que quedamos por esa percepción: ecos en el cuerpo y golpes al alma por haberlo percibido. La angustia es un estado, en el que nos ahogamos, nos hundimos, justo antes de que sepamos cuál es ese peligro. Pero ese estado suspendido, ese instante que cala hondo con su opresión resulta clave y fundamental para encender una pulsión o empuje: la emergencia del instinto de auto-conservación. Y ha sido al unísono: en el mismo instante del encendido se activó la percepción del brete profundo tanto de la supervivencia individual como la de la especie humana.
Nos damos cuenta de que la coyuntura que estamos viviendo ha puesto en juego cruda y realmente cómo vamos a conservar nuestra vida y la de la humanidad. Hacía mucho que no pensábamos en eso, así, de este modo disruptivo, anonadante. Creo que nunca.
Y, encima, esta enfermedad producida por un virus se presenta como representando tan bien la muerte: los médicos aún no saben exactamente cómo es, no hay protocolos establecidos acerca de cómo tratarla, no se sabe cómo va a evolucionar, qué pronóstico puede tener, por qué se reproduce a velocidad de la luz en ciertas zonas y no en otras, cuál es la lógica algebraica de su contagio mimético. No hay saber. Tan similar a como imaginamos la muerte: no se sabe cómo pudo pasar ni es posible saber cuándo nos puede pasar. Es como si nos faltaran instrumentos de todo tipo, simbólicos, espirituales, humanos, científicos, estratégicos, para separar la muerte de una enfermedad viral más de la vida.
Pero este sopor mental y falta de aliento físico que sentimos será sólo hasta que la medicina encuentre la cura. Entonces, en ese momento saldremos del estado de angustia y pasaremos a sentir miedo. Porque el miedo sabe a qué le tiene temor. La angustia no; la angustia sólo sabe poner en on el instinto de auto-conservación que en la infancia humana no se detona solo; por eso, los niños se ponen en peligro sin darse cuenta y necesitan tanta vigilancia y cuidado atento –es una reflexión de Freud–. El instinto de auto-conservación no nos viene hecho; tampoco se hereda. Sería entonces interesante y vital investigar cómo lo vamos adquiriendo, o no.
Y en este preciso punto, sí, sería valioso ponernos a revisar qué nos estaría propiciando adquirir este instinto protector y qué nos lo estaría impidiendo.