No habría cine argentino sin Manuel Romero. Director prolífico, de un pulso con carácter, articulador de un cine identitario, en sintonía con el teatro y la radio, letrista tanguero. Descubridor para la pantalla de figuras como Niní Marshall y Hugo del Carril. Entre títulos inevitables como Tres argentinos en París, Fuera de la ley y Una luz en la ventana, nunca faltará La rubia del camino (1938) (https://play.cine.ar/INCAA/produccion/1177 ), vehículo para el lucimiento de la actriz Paulina Singerman, otro de sus descubrimientos.
Se ha señalado el vínculo con Lo que sucedió aquella noche, la screwball comedy de Frank Capra, con Clark Gable y Claudette Colbert. Y así es. El gran cine argentino tuvo a Hollywood como ejemplo a imitar y diferenciar. Romero hizo lo propio y aportó una filmografía personal, con títulos magistrales como este, en donde la Singerman asume una rítmica propia, bajo la atenta mirada del director (también guionista), en diálogo con el mejor cine de Capra o Howard Hawks. Porque Paulina Singerman está a la altura de las alocadas réplicas de Katherine Hepburn en La adorable revoltosa de Hawks, film también de 1938.
Producción de los estudios Lumiton, La rubia del camino va detrás de los revires de Betty (Singerman), hija de familia acaudalada, quien no decide qué hacer con su vida porque todo lo tiene. Ya está comprometida pero se vuelve a comprometer con otro. Deja a todos plantados y finalmente se raja en auto a la ruta, camino a Buenos Aires. Así como en el film de Capra, el camino le hará conocer a alguien inesperado y ajeno a su mundo. En aquella película se trata de un periodista, aquí de un camionero (Fernando Borel) de oficio cantor (móvil para algún momento cancionero, infaltable).
El contraste atrae, los condimentos para la discusión están dados, así que Romero no tiene más que dejarse llevar por el complemento inevitable. Desde ya, la fricción es de clase, y es éste el lugar por donde transcurre la filmografía de Romero. Dado el caso, no faltarán las risotadas del gaucho ante los novios aristócratas de Betty, ni líneas de diálogo todavía sorprendentes: “¿quién es este descamisado?”, se pregunta el conde italiano que interpreta Enrique Serrano, mientras teme ante un comunismo posiblemente inculcado en quien era su prometida, vestida ahora con ropas “simples”. La ropa no es mero detalle, habrá que ver cómo ofician en el novio camionero también, y llegar al final de la película para constatar el camino dialéctico que los dos atraviesan. Resuelto el film, queda claro dónde se posiciona el gran Romero.
Si Romero es fundamental, otro tanto hay que decir de Luis José Moglia Barth, director responsable del acta de nacimiento industrial que es ¡Tango! (1933). Dueño de una narrativa un tanto quieta, como si el drama debiera resolverse en lo que Noël Burch denominó la “autarquía del plano”, Moglia Barth ocupa un lugar peculiar en el cine, no demasiado estudiado. Entre sus películas, hay que destacar Con el dedo en el gatillo (1940), porque tiene guión de Homero Manzi y Ulises Petyt de Murat (con Manzi ya había colaborado en Huella), y porque es una versión de nombres y hechos alterados sobre la vida de Severino Di Giovanni. (De paso: si Leonardo Favio hubiese concretado su deseo de filmar la vida del anarquista, habría vuelto por segunda vez sobre la obra de Moglia Barth, quien dirigió Juan Moreira en 1948).
Con el dedo en el gatillo tiene una secuencia célebre, cuando sucede el robo a la boletería del cine en donde exhiben Scarface, de Hawks. Así como en el film de Romero, aquí otro diálogo de contraste con Hollywood, en la búsqueda de una mitología propia. Producida por Argentina Sono Film -y con disgusto por parte de Manzi ante el resultado final-, la película de Moglia Barth deja bien parada a la policía y retrata al anarquismo (sin siquiera mencionarlo) desde una relación lindante con la delincuencia, aspectos por demás relevantes como para acercarse a este film, cuya imagen final es letal (el plano último perturba mucho, porque pone al espectador en las filas que fusilan) y permite su nexo con la fotos recientemente descubiertas del fusilamiento de Di Giovanni, aquí bautizado (y con sangre, hay que ver cómo) “Salvador Di Pietro” e interpretado por Sebastián Chiola.
No hay historial fílmico posible sin Daniel Tinayre. Cultor del cine policial, como un ámbito en donde desbrozar su imaginería perversa, Tinayre tiene momentos soberbios. Uno de ellos es A sangre fría (1947), junto con Luis Saslavsky en guión a partir de su novela homónima. “Las mujeres no renuncian nunca a los hombres” dice Elena (Amelia Bence) y es síntesis de lo que se viene. Apenas liberada de la cárcel, cumple ahora funciones de enfermera para una anciana de casa señorial, gracias a su madre (Ilde Pirovano), el ama de llaves obediente.
"Mamá, déjeme dormir. Me he pasado tanto tiempo madrugando a reglamento", le pide, pero hay que atender a la salud de la mujer (Antonia Herrero) entre limpieza, planchado y medicamentos. Hasta que aparece el sobrino malandra (Pedro López Lagar), aquél del que no se conoce más que una virtud: tocar el piano. Quién logra seducir primero no interesa tanto como los motivos que se esconden. Lo que importa es que Elena y Fernando comulgarán en la intención: acelerar la herencia demorada por una tía que no termina de morirse. El paso por el civil será la alfombra que oculte la tierra. A la manera de una intriga de James M. Cain, la sociedad para el crimen guarda sinsabor y melodrama. A sangre fría ofrece una puesta en escena desesperada, porque no se puede salir del lugar social asignado, y porque la sociedad castiga. El crimen, por eso, como resorte dramático y predilecto por el noir. Así como lo hiciera con Mirtha Legrand, de quien redefiniera su imagen fílmica, otro tanto hace Tinayre con Amelia Bence, aquí devenida fémina letal, ya alejada de su hacer paisano y de emblema, tal como sucedía en La guerra gaucha.