A todos, ahora, se les ocurre pedir más Estado.
Hay quienes insistieron siempre en que sin comando estatal, para regular los desequilibrios sociales, no hay economía generalizadamente justa.
Tras la desgracia macrista, más o menos se emparejó la lucha contra los promotores de achicar el Estado para agrandar la Nación.
Desde Bernardo Neustadt, por usar un ícono ochentoso que se preguntaba dónde queda la soberanía en un teléfono fijo, la cantinela siguió siendo que lo estatal se remitía a la empleada pública satirizada por Antonio Gasalla.
Ese era todo el Estado posible. Incluye a humoristas como José Luis Espert y Javier Milei, que promueven una masacre masiva de empleados públicos echados a la calle sin contemplaciones.
Pero ahora quieren Estado fuerte los gurús del establishment, porque hay que salvar a las empresas.
Ahora está bien emitir moneda.
Ahora hay que volver a Keynes.
Ahora el populismo no sería tan mala palabra.
Ahora se descubre que el Malbrán es clave y salen a aplaudir en el balcón muchos de quienes aceptaron que los científicos deben ir a lavar los platos, como dijeron Domingo Cavallo y sucedáneos.
Sería mejor no dejarse llevar por impresiones momentáneas, porque no ocurre una conciencia política repentina. Quizá pueda arriesgarse que antes que solidaridad hay un instinto de supervivencia, consistente en que, si no nos salva el Estado, no nos salva nadie.
En su artículo del lunes pasado en BAE Negocios, el economista Ernesto Hadida refirió a una frase, “pegar para negociar”, que según relata fue soltada a principios de marzo, pocas horas antes de que se decidiera el lockout campestre por parte los empresarios más poderosos de la soja y el girasol.
La frase habría tenido aprobación de muchos parientes de Marcos Peña Braun que integran la Sociedad Rural, y es empleada por Hadida para representar cuál es la estrategia “vandorista” del establishment a fines de aprovechar oportunidades comerciales y corporativas del coronavirus. Pegar para negociar.
“Si se cumple aquello que decía Hegel de que la historia comienza cuando se enfrentan dos deseos, entonces los bancos privados, quienes rechazan pagar jubilaciones y AUH porque, como dicen en off, se les llenan las sucursales de pobres y de viejos, deberán comenzar una nueva historia con el Gobierno, que desea que los bancos privados también hagan ese servicio social. Las razones son simples: sólo cuatro bancos privados pagan jubilaciones y dos de ellos (Supervielle y Piano) tienen 1.400.000 cuentas. Los bancos públicos hacen todo lo demás: el Banco Nación le paga a 1.900.000 jubilados, el Banco Provincia a 720.000 y el Banco Ciudad a 120.000”.
Hadida bien remata su nota al señalar la muestra evidente de que el deseo del Estado, virus mediante, acaso deba ser mucho más fuerte que el de los poderes concentrados si se quiere, de una vez por todas, refundar la historia.
Entre algunas conclusiones, pocas o muchas, a sacar ya, sin esperar pandemia extinguida o aminorada, figura a la cabeza aquello que se denostó: no hay salida potable sin un Estado fuerte que administre a favor de los más débiles.
Los ricos también quieren más Estado, para reiterar y no confundirse. Es también muy viejo lo de pretenderlo débil a efectos propios, y socialista cuando las papas queman.
La pregunta urgentísima es en el mientras tanto, respecto de las herramientas de que el Estado, éste, destruido por las políticas neoliberales, dispone ahora, no dentro de un rato ni en el mediano o largo plazo, para responder ante la insolidaridad del poder verdadero.
¿De qué operatividad y de quiénes se depende para enfrentar corrupción y avivadas? ¿Con qué cuadros, con qué organización y organizaciones, con qué militancia y nada menos que en circunstancias como éstas se cuenta para responder, tomadas grandes decisiones políticas, ante las maniobras de monopolios, oligopolios, cadenas de comercialización, estructuras podridas?
La lógica pura, irrefutable, es que no se trata de que Alberto Fernández o cualquiera de sus ministros opriman un botón y el cumplimiento sea inmediato y efectivo.
Nuevamente, y subrayado: hay una distancia enorme entre sentarse a elucubrar soluciones mágicas, desde el comentarismo, y tener una responsabilidad ejecutiva.
Sin ir más lejos, en el caso de los sobreprecios pagados desde el fisco, por alimentos de primera necesidad, los beneficiarios no fueron productores sino intermediarios.
¿Cómo se resuelve desde el Estado, de la noche a la mañana, una relación directa con quienes pueden proveer productos esenciales, en lugar de hacerlo con unos mediadores que llevan años y años de prácticas experimentadamente infectas?
¿Con qué derecho algunos --demasiados-- comunicadores se plantan como todólogos, levantando dedos y altisonancias que portarían fórmulas universales contra el virus?
Porque es así. Saben de todo. Igual que una parva de foristas a izquierda y derecha.
Saben de aplanamiento de curvas infecciosas, saben cómo proceder ante la situación en las cárceles, saben de barbijos, saben lo que fuere y, sobre todo, saben ponerse al lado de los intereses de grandes empresas que financian su labor.
Para dejarlo (presuntamente) claro sin incurrir en chiquilinadas ideológicas de, justamente, mero comentarismo: siendo que vivimos en sistemas capitalistas, ninguna solución de emergencia podría consistir en una política antiempresaria violenta porque no da la correlación de fuerzas entre un Estado desvencijado y actores dinámicos de la actividad corporativa privada.
Si alguien quiere entretenerse con la toma del Palacio de Invierno ahora mismo, que lo disfrute. Estamos en aislamiento social, los pajaritos se potencian y cada cual hace lo que puede con sus fantasmas, con sus respuestas inmóviles frente a desafíos inéditos, con sus angustias.
Bajados a la realidad realmente existente, recuerda la vieja y nunca bien ponderada tautología, sería clave entender que lo que vaya decidiéndose es con el gran empresariado que se adecue a las normas de emergencia. No en contra, porque el Estado no tiene probabilidades de seguir abriendo frentes de conflicto a troche y moche.
Pero sí es veraz que la vocación dialoguista y los pedidos de comprensión deben tener un límite.
Alberto Fernández demuestra conducirse en un liderazgo político exacto, si acaso cabe esa palabra cuando todo el mundo va casi a ciegas. Es un tipo con cero de agresividad y mucho de paciencia, laburante, con muestras evidentes de cansancio físico y aun así en actitud y aptitud de repartir tranquilidad, no alarma. Se calienta solamente en privado, sabe qué alianzas y elogios públicos son fundamentales. Nadie quiere estar en su lugar. Y reaccionó con rapidez ante yerros manifiestos.
El riesgo que corre, que corremos todos, a medida que avanza la pandemia, que acecha el escenario de los conurbanos, que lo extorsionan desde el frente de los privilegios y de los medios de comunicación que ya sabemos, para que libere el aislamiento como sea, es que no vaya a haber algunas medidas ejemplares contra los vivillos de gran porte.
Esto es: el Presidente no debe caer solamente en la indignación. Hay una inmensa mayoría de la sociedad dispuesta a acompañarlo.
Hubo y habrá errores implementativos, como el del viernes negro de jubilados y desesperados por cobrar un mango y de cuyas consecuencias sanitarias todavía conocemos poco.
Tal vez no haya forma de evitar esos errores, ante un desafío inconmensurable.
Pero no son los deméritos trascendentes. Lo sería, cree uno, que en algún aspecto, en algún eje de la economía, en algún simbolismo decisivo, él, Alberto, también obre como comentarista.
Algunos voceros de la derecha se permiten hablar de que la democracia también está en cuarentena, porque se afectan derechos individuales y necesidades empresarias. Impresionante. Hicieron pelota al Estado en función de sus intereses de clase y ahora se preocupan por la democracia, por el exceso de DNU, por rasgos de autoritarismo, por concentración de poder.
Se tomó una decisión, que es privilegiar la sanidad pública hasta donde se pueda, hasta la vacuna, hasta algún paliativo. Si después resulta, como resultará, que la gente no aguanta más encerrada, que de algo tiene que vivir y que, en efecto, no se puede estar en aislamiento infinito por sus consecuencias económicas, psicológicas, del tipo que sea, deberá ser sabiendo que ese no lugar para los especuladores requiere de disposiciones-símbolo.
Antes de la pandemia, se dijo que la crisis no pueden pagarla los que menos tienen. Ahora, eso es más cierto todavía.
Pensar e implementar un Estado potente no es obligación para mañana. Es para hoy.