Tuve dos vidas con Galeano: la primera, como lector, cuando a los 15 años lo descubrí. Otra, como editor, cuando tenía 25 años y lo conocí. La inicial va a ser muy parecida a la de todos sus lectores y lectoras. En cambio, la relación que tuve con él como su editor me marcó profundamente, como pocas veces me ha sucedido. Y tiene que ver con cómo era Eduardo: una vez que te dejaba formar parte de su círculo íntimo, que te permitía compartir su intimidad y que se sentía en confianza, era muy difícil que quisieras irte, tomar distancia.
Me explico: Eduardo se rodeaba de gente de confianza, necesitaba sentir afinidad. No le gustaba el mercantilismo, el marketing ni cualquier tipo de publicidad engañosa, pero le encantaban unos anotadores miniatura que hacíamos de sus libros, o los afiches que los amigos de la Imprenta Rescate hacían con algunas de sus historias para regalar por ahí. Nos podaba todos los adjetivos elogiosos de las contratapas, pero adoraba los colores y la alegría que transmitía el diseño de las portadas que le proponíamos. Odiaba las presentaciones con panelistas abocados a elogiar su nuevo libro, pero le gustaba hacer lecturas públicas de sus libros.
Y así se te iba metiendo en la vida, hasta que un día descubrías que parte de tu rutina era hablar con él, escribirle y esperar su respuesta, leer avances de lo que andaba escribiendo, ir a cenar, mandarle libros que le interesaban, volver a ir a cenar, tratar de que se acercara a la editorial para charlar o participar de una reunión. ¡Es cierto, fracasé en esto, lo reconozco! Aunque algunas veces sí lo hizo, retenerlo más de media hora era una hazaña. Las reuniones eran mayormente en su casa de Montevideo, en el bar Brasilero, también en Montevideo, o cenando (esto podía suceder también en Buenos Aires).
Era un profesional, así que siempre estaba con proyectos en la cabeza. Cada dos o tres años lanzaba un libro nuevo. Desde el momento en que él y Helena –su editora personal, primera lectora, compañera– daban el visto bueno a la primera versión del manuscrito, me involucraba yo y los contactos habituales se intensificaban: más mails, llamados, cenas, viajes y de nuevo cenas. Una muestra del paso del tiempo, del envejecimiento, es que ciertos hechos empiezan a repetirse en el tiempo, a volverse frecuentes, hasta que pasan a formar parte de tu vida. Así es como Eduardo me marcó, y estos son los huecos que dejó en mi día a día.
Como lo adoré, porque era un tipo fuera de serie y porque fue extremadamente generoso conmigo, mi gran satisfacción personal es trabajar junto a un puñado de personas que también lo quisieron para que su obra siga siendo leída, disfrutada, discutida. Es mi forma de devolver y de llenar con alegría esos vacíos.
* Director Editorial de Siglo XXI