Todos los cinco de marzo, desde hace cincuenta años, el Registro Civil de Rosario expide una partida de nacimiento a nombre de María Servant. El solicitante es el padre de la mujer, Louis F. Servant, científico francés domiciliado en Dunedin, Nueva Zelanda, donde enseña Antropología en la universidad. El trámite se inicia el diecinueve de febrero de cada año. La solicitud recorre casi todo el planeta por valijas diplomáticas, desde Oceanía hasta Buenos Aires y de allí al Consulado francés en Rosario.
Siempre sobre la hora del día cinco, el cónsul galo en persona debe instar la extracción del documento de las arcas burocráticas.
El papel grisáceo tiene apenas dos signos vitales: su sello de agua que legaliza el documento y el testimonio del partero de haber recibido con vida a una niña que pesó mil doscientos gramos, tan distinguida y saludable como su nombre, que derivado de Miriam, significa distinción y pureza. El documento sale de Rosario a finales del verano (por el mismo camino que llegó la solicitud) y arriba a Dunedin expirando marzo, cuando empieza el otoño.
Ese fue también todo el tiempo que vivió la niña, quince días de sueño por este mundo, y lo demás es el poema de Calderón de la Barca. El doctor Servant, como un tipo antropológico caduco (su especialidad), era presidente de la Alianza Francesa local e hizo publicar esta especie de aviso de loco en un diario matutino:
«Rosario, 21 de marzo de 1965. Hago saber por este único medio y aviso a las muchas personas que nos conocen y distinguen con su amistad, que ha muerto nuestra hijita María. Ya nos han gestionado el certificado que dice que no volveremos a verla, pero como tampoco podremos olvidarla, en su memoria, quizá perdamos la nuestra. En esos casos, tengan la bondad de conducirnos, a mí o a la pobre Therése, hasta nuestra casa y disculpar todas las molestias. Suyos. Firmado, Monsieur Louis F. Servant y señora».
Será bastante sencillo comprender por qué fue a parar a Dunedin nuestro legionario francés. Le quedaban dos lugares en la tierra, a él y a Therése: el nicho contiguo al que ocupara la niña en «La Piedad» o una casa en el otro extremo del mundo.
Al empezar la primavera del año del duelo, después de estudiar distintas residencias de la Alianza Francesa en el África, Canadá y hasta una modesta delegación en Martinica, les pareció razonable una residencia universitaria en Dunedin. El señor Servant debía buscar una actividad de alta abstracción. Había que poner distancia, vaciarse, o algo para evadirse, dijeron los médicos, entonces optó por una ciencia en Oceanía. Lo único más lejos hubiera sido Marte. La señora, en cambio, no hacía más que pensar en el decoro de la lápida de la tumba, para lo cual enviaba, desde treinta mil kilómetros de distancia, unas flores maoríes en conservantes hasta la casa de su prima Agnes en Rosario, encargada del panteón familiar. Al cabo de un año, Therése fue en persona a llevar un ramo a Rosario y desapareció para siempre en el Aeropuerto de Orly. Monsieur Servant se aferró con igual fuerza a la antropología y al cogñac. El único consuelo de su vida fue esperar el final de los veranos, algo en lo que se parecían Dunedin y Rosario, porque las estaciones llegaban juntas en los dos sitios.
Entonces, cada año, entre la solicitud de la partida de nacimiento de la niña, los trámites, las llamadas y finalmente el arribo del papel, vivía un mes de esperanza. Lo primero que miraba era su sello de agua, la tinta roja, la fecha, la hora y la firma original del funcionario. Siempre era un acta nueva, de ahora; la repetición al presente de una realidad en fuga. La niña ya no estaba, pero había estado, un modo de seguir estando.
¿Acaso lo que amamos no es una intermitencia? Ahora no, todavía sí… Si la vida es sueño, la frontera entre ausente y presente es como un instante que ya no y todavía sí. A veces (éste era un caso) la ausencia es estar viendo el presente desde la otra orilla; enfrente, lejos, imposible pero real. A la vista. ¿Quién de nosotros cree con certeza que alguna vez pisará la luna? ¿Dejará de amarla por eso?
Sin embargo, este año, 2005, al cumplirse el cuarenta aniversario de la primera solicitud, se ha quebrado el curso de los acontecimientos. Junto con el documento, ha llegado una nota del Registro Civil de Rosario, comunicando con todo pesar al doctor Servant que ya no podrán en el futuro remitirle nuevas copias, en ninguna fecha ni caso. Que cuarenta partidas solicitadas, le decían, es el número máximo que autoriza el reglamento de registro a enviar al extranjero por cada nacido vivo. Que además, habiéndose comprobado que la titular del documento era persona fallecida, el número se reducía a veinte, con lo cual el exceso ya había producido una irregularidad administrativa. Le instaban a esperar la pronta digitalización de los documentos, con lo cual podría ver la partida (nunca más apropiado el término) por la web. La respuesta parecía una metáfora perfecta, si algo sabe un antropólogo es que el presente humano es casi virtual de tan breve, comparado con el pasado y el futuro. En cualquier caso, le hacían saber que por esta vez no habría sumario ni castigos y le saludaban atentamente.
El doctor Servant ha muerto esa noche de un síncope cardíaco. En el desorden de botellas y papeles (exámenes que corregía a la hora del deceso) se ha encontrado a medio escribir una carta dirigida al señor Cónsul de Francia en Rosario, donde pedía dos cosas: apelar con todos los recursos legales disponibles la negativa del Registro a seguir emitiendo partidas de nacimiento y, como acto de desagravio, colocar una lápida nueva en la tumba de la niña, con estos versos grabados en un mármol blanco:
«Murió en otoño, como los árboles, como los pájaros, como la risa…».
“”Vuestra Excelencia: no teniendo el doctor Servant a nadie más en la tierra, y suponiendo que no existe la figura jurídica de «albacea de la pena de amor», en mi carácter de Rectora de esta alta casa de estudios (enseño Literatura), repetiré la historia a todos sus alumnos, y me propongo, con ellos, hacer cumplir su última voluntad sin flaquezas. Desde ya, Señor Cónsul, y a vuelta de correo, esperamos una partida natal nueva de la niña y una foto de la losa blanca con los versos del otoño que yo misma me he atrevido a completar en una noche de duermevela. La placa deberá decir:
«Murió en otoño,
como los árboles,
como los pájaros,
como la risa.
Murió en otoño,
cansado,
como los viejos
por la inquina y la demora de la tierra.
Lo estoy leyendo.
Siempre lo estoy leyendo
para darme coraje o certeza.
Tal vez no haya muerto;
quizá se haya ido de viaje,
acaso esté en el futuro,
hasta es probable que regrese…
en primavera,
como los árboles,
como los pájaros
como la risa».
Señor Cónsul, aquí en la universidad hay muy buenos especialistas en Derecho Internacional Privado, no hagamos de esto un incidente diplomático. Es evidente que la niña era la última flor del otoño, por favor, cierre usted las puertas de la muerte. Suya. Mme. Edith Sothergrant. Hamilton Route 135 050391. Campus Dunedin. New Zealand».
(*) de un poema de Edith Södergran, Finlandia, 1892.1923