“Al final del río hay una comunidad donde no distinguen entre el sueño y la vigilia.” Esa frase marcó el norte en la brújula del fotógrafo y director de cine Pablo Radice. En abril de 2018, cuando desembarcó en Puerto Maldonado –una ciudad feroz situada en el sureste de Perú y puerta de entrada a la Amazonía–, esa imagen lo hipnotizó, como si le hubiesen echado encima un embrujo. Subió a una lancha y tardó poco más de cuatro horas en llegar a las orillas de la comunidad Ese'Ejja. “De niña soñé con el espíritu de la selva. Me dijo que estábamos en peligro, que nos protegería. Nosotros somos los antiguos dueños de esta tierra”, fue una de las primeras cosas que escuchó allí, y ésas son las palabras que abren el corto documental con el que ganó la categoría de cortometrajes argentinos del último Festival Internacional de Cine Documental de Buenos Aires (FIDBA): El fin de la eternidad.
“Llegabas a la comunidad por unos ríos inmensos con colores saturados, sonidos, aves; enseguida estabas en presencia de una vida salvaje”, dice Radice en videollamada, apenas unos días después de su segunda visita a la comunidad, desde donde salió pocas horas antes de que se cerraran las fronteras de Perú por la pandemia global. Volvió para compartirles ese material, en el que va hilvanando las vidas oníricas de los Ese'Ejja, quienes le habían hablado de sus muertos resucitados en sueños, de los animales que los visitan por las noches, del espíritu inquebrantable de la selva.
El fin de la enternidad es también la forma en la que Radice respondió al pedido que le hizo nada menos que Werner Herzog. Luego de ganar una convocatoria abierta por Black Factory Cinema y la Werner Herzog Foundation, Radice se internó durante dos semanas en el Amazonas junto al cineasta y documentalista alemán –quien pasó allí una larga temporada para la filmación de Fitzcarraldo– y cuarenta directores de todo el mundo. El objetivo era retratar los sueños afiebrados de la selva.
“Quedamos muy pocos en la comunidad, por lo difícil de la traducción. Estabas bastante a la deriva. Yo podía hablar con algunas personas de la comunidad en español. Después anotaba las frases que me decían en su lengua nativa y recordaba las palabras, así que podía entender también algunas cosas sin traductores”, explica Radice. Mientras la mayoría de los directores emigraron hacia otros escenarios (serpentarios naturales, lagos plagados de caimanes), él siguió visitando todos los días a los Ese'Ejja. “Al principio era complicado el vínculo porque tienen un ritmo muy desacelerado. Están conectados con otro tipo de tiempo, otro orden de las cosas, desinteresadas, desprejuiciadas”, explica. “A veces me sentaba callado con ellos y sentía mucha paz en eso, una pureza que viene de sus antepasados.”
El corazón de El fin de la eternidad se encuentra entre esas miradas insondables que poseen los Ese'Ejja. En sus rostros pétreos, ajados, que parecen estar hechos de madera tallada. Luego el documental se posa sobre los trabajadores que portan machetes, los niños que vagan como felinos sobre el suelo arenoso, en una anciana que se rasca como un pájaro en lo alto de su choza. “Cuando alguien tiene miedo, el espíritu abandona el cuerpo… los muertos revelan secretos y confesiones olvidadas… Sin el bosque no hay vida, no hay Ese'Ejja”, se los escucha decir entre inmensos árboles que parecen hundidos en las profundidades de un océano. Para ese momento la cámara ya ha logrado volverse silenciosa y disiparse en un entorno para el que resultaba una amenaza.
“Ellos hoy están perdiendo sus ritos ancestrales, ya no tienen chamanes. Y de repente ven un montón de gente llena de equipos corriendo por el lugar, Herzog que se metía en los planos. Era una locura. Pero cuando todo se calmó la comunidad se abrió y eso fue increíble”, recuerda Radice. “Herzog miraba lo increíble de esa comunidad que podía estar preparada para un colapso mundial. Y hoy está pasando eso. Lo más probable es que del Coronavirus ni se enteren. Y al mismo tiempo una nena se muere a los dos años por un tumor que nadie sabe tratar. Su vida es autosustentable y nosotros estamos encerrados, volviéndonos neuróticos, esperando que lleven alcohol en gel al supermercado. Conocer esas vidas es también comprender la fragilidad de la condición humana en sus diversas formas”.
En su segunda visita, Radice fue con la película –exhibida en el Festival Internacional del Nuevo Cine Latinoamericano de La Habana, entre varios otros– y una tela blanca sobre la que proyectarla. Así armó una versión selvática de Cinema Paradiso. “Se reían mucho al verse en escena. Se sentaron arriba de tractores, en hamacas paraguayas, tirados en el piso. Comiendo, gritando. Entramos en ese desorden que funciona”. Volvió con la idea de continuar registrando a la comunidad, pero haciéndolo a través de una cámara con doble lente que graba en 360º, para luego reproducir el material en cascos de realidad virtual. “La idea es generar la sensación de estar dentro de la comunidad y del Amazonas, una especie de nuevo registro antropológico en el marco de lo que se llama cine inmersivo”, detalla el director. Quizás un nuevo camino para enfrentar el olvido.
“Durante el rodaje yo andaba con el libro Historia de la eternidad, de Borges. Una tarde que estábamos hablando con Herzog, él dijo: 'El tiempo barre con todo, con vos, conmigo, con Alemania, Argentina, con los Ese'Ejja', y cuando me vió el libro en la mano, en un microsegundo me tiró el título del documental: El fin de la eternidad”, recuerda Radice. “Lo que hay entre los ancianos Ese'Ejja son vestigios de un mundo que ya no existe. Pero todavía podemos aprender de eso.”