La historia de la lectura tiene un componente social, epocal, pero también uno personal e íntimo. Más cuando se trata de la historia de la lectura de un escritor. Qué libros leyó, cuándo, por qué y qué le generaron para que de las páginas de aquellos libros hayan nacido páginas propias, es un relato que puede ser tan atrapante que merece escribirse en un nuevo volumen. De eso se trata la colección Lectores de la editorial Ampersand y desde esa premisa han creado textos totalmente diversos e igualmente atractivos autores como Alan Pauls, Margo Glantz o Sylvia Molloy. Días antes de que comience este momento de reclusión obligada –que para muchos es un momento apropiado para ponerse a leer—lanzaron Libros chiquitos, de Tamara Kamenszain. Un libro también pequeño, pero lo suficientemente compacto y profundo como para dar cuenta de la historia acontecida entre esta gran poeta y ensayista argentina con los libros que pasaron por sus manos y por alguna razón, no pudo soltar. Y es de esa razón que versan las páginas. Una razón, pero también una pasión. Como una historia de amor extendida en el tiempo, con sus idas y vueltas, sus momentos de revisión, de ajuste, pero siempre sostenida por un afecto que la impulsa a pensar, repensar y elegir de nuevo esa gran compañera de vida que es la literatura.
Libros chiquitos comienza in media res, en el presente. Este podría ser un primer posicionamiento del libro: no irse hacia atrás en el tiempo buscando una fulgurante lectura primigenia o una voz de autoridad, sino hablar de un amor contemporáneo en toda regla. La lectura de Ensayo de vuelo de la joven escritora Paloma Vidal y es la energía que emana ese ensayo chiquito el que la impulsa a ponerse a escribir este libro que define como una “antología de lecturas de trabajo”. Este concepto realiza el corte definitivo entre todas las lecturas posibles y las que escribirá, una tras otra, en un hilvanado donde lectura y vida se vuelven una. Kamenszain cuenta: “‘Lectura de trabajo’ es un concepto que tomo de Macedonio Fernández. Para él el lector ideal es el que hace ese tipo de lectura que él también llama ‘de ver hacer’ cuando le dice a ese lector: ‘leerás más como un lento venir viniendo que como una llegada’. Evidentemente no se trataría tampoco de un lector erudito sino de uno que se queda atrapado en la maraña de ver cómo el autor escribió lo que escribió.”
Es por eso que esta antología compila el relato de los libros que a Tamara Kamenszain la hicieron abandonar la lectura. Pero no por desinterés sino por todo lo contrario. Aquellos que poseían algo en su abordaje de la escritura o un pasaje luminoso que la obligó a levantar los ojos de las páginas y tomar unas notas en algún papelito cercano. Ese movimiento de ida y vuelta entre escritura propia y ajena es el núcleo de su amor por los libros, un amor mutante o tal vez un poliamor que la acompaña desde que tiene memoria.
El libro se inicia narrando una cadena en la que lectura de un libro mueve la escritura de otro. Podría parecer un gesto impulsado por la erudición, el amor a la cultura, pero a la vez decís que lees y escribís poco --libros chiquitos. ¿Podes explicar un poco más esta idea?
-Sí, es cierto, suena paradójico ¿no? Pero te lo voy a tratar de explicar. Decir que leo poco quiere decir que no leo para acumular puntos en la tarjeta de crédito que portan las personas cultas, sino para poder en cualquier momento salir huyendo a escribir. Es decir que el libro que estoy leyendo me tiene que meter en esa cadena de lecturas-escrituras, tiene que ser un impulso, una inspiración, si no lo es me deja de interesar, así sea el libro más prestigioso del universo. A eso considero leer poco, y escribir poco es el otro lado de lo mismo: no siento que escriba para montar la gran obra imprescindible sino para dejar de leer y meterme un rato en esa cadena que eslabona lo leído con lo escrito.
CUATRO BODAS Y UN FUNERAL
La antología está estructurada en dos partes y una coda. La primera sección se llama Ver hacer, incluye autores que de distintos modos llegaron a su vida – a veces en libros, a veces en persona--, narra las circunstancias que acompañaron ese descubrimiento y las derivas que tuvo en cada caso. En ocasiones implica un deslumbramiento inicial y luego una pérdida de vista o el proceso inverso. Una figura que con el correr del tiempo pasó a ser entendida bajo a una nueva luz. Hay que tener en cuenta que Tamara formó parte de los poetas de la generación del 70 llamados Neobarrocos, junto a Néstor Perlongher y Arturo Carrera, por lo que muchas de esas fascinaciones y detracciones, fueron colectivas. Lo que aparece no es sólo el libro en cuestión sino una serie de ideas que se desprenden de él y que son sujetas a un pensamiento permanentemente movedizo. La segunda sección del libro se denomina Leer por dinero y abarca otras parácticas en torno a la literatura: el periodismo, la docencia, el trabajo de ser jurado.
El primer antologable, como no podía ser de otro modo tratándose de Tamara Kamenszain, es la poesía. Y allí encuentran lugar autores tan diversos como Héctor Viel Temperley, César Vallejo, José Lezama Lima, Néstor Perlongher, Mariano Blatt, Alejandra Pizarnik, Nicanor Parra y Paul Celan, entre otros cameos. El segundo antologable es el ensayo, o la crítica o la teoría. Pero uno y otro género van mezclándose en estas páginas como en todas las escritas por Tamara. Escribir poesía es también pensarla, y pensarla a fondo impulsa nuevamente a escribir.
Empezás hablando de poesía. Y decís: “una lectura en la que vivo distraída”. ¿Para vos la poesía se lee distraídamente?
-Toda lectura es distraída en el sentido de que lo que te distrae es ese “ver hacer” del que habla Macedonio, y la poesía es la quintaesencia de eso, pero no es que el lector se distrae sino que la poesía te obliga a distraerte porque no te lleva por un camino lineal sino que siempre te suspende cualquier posible cuento, lo mismo que cualquier intento de imponer una idea.
Decís que la poesía puede consolar de la muerte, que es una idea muy conmovedora. Pensaba en tu poemario La novela de la poesía que da cuenta de la muerte de muchos seres queridos tuyos así como también de otros escritores, con ese verso leimotiv “¿Eso es hablar de la muerte?”, como si siguieras dando vueltas alrededor de esas mismas ideas. ¿Hay un vínculo entre ese poema y este capítulo que le dedicas a hablar de la muerte aquí?
-No lo había pensado así, pero lo que es seguro es que la poesía es una herramienta bastante directa para elaborar un duelo. Porque dice cosas en relación a una pérdida que uno no sabría cómo decir. Da en la tecla con más facilidad y rapidez para trasmitir algo sobre lo que las palabras, en general, se quedan cortas. Y la pregunta del verso “¿Eso es hablar de la muerte?” parece como que yo estoy preguntándole al lector si algo se está trasmitiendo o si mejor me callo la boca….Además, poesía y muerte y poesía y amor se llevan bien. No por nada se dice que los adolescentes escriben poesía amorosa después de que cortaron una relación y perdieron al objeto amado.
Hay una zona “anti” donde aparecen conceptos de autores que están en contra de la poesía o de cierto tipo de poesía como Gombrowicz o Ben Lerner. Claro que esto es un poco una provocación. Como lectora ¿Qué prácticas o estilos o modos te alejan de la poesía?
-Y sí, tengo una relación de amor-odio con la poesía y estos autores me ayudan a expresarla. Así como la poesía puede condensar ese minimalismo que da en la tecla de lo real, puede también agrandar sus pretensiones de decir hasta el límite de volverse una caricatura de sí misma. Gombrowicz me hace reír cuando se burla de esa altisonancia diciendo que por cada diez versos habrá al menos uno dedicado a la adoración del poder de la palabra poética o de la glorificación de la vocación del poeta. Relaciono este fenómeno mistificador con una línea más bien patriarcal que yo llamo la de “los vates”. Esos señores de voz fuerte y altisonante que creen que cargan el hecho de ser poetas como una condecoración que los transforma en los artistas por excelencia. Practican una poesía cargada de verdades absolutas y de supuestas revelaciones tanto éticas como estéticas. Por suerte creo que no hay “vatas” porque las mujeres no escribimos para convencer a nadie…..
En el libro hay un relato de tu encuentro con Batato Barea y su troup en los 80, en la época que coordinabas Letras del Centro Cultural Rojas. Explicás que sus performance ayudaban a romper la “cárcel del género” en su abordaje de por ejemplo Alejandra Pizarnik. Más allá de ese primer momento “fundacional”, ¿Te interesan las experiencias de cruce entre poesía y performance en la actualidad?
-Digo en mi libro que el primer gran performer fue Nicanor Parra, ese antivate que ya teniendo como 80 años creó el género que llamó “discursos de sobremesa” (¡pensar que hoy están de moda las conferencias performáticas!). Por ejemplo, cuando recibió el prestigioso premio de la feria de Guadalajara que eran ni más ni menos que 100.000 dólares, se presentó ahí delante de presidentes, ministros, etc. y leyó el poema “Mai mai peñi” que había escrito ad hoc para esa celebración, donde dice cosas del tipo agradezco estos narcodólares, me van a servir para comprarme la silla de ruedas. En ese acto se cumple todo lo que puede pretender una performance, porque ya no se puede decir donde termina el poema y donde empieza la realidad. Me parece que la performance en ese sentido desmitifica muchísimo lo “poético” entre comillas, bajándolo a la realidad. Pero hay que tener cuidado con no mitificar ahora esa herramienta volviéndola un puro adorno porque ahí -te lo digo en rima- estamos de nuevo en el horno.
UNA CRÍTICA DE LO QUE HAY
Para Tamara Kamenszain la conexión poesía-crítica comienza temprano, en su ingreso a la Universidad. En el curso Introducción a la literatura, tuvo de docente al gran Enrique Pezzoni, que con sus clases brillantes le transmitió un entusiasmo por la literatura, que después la carrera de Letras – mucho más acartonada-- no iba a continuar. Pasó unos años por Filosofía, fascinandose con Nietzche y su caraterístico estilo de escritura fragmentario-aforístico, discutiendo con Heidegger y su manera de enfocar el hecho poético. Pero finalmente Tamara dejó la universidad para “recibirse de escritora”. Hoy se ríe de esa superstición antiacadémica y anota como conclusión de aquellos años y los que siguieron, escribiendo ensayos y practicando la docencia: “El arte se anticipa al pensamiento, pero el pensamiento lo alimenta para que pueda anticiparse”.
La crítica o el ensayo es el segundo “antologable” de esta antología, con nombres como Enrique Pezzoni a la cabeza. ¿Qué encontraste en estas lecturas de otros sobre poesía? ¿Es tan difícil escribir crítica sobre poesía como escribir poesía? ¿Hay Vates también en la crítica?
-Los críticos suelen decir que para hacer crítica de poesía hay que ser “especialista” y los entiendo porque la poesía entendida como algo alto y difícil, da ganas de salir corriendo. Pero si tomás a la poesía como la toma, por ejemplo, Fabián Casas en sus ensayitos que él define como “bonsái”, se puede fácilmente hacer crítica de poesía. Me acuerdo el caso donde empieza analizando un poema de Eliot y termina pasándolo por la letra de una canción de Spinetta. Ahí Casas, como buen outsider de la academia, dicta cátedra practicando una especie de estudios comparados domésticos. ¡Obvio que también hay vates en la crítica! Serían esos que defienden a muerte su quintita. No quieren novedades, no quieren cambios que les cuestionen las teorías que ya lograron elaborar y a las que se aferran con uñas y dientes poniéndolas en un estante de museo. Me acuerdo cuando Josefina Ludmer empezó a hablar de la post autonomía y algunos de esos vates sintieron que esa nueva vuelta de tuerca teórica les podía mover el piso. Ahí ella me comentó: “dejalos, tienen miedo de perder el kiosquito, creen que la literatura se va a terminar…”
También mencionas a Josefina Ludmer y su ensayo sobre Sor Juana. Tomás de ella el concepto de “las tretas del débil”. ¿En qué lugares te encontrás o encontraste practicando esas tretas en literatura?
-Vuelvo a ese texto fundante del feminismo que es “Las tretas del débil” donde Josefina analiza la posición de Sor Juana en su famosa respuesta al arzobispo que la había criticado, como una treta femenina para decir lo suyo. Fijate que el lenguaje inclusivo por esos años ni se nos llegaba a figurar en la cabeza porque, para aludir a las mujeres, Ludmer lo puso igual en masculino. Vos me preguntás si practiqué esas tretas y te contestaría que claro, la mayoría de las que escribíamos en esa época, alrededor de los años setenta, teníamos que inventar todo tipo de argucias para que lo nuestro pudiera ser aceptado. A mí siempre se me tildó de intimista, cosa que hoy es algo no sólo normal sino también prestigioso si querés, pero en esa época era una condición bastante despreciada. Se me criticaba que escribía en primera persona y sobre mis cosas personales. Ahora creo que una de las tretas que usé fue disimular todo ese material con una escritura bastante hermética inspirada en la frase de Rimbaud “yo es otro”, que hoy me sirve para explicar el yo lírico en las clases, pero que ya relativizo un poco porque, como pasa con todo, se estereotipó y hay que volver a leerla desde nuevas perspectivas.
Libros chiquitos deja ver esos corrimientos que señalas, pensar desde nuevas perspectivas los mismos temas, o pensar nuevos temas con una perspectiva que ya traías. En el libro hacés un repaso por algunas novelitas muy contemporáneas que se inscriben en la literatura del yo. Y afirmas que la poesía se adelantó a la narrativa contemporánea ¿En qué sentido pensás este movimiento?
-Asocio cierta narrativa que se escribe hoy con el concepto de yo lírico que la filósofa Kate Hamburger usa para aludir al yo que aparece en la poesía. Ese yo apuntaría a un sujeto que escribe y que es garante de una experiencia -lo cual no quiere decir, dice Hamburger, que se trate de una transcripción literal de la experiencia que tuvo ese sujeto. Hay algunas novelitas de hoy –que suelen quedar etiquetadas como literaturas del yo o como ficción autobiográfica- que podrían encajar sin problema con los conceptos de Hamburger. Yo aludo a las “novelitas” de varies chiques que me inspiraron especialmente (María Gainza, Verónica Gerber, Alejandro Zambra) donde aparece ese yo que es y no es autobiográfico y que también es y no es ficticio. También aparece en estos textos algo más que es de la poesía: cierta negligencia con lo narrativo, del tipo te cuento, pero al mismo tiempo te suspendo el cuento.
Uno de los últimos capítulos se llama "La maestra ignorante", parafraseando a Ranciére, Y te reis un poco de tus comienzos cuando estabas en contra de la idea de enseñar a escribir. Hoy asesorás la carrera de Artes de la escritura de la UNA. ¿Cómo pensás esta práctica en la actualidad?
-Yo cuento en el libro que para mi generación ir a un taller literario era una especie de sacrilegio porque considerábamos que la “escritura” (recién se estrenaba esa palabrita barthesiana) era algo más o menos sagrado y que no se podía transmitir. Sin embargo, como había que inventar alguna forma de ganar dinero, algunos empezamos a querer explorar el nicho laboral de dar talleres. Con los años me fui dando cuenta de que una de las grandes falencias de la literatura, a diferencia de otras artes como la pintura o la música que siempre fueron enseñadas, es su idea romántica de originalidad. De ahí al escritor encerrado en su torre de marfil hay un solo paso.
¿Pensás que el corpus de tus lecturas puede ser contagioso (qué palabra en este momento) para otros y otras que escriben y te leen?
-No sé si mi antología --creo ahora que usé esa palabra para señalar algo que es siempre incompleto-- puede contagiar, leer es un virus mutante donde cada uno de los que lo practican anda buscando otra cosa y se enferma a su manera. La vacuna acá sería la inspiración.