Tenemos acá reunidos los ensayos sobre arte que escribió la pintora, curadora y crítica francesa Germaine Derbecq. Llegó al país en 1951 junto a su esposo, el escultor argentino Pablo Curatella Manes, a quien había conocido en Paris, en medio de los años locos de las vanguardias y sus estelas. En Buenos Aires fue colaboradora del diario para leer en francés Le Quotidien, donde escribió muchos de los artículos. Formó parte, en los primeros 60, de la galería Lirolay de la calle Esmeralda, uno de los rincones de la “manzana loca”, en la zona de aquel Buenos Aires existencialista. Dirigió la galería y curó muestras que capitalizaron sus hipótesis sobre lo que puede entenderse como uno de los pilares de su trayectoria: el afán modernizador, la energía puesta en tramitar y defender el arte de algunos jóvenes de ayer. Hacia el final de su vida fundó la revista de crítica Artinf, de donde provienen sus últimos textos. Murió en esta ciudad durante el tercer gobierno de Perón, a los 74 años.
Es programática, conoce su tiempo cultural y es suspicaz con mucho de lo que lo caracteriza. Es notoria su sinceridad valorativa. No está haciendo historia del arte en términos pedagógicos, sino que está haciendo crítica y defensa. Su ironía es combativa y sus definiciones ponderan. Es que si la leemos bien, no deja de ser alguien que se ciñe a su época para organizarla y depurar lo nuevo de lo anterior. La decisión es la de hacer varias profecías sobre lo que mueve o moverá el amperímetro del sistema del arte porteño, poniendo nombres, técnicas y géneros de frente al lector. Todo está escrito al dedillo de los años, ajustada al ritmo de la transformación de los momentos culturales, como cuando decimos que alguien “está al día”. La curiosidad, la gestión, la mano de Derbecq con la que escribe (y pinta), fue insinuando con “cualidad visionaria”, como dice Florencia Qualina en el prólogo, una serie de vaticinios que en gran parte se cumplieron; podemos ver eso nosotrxs, habitantes del siglo XXI munidos del diario del lunes. Un poco se nota la impronta de quien venía de Europa, con sus “adelantos” y “novedades”, pero más se nota su buen tino y capacidad comprensiva. De ahí que el título del libro, tomado de una idea suya, dé en el clavo y sirva para cualquier lector que busque comprender lo que ya otros comprendieron a la par, pero quiera hacerlo con otra impronta, disidente de las maneras de ver que imperan, en el riesgo de la apuesta y con entusiasmo.
El libro compila una veintena de ensayos, está armado cronológicamente (1953-1971) y deja ver el periplo de sus intereses: del planeta al territorio, de lo grande a lo chico, de las corrientes a los protagonistas. Bien lo dicen los editores, Ana Wandzik y Maxi Masuelli: “va de lo universal al arte argentino en particular. Si los textos de los 50, plantean temas más generales, del orden de lo popular, lo religioso, la celebridad, el coleccionismo, etc; en los sesenta ya entra a jugar un rol muy destacado y renovador en la agenda curatorial de la escena porteña”. Lo que surge finalmente del libro es entonces eso: su severidad renovadora y su intención de que el arte sea tratado como un derecho del pueblo, hacer del arte lo que se hace con el deporte, por ejemplo. Es circular su obsesión, aunque compleja, incluye instituciones, escuelas, roles del Estado, coleccionismo y comunidad. Derbecq hace entonces sociología del arte entretenida y al hueso, con gracia y amor por lo que ve.
Hay dos marcas de su tarea que resuenan interesantes para las conversaciones de hoy. La primera remite a la modernización como emblema de aquellos años y al progreso en el arte, al pensamiento evolutivo sobre sus formas y géneros. Un desarrollismo “democratizador” de públicos, como afirma Federico Baeza en el epílogo. Ya desde el primer ensayo esta cuestión embala a la autora, cuando dice “la marea del arte abstracto no parará”, poniendo a la abstracción como un momento de la curva ascendente que partía quizá del cubismo e iba a tener un pico en el conceptualismo. Se nota en este tipo de análisis la entonación historicista (dialéctica) de sus posiciones. El arte en Derbecq es necesariamente movimiento y gestión de sus contrapuntos por parte de la crítica y la curaduría. Como si dijera: los artistas hacen y nosotros perfilamos lo que movilice las conciencias hacia la complejidad del concepto. El arte figurativo se diluye, crece lo que a ojo de buen cubero no dice nada y sin embargo encarna su signo en las poblaciones crecientes de los países “en vías de desarrollo”. El arte era un tren como el tiempo y para entonces, estaba acelerando. Derbecq prepara para lo nuevo, un poco como preceptora actualizada día a día y otro poco como defensora del ritmo modernizador. Da todo de sí, casi en una bacanal de fierros, comunicación, mercados y semiótica para lo que se venía, que no se sabía qué sería. Pende entonces la pregunta de cómo conversar con el optimismo aquel desde hoy.
La segunda es su política cosmopolita, que entiende al arte argentino como arte universal, trascendiendo la línea de los críticos que escribían por entonces, un poco tradicionalistas en comparación con ella, como José León Pagano o Romualdo Brughetti. El mundo para Derbecq es un sistema único de intereses, pujas y lazos sociales. El arte argentino puede “aportar” algo, su tarea es fijarse qué y el libro lo devela. Digamos que tiene cierto optimismo global y esa también es una tarea modernizante, aunque difícil. Porque no se sabe quién media entre el mundo, el sistema y la obra de arte, muchas veces silenciada entre tanto humo y tráfico intercontinental.
Derbecq discute, en definitiva, la situación del arte universal en torno a lo que se estaba haciendo y a lo que se venía, como cuando distingue y valora al Arte Informal frente al Ingenuo. A la vez elige y elogia algunos nombres nacionales como botón de muestra de las novedades. Varios de ellos tuvieron su reconocimiento posterior, como Jorge de la Vega y Alberto Greco. Otros, aunque tuvieron su trayectoria interesante, quizá no están tan presentes en las listas de los artistas recordados de aquellos años, como Alfredo Hlito. En todos los casos deja claro que le interesa lo nuevo porque trae audacia, anarquía, colores y formas perturbantes o porque logra que reconsideremos qué puede ser un material. Su política es la de enfrentar el tufillo conservador con afirmaciones así: “las nuevas generaciones se niegan a sacrificarse por los demás, prefiriendo sacrificar a los demás, sin remordimientos y reducirlos a su dura voluntad, justo canibalismo, vuelco este que debía hacerse”. Esta frase fue escrita en 1960, evidentemente, algo se estaba moviendo.