La última dictadura militar eliminó de un plumazo el impuesto a la herencia. En 37 años de democracia hubo algunos tímidos intentos por revivirlo pero nunca prosperaron en el Congreso de la Nación. Los admirados países del primer mundo aplican este tributo: Estados Unidos, Francia, Japón, Suecia, Reino Unido y España entre otros. También nuestros vecinos Chile, Brasil y Uruguay.
La pandemia de coronavirus reavivó el debate, en el país y en el mundo, acerca de la necesidad de rediseñar los sistemas tributarios para volverlos más progresivos, es decir para que los sectores más pudientes paguen más impuestos. Por tal motivo este es el momento de hablar de un tributo desaparecido bajo la dictadura, cuya ausencia hasta nuestros días constituye una deuda de la democracia.
Si una mayoría de los argentinos quiere vivir en un país con mejor distribución de la riqueza, con menos pobreza e indigencia, con mejor salud y educación públicas, no caben dudas de que el sistema tributario debe ser mejorado en un sentido progresivo. Los voceros mediáticos del establishment proclaman, sin molestarse en demostrarlo, que Argentina es el país con mayor presión impositiva del mundo. Es otra de las mentiras que se propagan con descaro televisivo. Cualquier economista que no use las antiparras de la ortodoxia lo sabe bien.
Con diferentes denominaciones el impuesto sucesorio o a la transmisión gratuita de bienes tuvo vigencia entre nosotros desde 1801, es decir desde que éramos colonia. En 1923, además de algunas modificaciones, se dispuso que lo recaudado por este tributo fuera destinado al sostenimiento de la educación pública. Luego de otros cambios posteriores llegó el hachazo final de Joe Martínez de Hoz el mismo año del golpe del 24 de marzo de 1976, tal la aversión que le tenían.
Solo en una provincia, Buenos Aires, se reinstaló este impuesto en 2009. En Entre Ríos se aplicó unos años y se derogó en 2018.
Cada vez que se impusieron las recetas de la ortodoxia económica –la última dictadura, el menemodelarruísmo y el macrismo– los argentinos terminamos más empobrecidos, más endeudados y más desiguales. Pero esta vez estamos peor porque a los efectos de la tercera epidemia neoliberal hay que sumarle los daños económicos que ya está causando el coronavirus.
Si alguien piensa que de esta crisis vamos a salir sin profundos cambios en la concepción del Estado y sin medidas económicas, financieras y tributarias audaces, está equivocado. Una de las enseñanzas que está dejando esta pandemia en todo el planeta es que no puede sostenerse más la tremenda desigualdad que generó casi medio siglo de capitalismo de casino, de globalización financiera. Ahí están los libros de Thomas Pickety con sus estadísticas irrefutables.
En medio de esta conmoción va ganando terreno a paso firme la idea de que los más ricos son los que deben afrontar en mayor medida el peso de la reconstrucción del país y del mundo. A las clases medias pauperizadas y a los más humildes ya no se les puede pedir más esfuerzos pues están exhaustos.
Volviendo al comienzo, entre otros instrumentos fiscales el impuesto a la herencia, actualizado y perfeccionado, es una herramienta que, si quiere recuperar su capacidad ejecutora, el Estado no está en condiciones de descartar. Si algo enseñó la pandemia es que los Estados deben fortalecerse para que el conjunto de la sociedad, y no solo los más pudientes, accedan al derecho a una vida digna. Hoy lo dice hasta el Financial Times.