Conocida desde su debut en el Festival de Cannes, el año pasado, con el título internacional The Wailing, En presencia del Diablo difícilmente hubiera llegado a la cartelera argentina de no ser por el inesperado éxito de Invasión zombie hace un par de meses. La lógica de su estreno, entonces, responde a una hipótesis de dudosa comprobación antes de los hechos y es, en definitiva, una apuesta: si una película de terror coreana fue bien recibida por el público tal vez la situación vuelva a repetirse. Los pingos se verán en la cancha a partir de hoy, pero lo cierto es que no podrían existir dos films más diferentes que el largometraje de Yeon Sang-ho –cuya carrera de Seúl a Busán en un tren infestado de criaturas sedientas de carne humana apostaba a un clasicismo inoxidable– y el último largometraje de su compatriota Na Hong-jin, que hace del pastiche de diversos subgéneros del terror cinematográfico –y también de otros universos– su razón misma de ser. Al mismo tiempo, ambas películas revelan la punta del iceberg de un cine popular hecho en Corea del Sur año tras año, de ninguna manera extrañezas como contundentes pruebas de la vitalidad de esa industria cinematográfica.
Ambiciosa, desorbitada, extensísima para los parámetros del horror cinematográfico, la película escrita y dirigida por Na Hong-jin comienza como un policial de investigación, ante la sangrienta evidencia de una serie de crímenes seriales en un pequeño pueblo coreano. ¿Policial? El protagonista, Jong-goo, es un oficial de las fuerzas de ese lugar que –con la excepción de algunos ejemplares dentro del terreno de la comedia más franca– quizás sea el uniformado más torpe y melindroso de la historia del cine. La apuesta de En presencia del Diablo será usualmente seria y, por momentos, incluso melodramática (como ocurre en buena parte del cine industrial coreano), pero los momentos de humor no serán escasos, al menos durante sus primeros tramos. Al pueblo ha llegado un forastero, un hombre japonés (el gran Jun Kunimura, veterano con varias decenas de títulos en su filmografía, de Takeshi Kitano a Takashi Miike, pasando por Quentin Tarantino) de quien no pocos en el barrio comienzan a sospechar, en principio sin mayores razones que la xenofobia. Que el asesino de las primeras dos víctimas haga gala de unas singulares pústulas en todo su cuerpo es apenas la primera de una serie de señales sobre la anormalidad de los hechos.
Mientras el supuesto Caligari japonés anda rondando los bosques enfrascado en sus misteriosas actividades y los cadáveres continúan apilándose, la hija del protagonista comienza a actuar de manera extraña, inicio de otra punta de un ovillo que sólo se desenredará luego de dos horas y media de desvíos, cruces de caminos y giros de un film que, definitivamente, no le teme ni al exceso ni al ridículo. Y que, como ocurría en The Chaser y The Yellow Sea (las películas previas del realizador, nunca estrenadas en la Argentina) alternan momentos de gran intensidad con otros que no logran cuajar de manera definitiva. The Wailing suma muertos vivos, fantasmas de varias categorías y posesiones diabólicas con sus consiguientes exorcismos, congelando el esquema de whodunit policial que le había dado arranque hasta la llegada de las últimas escenas. La escena del exorcismo budista doble, narrada en montaje paralelo, no sólo se erige como instancia bisagra en la narración, sino que resulta el mejor ejemplo de los logros de la película: imagen, sonido y tensión dramática puestas al servicio de la generación del suspenso más básico y puro.
Si el cine de Na nunca se caracterizó por la sutileza, aquí los desbordes de todo tipo –fundamentalmente los de un metraje a todas luces excesivo– parecen estar siempre a punto de arruinar la fiesta. A pesar de ello, y en comparación con la rutinaria exposición de terrores semanales en la gran pantalla (esos films derivativos, tan poco originales como sugerentes, que se estrenan regularmente), los 156 minutos de The Wailing ofrecen una suculenta dosis de novedades y sorpresas. El Mal es aquí tan cambiante como ingenioso y los seres humanos no parecen estar ni remotamente preparados para enfrentarse con semejante poder. La mejor demostración de ello es Jong-goo, el héroe más atípico que el espectador pueda llegar a imaginarse.