Se supone que ya debería haber escrito sobre la cuarentena después de tres semanas de encierro nacional. Pero casi no tengo tiempo. Ni ganas. Para quienes seguimos trabajando por ser considerados parte de los “servicios esenciales”, el problema no es salir. Es volver. Dejar los zapatos afuera, poner toda la ropa dentro de una bolsa de basura para lavarla separado del resto, esperar a ducharme para luego abrazar a mi hijo. Y hacerlo con cuidado porque puedo ser un arma letal. Darle un beso a mi mamá, por ejemplo, podría matarla. Tiene 70 años y es hipertensa. Candidata fija al COVID 19. Por eso hace un mes que no la veo. Tres días atrás le hice una valija con ropa de invierno y se la mandé con un agente de servicio penitenciario que vive en el pueblo donde ella se refugia, convencida de que las pestes se llevan mejor con la vida rural. Morir viendo las flores es más digno que sobre un mundo de cemento, argumenta. El agente penitenciario tiene el bendito Permiso Único de Circulación y puede ir a trabajar sin correr riesgo de ser arrestado así que nos hace el favor. Al recibir su ropa mamá se puso guantes y desinfectó todo. Si no lo hubiera hecho hoy podría estar conectada a un respirador artificial. Eso dicen los médicos. Y en ese tono dramático me lo contó por videollamada.

Siento que estoy escribiendo la sinopsis de una película yanqui de bajo presupuesto. Pero no. La mayor parte de la gente lleva semanas encerrada y yo llevo el mismo tiempo protegiéndome para poder hacer mi trabajo. Informar. Los cronistas televisivos envolvemos la goma espuma de nuestro micrófono en papel film, usamos una vara de metal pesada e incómoda a la que hemos llamado cariñosamente “suruncho” y ahora también tenemos una máscara facial de plástico que cumple la función de cubrir ojos, nariz y boca. Distanciarnos. No contagiarnos. No contagiar. Ese es el objetivo. Nos movemos como astronautas aparatosos y torpes en medio de una urbe casi desierta. Pero al menos nadie podría tildarnos de irresponsables. Después de cada nota el camarógrafo y yo nos rociamos alcohol diluido en agua. Chist, chits, chits. Muérete virus.

Los viejos consejos periodísticos sobre crear un clima de confianza con el entrevistado han sido anulados. El entrevistado ahora debe estar lejos y decir lo justo. Su saliva y la mía, son de altísima peligrosidad. Nuestra misión consiste en retratar la pandemia. Ayudar a contenerla informando correctamente. Mostrando como la policía se lleva detenidos a los ciudadanos que incumplen la ley y quieren por ejemplo ir a comer un pollo con su novia.

El viernes 27 de marzo de 2020 en Oroño y Batlle y Ordoñez (frente al Casino de Rosario) un hombre fue demorado en un cerrojo policial. Iba a bordo de un Ford Escort viejo y llevaba en el asiento delantero una fuente tapada con un repasador roñoso.

--¿Cuenta con el Permiso de Circulación?, preguntó un agente con énfasis.

--No, pero voy de mi novia… acá a la vuelta. Vamos a hacer un pollo asado, dijo el sujeto de unos veintiocho años levantando el repasador y exhibiendo al ave degollada como prueba. Las cámaras de televisión que transmitían en vivo daban cuenta de ello

--Tendrá que acompañarnos a la comisaría, dijo el policía. Y agregó: “Usted es un irresponsable que pone en riesgo la salud de toda la población”.

--Pe pe pe pero por favor, quiero ver a mi novia, déjeme ir… suplicaba el muchacho, mientras lo metían a un patrullero y el auto era enganchado por una grúa rumbo al corralón municipal. Misión cumplida.

El coronavirus obligó a la gente al celibato obligatorio o a una convivencia forzada que es para muchos una verdadera herejía.

Y abundan por estos días situaciones tragicómicas que ponen al descubierto nuestra verdadera naturaleza. Los síntomas del coronavirus son fiebre, dolor de garganta. Y tos. Así que ni se les ocurra ahogarse. Me pasó hace poco en la vía pública y les aseguro que podría haber estirado la pata sin que nadie me ayudara. La gente se espanta por asepsia. Ese día miraban aterrados como yo trataba de explicar que una gota de agua circulaba por mis vías respiratorias, pero no era el Covid 19. Tosía por ahogamiento, cof cof cof sobre el pliegue del brazo izquierdo señalando la botellita de agua que sostenía en la mano derecha. Pero entendieran la seña o no, todos huían despavoridos. Presos del terror. Y sí, tenemos pánico los unos de los otros. Por fortuna pude reponerme respirando hondo. Y sigo riéndome de la cara que ponían. En mí veían a la parca.

Otra. Hace poco vi a un conocido esperar a que el auto con el que salimos a hacer notas por las calles de Rosario arranque, para así cruzar la puerta y buscar una mochila olvidada dentro de su vehículo. Esperó sigilosamente escondido a que nos fuéramos para no cruzarnos, no tener que decir un hola que intercambie saliva, un líquido que puede viajar hasta a seis metros de distancia. Y que, cual película de Quentin Tarantino, lo asesinaría de manera fulminante. Al menos en su imaginación.

En este contexto los cronistas de calle hemos pasado a ser los apestosos con los que nadie quiere juntarse por temor a un contagio. Para cuidar a nuestros compañeros, tenemos prohibida la entrada a la redacción y nos dan las llaves del auto envuelta en un trapo. Incluso los guardias de seguridad solo nos hablan a través del vidrio de la puerta. Los bichos apestosos que cuentan lo que pasa deben estar afuera, en la más absoluta exclusión. Eso nos ha tocado y no nos quejamos. Solo que a veces… cansa un poco.

Pero ojo, no es que seamos más valientes que el resto. Es sólo una circunstancia. Uno de nuestros camarógrafos usa la escafandra de plástico hasta para ir al baño, pobre. No se la saca ni para dormir. Creo que teme contagiar a su novia. Y quién podría juzgarlo. Otro se echa alcohol cada cinco minutos. Y el móvil del canal huele a quirófano, irremediablemente.

Eso sí, en esta cuarentena de calles desiertas y gente inconsciente paseando a su perro durante horas, lo que más extraño son los bares. El cortado a la mañana, las medialunas recién hechas, el ruido de la máquina triturando granos de café. Y el diario de papel sobre la mesa. Aunque hemos encontrado algunas panaderías amigas que venden bebidas calientes al paso y hasta generosamente nos dejan usar su baño. Laburantes que auxilian a laburantes. Cada muestra de solidaridad ciudadana se agradece. Tan pobres de humanidad andamos estos días.

En realidad el miedo de los unos a los otros existía desde antes, esta pandemia lo único que hizo fue democratizarlo. Ya no son sólo los “motochorros” que pueden asaltarte, los “planeros” que usufructúan tus impuestos. Los gorilas se han quedado sin argumentos. Ahora el sobresalto, el susto mortal, llega de la mano de un estornudo, de una gota de saliva, de un poco de tos. Menuda fragilidad la nuestra. Menuda forma de recordarnos, esta pandemia, lo humanos que somos. Y a la vez deshumanizarnos con el noble, egoísta, instintivo objetivo… de sobrevivir.