"Pensé que el chiquillo sufría maltratos, lo pensé enseguida". Así comienza Las lealtades, la última novela de Delphine de Vigan, que construye una historia desgarradora a través de cuatro voces: dos niños y dos adultas. Con una pequeña licencia que también es poesía: las mujeres hablan en nombre propio, los niños están narrados en tercera persona. 

¿Es la indiferencia un maltrato? ¿Sólo puede asirse lo visible? Lo que se abre es un resquicio para la empatía. La escritora francesa despliega la capacidad de mirar aun a quienes desean hacerse invisibles, a aquellas personas que logran "fundirse con el entorno", "dejarse traspasar por la luz". 

De Vigan construye cuatro personajes heridos, todos asidos al mundo por esas lealtades invisibles, las que obligan a hacer, o no hacer, aquellas cosas que pueden dañarnos. Las que atan a una historia, a un linaje, a una forma de vivir.

Si poner en el centro de una novela a un niño alcohólico, al placer que ese único lugar de refugio le otorga a un nene de 12 años es también cruel, de algún modo, con quienes leen; la autora sabe que todo sufrimiento necesita un relato para ser escuchado. 

Un niño desolado, tironeado por dos progenitores incapaces de ver más allá de sí mismos, incapaces de maternar o paternar, es el eje de una historia que escala en violencia en cada página, y en la que no hay escapatoria. 

Sin espacio para el final feliz, o para una mirada romántica sobre los vínculos familiares, De Vigan retoma su gran tema, la guerra privada que cada quien enfrenta con su historia, con sus amores y odios. Y lo hace con la prosa magnética de cada una de sus obras, pero muy especialmente de Nada se opone a la noche, título fundamental en la que remonta la historia de su sufriente madre hasta dejar al descubierto que toda familia -aún la más refulgente- puede contener su pequeño infierno.  

Las lealtades, de Delphine de Vigan, editorial Anagrama, 2019.