Desde el comienzo del aislamiento social, preventivo y obligatorio dispuesto por el Gobierno nacional proliferan los memes con referencia al estado excepcional que nos toca atravesar. Entre ellos, hay muchos que aluden a la gordura como consecuencia indeseable y vergonzosa de la alimentación excesiva y el poco ejercicio que caracterizan la cuarentena de algunos sectores de la población.
Muches activistas de la diversidad corporal y afines han cuestionado el sentido de esas imágenes del “antes y después” que ahondan en preconceptos sobre el valor de la delgadez -o lo fit- y temores sociales en torno a un apocalipsis de la gordura que acecha a la humanidad. Las redes sociales rezuman acusaciones cruzadas de gordofobia y falta de sentido del humor. Me excede un poco analizar el tráfico de esas imágenes donde se traman afectos ligados a la incertidumbre, pero me quedo con la invitación a abrir el debate sobre algunos aspectos del comer en tiempos de cuarentena.
Inspirada por cierta antropología de la comensalidad (el comer juntes), hace algunos años escribí un texto -que luego fue compilado en el libro Cuerpos sin Patrones (Madreselva, 2016)- donde decía que “además de un hecho social, comer es un hecho político, indudablemente”. Me interesaba entonces explorar las condiciones de acceso al alimento en nuestro país desde una perspectiva no gordofóbica, pero que sí tuviera en cuenta distintas variables de opresión interrelacionadas. Especialmente pensaba en la clase y quería remarcar que había distintas formas de pobreza: algunas caracterizadas por la exclusión del acceso a la comida y otras por el acceso restringido a ciertos alimentos. Acá hay que aclarar algo: me refería a comer como actividad humana donde se articulan lo individual y lo social. Comer, como práctica individual, más allá de ser un evento situado en determinadas coordenadas geopolíticas, no siempre es un manifiesto político. Ni tendría porqué serlo, aunque algunas circunstancias gatillen la susceptibilidad social y pongan en el centro de la escena ese acto. Por ejemplo, comer en público puede resultar una actividad trivial, pero puede ser un desafío para algunas personas diagnosticadas con un desorden de la dieta (los llamados TA: trastornos de la alimentación) o que son gordas: está muy documentado que las personas gordas suelen ser señaladas y juzgadas por el tipo de alimento consumido o por el modo de comer, el que es muchas veces adjetivado y/o animalizado.
Así, comer en público puede ser difícil o incluso peligroso para algunes. Puede implicar valentía para muches otres, incluso si no han sido diagnosticades, ya que toda nuestra cultura está centrada en torno a inseguridades corporales a la hora de ingerir alimentos. Es increíble el efecto de sorpresa que se produce cada vez que hacemos una reunión en un patio de comidas o restaurante con el Taller Hacer la Vista Gorda. Pues que un grupo de gordes sea visto en público haciendo aquello que, para el sentido común, debería ser una actividad privada o vergonzosa termina siendo una suerte de conjuro contra el imperativo de delgadez que regimenta cuerpos y deseos. Pero cuidado con las generalizaciones apresuradas: comer en público y ser gordes tampoco nos convierte en agitadores ni en activistas mágicamente, tal como el hecho de ser mujer no convierte automáticamente a nadie en feminista por obra y gracia de una esencia universal.
El mero hecho de comer libremente y sin culpa, por más deseable que sea, no es algo político en sí mismo, aunque sí puede ser pensado y politizado más allá del meme. Comer ante cierto público también puede ser un problema en tiempos de pandemia. Familiares, amistades, amantes y afectos pueden sentirse más habilitades que nunca para constituirse en policía de los cuerpos y opinar sobre elecciones alimentarias ajenas o sobre las consecuencias de esas elecciones en el peso de alguien, especialmente si ese alguien almacena más tejido adiposo que el promedio.
Esta microviolencia habitual se potencia en el encierro compartido real o virtualmente -en casa, en el barrio o en las redes-, e interactúa con otras formas de violencia estructural e interpersonal, lo que debe ser señalado y nombrado como tal. Eso es parte de la tarea de los activismos de la diversidad corporal. Porque politizar la gordura implica preguntarse por el acceso al alimento y otros aspectos no nutricionales de la comida y la comensalidad. Implica pensar también una justicia alimentaria (y sanitaria) que alcance a toda la población, pero que no esté basada en la estigmatización ni en la desaparición neo-eugenésica de una variación corporal como es la gordura.
Con esto no quiero emitir juicios morales fáciles del tipo “tu activismo no sirve” o señalar quiénes son activistas o cuáles son los memes de los que nos podemos reír sin culpa, sino que busco complejizar nuestros haceres durante la emergencia, para que el post pandemia nos encuentre más fuertes como comunidad. Mi deseo es que intervengamos en discusiones de alcance nacional y regional sobre políticas públicas que involucran la alimentación, el acceso a la salud y la gordura. Y que el comer juntes, como hecho político, no sea solo una frase más perdida en Internet.
*activista por la diversidad corporal, Taller Hacer la Vista Gorda.