Pasado el primer momento de urgencia virtualizadora podemos detenernos a reflexionar sobre sus consecuencias en la educación. Comencemos con dos escenarios.
En el primero, observamos clases que se pensaron para ser dictadas en forma virtual. Eso conlleva una manera de entender el proceso de enseñanza-aprendizaje que tiene como centro el trabajo colaborativo y la autonomía de los estudiantes. Una clase virtual lleva bastante tiempo de preparación previa, materiales diseñados específicamente, depende de estudiantes que se hagan responsables de sus propios aprendizajes y de una retroalimentación precisa, acotada y constante del docente a cargo.
El segundo escenario es disruptivo: la virtualización de clases para las cuales el cuerpo y la palabra son prácticamente irremplazables. La virtualización por la contingencia genera respuestas forzadas: las videollamadas que duran lo mismo que las clases presenciales son una señal de que se traspasa una realidad a la otra, sin considerar las particularidades.
Partiendo de la incertidumbre que nos genera sobre todo el segundo escenario, propongo cuatro ejes organizadores para pensar la cuestión:
No, no vamos a rendir igual. Un buen punto de inicio es pensar primero qué queremos y podemos hacer con los estudiantes en cada contexto: hay que superar el paradigma de la productividad a ultranza. Ni docentes ni estudiantes pueden rendir al máximo en esta situación de excepción. Eso no significa reducir contenidos o simplificarlos, sino jerarquizarlos de otra manera. No podemos imaginar escenarios homogéneos ni pretender respuestas homogéneas: aquí no hay nada normal en ninguno de los sentidos de esta palabra.
El tiempo en la virtualidad no es el tiempo de lo presencial. Dado que las fronteras del aula desaparecen es central contar con consignas claras que ayuden a los estudiantes a aprender de forma más independiente. Encuentros sincrónicos breves con objetivos precisos puede ser una opción. Los que enseñamos idiomas solemos estructurar la clase presencial con momentos de conversación grupal, comentario individual, trabajo colaborativo y trabajo individual, con mínimas secuencias expositivas y mucho acompañamiento. Esa puede ser una inspiración. Y pensar desde ahí qué herramientas son necesarias y no al revés, siempre teniendo en cuenta que la vía de la comunicación virtual canaliza hoy la mayor parte de nuestros vínculos.
El espacio en la virtualidad es una gran forma de ordenar. Las herramientas pedagógicas online son grandes organizadores visuales. Hay un lugar para cada cosa: anuncios con tableros, para la producción escrita, chat sincrónico, foros asincrónicos. Mirar el mapa de cómo está organizada cada plataforma puede ayudar a elegir la más adecuada al recorrido imaginado para nuestras clases.
La autonomía. La gran paradoja es que la autonomía frente al aprendizaje no es frecuente en los estudiantes pero las tecnologías educativas la fomentan y requieren. La clase expositiva en la que el docente habla y los estudiantes escuchan ya no es posible. Todos tenemos que asumir nuevos roles, más interactivos, necesariamente. Ahora bien, ¿en qué consiste la interactividad en este contexto? Aquí la respuesta puede provenir del mundo virtual: el trabajo colaborativo en red. Quizás la clave sea descansar más en esas redes y menos en un vínculo radial con el docente.
Los trayectos pedagógicos pueden ser un sostén tanto para docentes como para estudiantes en estos días complejos. Pero ninguna de las estrategias funcionará si no pensamos todos estos problemas atravesados por lo vincular. Taz vez una respuesta posible sea proponernos transitar esta coyuntura con una mínima regularidad y, al mismo tiempo, priorizar el hecho de que, entre ese docente que se esfuerza y ese estudiante que intenta, hay un vínculo muy humano aunque esté mediado por la tecnología.