“Hace unos días, la cantante italiana Mina cumplió 80 años. En estricto confinamiento. Y no solo por las circunstancias globales. La reclusión, a Mina, le viene de lejos. De tan lejos que estas últimas semanas ha corrido un meme por toda Italia en el que se podía leer: ‘Mina no sale de casa desde el 23 de agosto de 1978. Mina es inteligente ¡Sé como Mina!’”. Así recuerda un reciente artículo del diario El País a una de las mujeres más célebremente recluidas de la historia, superdiva de la canción italiana que hizo bomba de humo al confinarse en su casa de Suiza a fines de los 70, tras padecer años y años de persecución mediática. “Uno de sus primeros éxitos, Il cielo in una stanza, ya marcaría lo que sería una constante en su carrera: el escándalo. La interpretación del tema que, claramente, alude a una relación sexual, y encima interpretada, y de qué manera, por una mujer, levanta tal polvareda que la canción llega a ser censurada”, ofrece la mentada nota. Y recuerda cómo, cuando en el ’63 Mina viaja a UK para dar a luz, los paparazzi anuncian ¡horrorizados! que la criatura es fruto de un romance prohibido con el actor Corrado Pani. Poco importaba que el hombre estuviera separado: L’Osservatore Romano la tilda de “pecadora pública”, la RAI la veta por años… El calvario continúa para la Tigresa de Cremona, a la que no le pierden rastro. En el ’78, agotada, da su último concierto y, desde entonces, se recluye definitivamente en Lugano, Suiza, donde se ha dejado ver a cuentagotas. En 2001, por caso, cuando abrió las puertas de su estudio de grabación en una transmisión streaming a la que trataron de acceder 50 millones de personas en simultáneo. Es que de tan inmarchitable su popularidad, hace poco reclamaba el pueblo tano que la misteriosa dama fuera elegida senadora vitalicia… Indómita y sin soltar nunca la toalla, ha estado presente a través de sus canciones: saca prácticamente un disco por año experimentando con el sonido que le dé la gana, sea jazz, pop, ópera, electrónica… “Dejándose ver en esas fastuosas portadas repletas de ironía”, destaca la periodista ibérica Blanca Lacasa: “como la cabeza de un mono en la portada del álbum Selfie, o esa tapa en la que su cabeza aparece incrustada en el cuerpo de un culturista, o aquella en la que se convierte en Gioconda, o esa otra en la que enseña desafiante los dientes. Por no hablar de una en la que aparece obesa respondiendo con sorna a todas esas teorías que achacaban su encierro a un aumento de peso”.
La reina del suspense. Suiza fue también el destino elegido por Patricia Highsmith, que pasó sus últimos años en Tegna, sobre el valle de Maggia, en relativa reclusión. Fastidiada por lo “descarnado y tedioso” de su Estados Unidos natal, vivió en Italia, Reino Unido y Francia previo a anclar definitivamente en este petit pueblo de apenas 200 habitantes, donde encontró refugio en una casita blanca con jardín. Celosa a ultranza de su privacidad, allí cultivó plantas, construyó sus propios muebles de madera, practicó la cría de caracoles… cuya compañía valoraba más que la humana. Siempre rodeada de gatos, como su querida Charlotte, amenizaba sus horas leyendo el Herald Tribune, pintando, escribiendo en su diario, escuchando música clásica. Y manteniendo, claro, una dieta regular… a base de whisky, cerveza y dos atados de cigarrillos sin filtro al día. “Gracias a su aislamiento, su mente no estaba contaminada por la moda, los convencionalismos o las inhibiciones”, dijo una voz amiga sobre la huraña mujer, que era más afín al intercambio epistolar que a la vida social activa, porque –según afirmaba- iba en desmedro de su creatividad. “Mi imaginación funciona mucho mejor cuando no tengo que hablar con la gente”, afirmó en cierta ocasión la sobresaliente renovadora del género negro, creadora del talentosísimo Señor Ripley (de los asesinos que acuñó, su favorito), de Extraños en un tren… Y de la preciosa, rompedora Carol, esa historia de un amor arrebatado entre dos mujeres en los 50s que fue recibida con condescendencia y pacatería por la crítica de la época, pero con hondo agradecimiento por el público.
Una poeta sin par. Qué miopes, por favor, ciertos ojitos revisionistas al querer imponer su anacrónica mirada contemporánea sobre la excepcional poeta Emily Dickinson para tildarla de puritana ¡Justo a ella!, que se mostraba reacia a los dogmatismos religiosos, a la figura de un Dios todopoderoso, a la egomanía… Dedicarse en cuerpo y alma a la poesía requería un voto de concentración y aislamiento que, con devoción, ella tomó a voluntad; haciendo consciente corte de manga a lo que la sociedad del siglo 19 esperaba de una mujer: que fuera madre, esposa, criatura social. Social fue, en sus propios términos, favoreciendo misivas para intercambiar con sus seres queridos: cartas como rompecabezas, notas breves como tuits, poemas como obsequios que hacían las delicias de su círculo de amigos. Con los que comparte, dicho sea de paso, su profundo humanismo, aboga por un acceso equitativo a la educación… Ojo, su exilio a puertas cerradas en la casa familiar fue progresivo, no se dio de la noche a la mañana- ¿De qué otro modo sino con tiempo y dedicación, en soledad, hubiera podido terminar a la tierna edad de 15 el bellísimo herbario donde preservó meticulosamente flores y plantas de su Amherst natal, recogiendo cientos de especies con sensibilidad y mimo? El encierro no fue, para ella, privación: fue ejercicio de una autonomía y fortaleza singulares, como singulares fueron sus poesías. “Podría estar más sola… sin mi soledad”, uno de sus versos, por demás representativo.
La adolescente resiliente. “Ríete de todo y olvídate de todos. Suena egoísta, pero es la única cura para los que sufren de autocompasión”. “A largo plazo, el arma más afilada es un espíritu amable y gentil”. “No pienso en la miseria sino en la belleza que aún permanece”. Que tan esperanzadoras frases pertenezcan a una chica de 13, 14 años ya es sorprendente; que hayan sido escritas durante un aislamiento forzado de más de 2 años las vuelven extraordinarias, sin más, por su madurez, la ausencia de resentimiento, su claridad. Obvio es decir que pertenecen a Ana Frank, que escribió en “la casita de atrás” -escondite de Ámsterdam donde trató de ocultarse de los nazis junto a su familia- su celebérrimo Diario: una libreta con tapas de tela que bautizó Kitty y rehízo en el ’44, tras oír en la radio que testimonios en primera persona serían recopilados tras finiquitar la Segunda Guerra Mundial. En estos días en los que se cumplen 75 años de su muerte en el campo de concentración Bergen-Belsen, sí que es un amparo repasar las edificantes letras de una muchacha que, en el peor escenario posible, no eligió recluirse pero igualmente mantuvo altos los ánimos. Por cierto: en un intento por acercar su figura al público más mocete, la Casa Museo Ana Frank ha convertido a esta icónica cronista del Holocausto en… youtuber, lanzando muy recientemente en formato videoblog una serie de 15 episodios que, a partir de extractos, traduce al visual sus vivencias y puede verse online.
La mujer de los lunares infinitos. Salvo que tenga que viajar para hacer acto de presencia en alguna retrospectiva o deba dar una interviú a cuento de alguna muestra, la rutina de Yayoi Kusama -la artista viva mejor cotizada del mundo- se mantiene prácticamente incólume desde la década del 70s: amanecer cada día en el instituto mental donde vive desde hace décadas, caminar diez minutos hasta su estudio, trabajar con su equipo unas 10 horas por día, seis días a la semana, “tejiendo” sus famosas “redes infinitas”; volver al hospital que es, por propia elección desde 1973, su casa. Como recupera la periodista Leticia García en un reciente artículo de la web Smoda, ese año tuvo Yayoi inquietante episodio alucinatorio: “Un día estaba mirando el estampado de flores rojas de un mantel. Y, de repente, lo vi también cuando miré al techo, cubría las ventanas, todo el cuarto. Hasta a mí misma. Me asusté, sentí que comenzaba autodestruirme”. No fue el primero, conforme relata la periodista: “Padecía desde niña un trastorno obsesivo compulsivo y utilizaba el arte para canalizar la neurosis provocada tanto por su entorno familiar (su madre la obligaba a espiar a su padre y a su larga lista de amantes para mantenerla al corriente), como por los horrores perpetrados por la II Guerra Mundial (tenía 16 años cuando estallaron las bombas atómicas)”. Si ese momento marcó un antes y un después que catapultó el retorno a su Japón natal fue porque -tras intentar abrirse camino en la escena arty neoyorkina sin demasiada suerte- había enfermado de depresión tras la muerte de su amigo y mentor Joseph Cornell. Ergo la decisión de ingresar poco tiempo después al hospital psiquiátrico Seiwa, en Tokio, donde planta definitivas raíces, creando obras donde ha sabido canalizar obsesión y acumulación en piezas donde la repetición casi compulsiva sigue patrones rítmicos.
La monja jerónima. “Vivir sola… no tener ocupación alguna obligatoria que embarazase la libertad de mi estudio, ni rumor de comunidad que impidiese el sosegado silencio de mis libros”, anotó Sor Juana Inés de la Cruz desde su celda del convento de la Orden de San Jerónimo, donde tomó votos perpetuos a los 19 y allí permaneció el resto de su días. Liberadora opción para esta brillante muchacha del 1600s que perseguía irrenunciable vocación por el estudio: si la universidad no estaba en las cartas para las mujeres, quedaba el claustro para que la prodigiosa y precoz Juana (que según se cuenta, aprendió a leer y escribir con apenas 3 añitos y a los 8 ya se había mandado su primera loa eucarística) despuntase el vicio por el conocimiento. Teología, astronomía, pintura, lenguas, filosofía; de todo estudió esta monja jerónima que amasó una nutricia biblioteca con más de 4 mil tomos y, como escritora, abordó desde poesía hasta teatro, desde opúsculos filosóficos hasta estudios musicales; también villancicos. En ocasiones, despertando tirria de la cúpula eclesiástica, que veía con recelo que una religiosa se ocupara de temas demasiado… terrenales. Que se dedique a rezar y cocinar, le dijeron; y ella respondió sin cortarse medio pelo: “Bien se puede filosofar y aderezar la cena”. Defensora del derecho de la mujer a la educación, entre sus obras más conocidas destacan Los empeños de una casa, El divino Narciso o Neptuno alegórico, que creó durante el Barroco, confinada, en territorio mexicano. Entre los versos más famosos de esta poeta, una de las voces más importantes del Siglo de Oro: “Hombres necios que acusáis/ a la mujer sin razón/ sin ver que sois la ocasión/ de lo mismo que culpáis”. O bien: “En perseguirme, Mundo, ¿qué interesas? / ¿En qué te ofendo, cuando solo intento / poner bellezas en mi entendimiento / y no mi entendimiento en las bellezas?”. Ni qué decir de… “Óyeme con los ojos, / Ya que están tan distantes los oídos, / Y de ausentes enojos / En ecos de mi pluma mis gemidos; / Y ya que a ti no llega mi voz ruda, / Óyeme sordo, pues me quejo muda”.