Abarcar la circulación de noticias relacionada con la epidemia de Covid-19 es como empujar la piedra de Sísifo. Las aclaraciones se superponen o se anulan entre sí, de manera que, en determinado punto, simbolizar lo que está sucediendo resulta imposible o meramente absurdo. No obstante, las palabras aún tienen sentido y lxs ciudadanxs, capacidad de entendimiento y memoria.

Me detengo en la representación elegida por el gobierno de Emmanuel Macron para darle cuerpo a lo que está sucediendo en el territorio francés. Durante la alocución que pronunció el pasado 16 de marzo al anunciar medidas de confinamiento estrictas tales como la movilización del ejército y el cierre de las fronteras exteriores de Europa, el presidente repitió seis veces “Estamos en guerra”.

Que en primera instancia, la única manera de nombrar la gravedad de una epidemia que supone medidas insólitas, sea la fantasmagórica declaración de un estado de guerra, indica la vulneración del sistema democrático. ¿Acaso los principios que fundamentan nuestras democracias carecen de recursos simbólicos a la altura de las circunstancias que estamos atravesando? El estado de guerra sí le ofrece recursos estratégicos a este gobierno, a través de la evicción de un principio básico en toda democracia: la transparencia política.

Este es un punto que resaltó el filósofo e historiador Marcel Gauchet en una entrevista publicada en Philosophie Magazine al día siguiente del primer anuncio presidencial, el 17 de marzo: “Nuestros gobernantes tienen el hábito tecnocrático del estado tutelar francés, que sabe mejor qué hacer que el simple ciudadano. Se remiten a un comité de expertos científicos cuyas recomendaciones no publican. […] Como individuo, tengo confianza en la ciencia. Pero me gusta entender el razonamiento científico que hay detrás de las decisiones. Ya no estamos en la era del "poder espiritual" de Augusto Comte. La ciencia es la razón en acción, y por lo tanto la posibilidad de hacer entender el propio razonamiento. Hay un doble fracaso del gobierno. La ciencia debe ser ante todo pública, no asunto de un comité confidencial.”

La suspensión de nuestras libertades individuales – ¿necesaria, pero hasta dónde, son realmente necesarios los drones que vigilan a la población? - en nombre de la salud pública, la misma que durante meses ha sido desoída por la agenda política de LREM, no deja de ser paradójica. En lo que va de estas primeras cuatro semanas de confinamiento, aún no hemos olvidado la movilización del 14 de noviembre de 2019, que contó con la participación masiva de lxs trabajadorxs de todos los sectores de actividad en establecimientos médico-sociales que dependen del financiamiento público, desde los hospicios (EHPAD), hasta los servicios de urgencia.

Sin olvidar tampoco aquella acción encabezada por un colectivo de más de mil médicxs del hospital público, que el 13 de enero presentaban una renuncia conjunta de sus cargos administrativos para protestar contra la precarización del personal médico, la falta de inversión en material hospitalario, la supresión de camas, vale decir, el desmantelamiento de la salud pública. En el tercer punto de la carta que le entregaron a la que era entonces ministra de las Solidaridades y de la Salud, Agnès Buzyn, pedían “una revisión profunda del método de financiación a fin de aplicar la regla del cuidado justo del paciente al menor costo para la colectividad, fomentar la pertinencia de las prescripciones y actos en lugar de tratar de desarrollar actividades rentables para el establecimiento”.

Estado de guerra, pues, aislamiento y muerte de les viejes en los hospicios. Como si esa pudiera ser una imagen viable para soportar y justificar la deshumanización de nuestras personas mayores cuando estas prácticas -encerrarlas individualmente en sus habitaciones impidiendo el contacto con otrxs residentes- resultan de las lógicas presupuestarias que rigen las economías liberales en materia de salud pública. De puertas para adentro, lxs trabajadorxs de esas instituciones que asumen esa situación son en su mayoría mujeres, las que cubren los empleos de cuidado. Allí, y en otros espacios, necesarios al cuidado del cuerpo social.

Sin embargo, en sus alocuciones Emmanuel Macron designa casi exclusivamente a lxs actores de la gran epopeya nacional en masculino: los cajeros, los agricultores, los médicos, los policías, etc. Desde sectores feministas, esto no pasa desapercibido, pero pocas voces audibles, se han elevado desde la clase política para señalar este detalle salvo la ex ministra de Justicia del gobierno socialista de François Hollande, Christiane Taubira, a quien le debemos la ley que reconoce la trata y la esclavitud como un crimen contra la humanidad, y la adopción del proyecto de ley de matrimonio igualitario:

"No quiero ir por el camino fácil y decir que el presidente se equivocó de registro. Probablemente quiso despertar conciencias y generar un cambio en los comportamientos de forma intencionada. Aunque parezca fácil, creo sinceramente que las mujeres en posiciones de autoridad o poder habrían enfocado las cosas de manera diferente. En lugar de recurrir a este corpus viril y marcial, habrían visto más fácilmente que lo que hace funcionar a la sociedad es un grupo de mujeres: son mayoría en los equipos de atención, aunque también atendemos a los hombres con tanta gratitud; son mayoría en las cajas de los supermercados, en los equipos que limpian los establecimientos que siguen funcionando".

En el tan esperado discurso de este lunes, el presidente, bronceado como él solo mientras estamos todxs (lxs que tenemos el privilegio de estar confinadxs) translúcidos, puso fin a su retórica marcial anunciando la fecha que vendrá a iniciar un nuevo tiempo “de paz”, una postguerra: el 11 de mayo. Según previno, el progresivo desconfinamiento, al que llamó varias veces “el post-11 de mayo”, requerirá esfuerzos. La Secretaria de Estado de Economía, Agnès Pannier-Runacher, advirtió por su parte que "probablemente se necesitaría más trabajo que antes" para "compensar" la pérdida de actividad. Cuesta creer que el motivo principal sea, según declaró el presidente, que “demasiados niños, especialmente en los barrios de clase trabajadora y en nuestro campo, se ven privados de escolarización sin acceso a la tecnología digital y no pueden ser ayudados de la misma manera por sus padres”.

Hasta ahora, no se hicieron públicos los criterios científicos sobre los cuales se basa la reapertura de los colegios primero, mientras las universidades, los restaurantes y otros espacios permanecen cerrados. No sabemos si el gobierno nos está preparando a un cambio de estrategia, dirigiéndonos hacia “la inmunidad colectiva”, es decir, naturalizar las muertes por coronavirus para “salvar” el sistema económico vigente. Por ahora, el conjunto de los medios televisivos ha naturalizado el uso abusivo de la palabra “guerra”, mientras miles de refugiados que escapan de conflictos armados reales sobreviven en condiciones infrahumanas en las puertas de la confinada Europa.

He aquí algunos elementos de una autoficción política francesa, tal y como la percibo desde los metros cuadrados que me son impartidos. Desde acá, tengo tiempo y medios (a diferencia de muchxs) para buscar otros relatos. Les comparto esta distopia de inspiración marxista del colectivo francés Illusio:

“Finalmente, en el oscuro espejo de la pandemia, el estado de excepción parece haber cumplido - al menos en parte - el sueño del Capital como sujeto autómata. Suponiendo que el episodio distópico que estamos viviendo en este momento resultara ser un episodio infinito, sería fácil imaginar una población totalmente acostumbrada a las relaciones virtuales, al encierro alimentado por Netflix y a los servicios de entrega de alimentos a domicilio. Se prohibirían los viajes, restringidos a la circulación de mercancías, fruto de un sector productivo ampliamente automatizado. […] El espacio real, abandonado por los seres humanos confinados y obligados a huir hacia la virtualidad, ahora sólo pertenecería a las mercancías. La circulación humana, subproducto de la circulación de mercancías, se habría hecho finalmente superflua, y el mundo entero se habría entregado a las mercancías y sus pasiones, una nueva forma de fetichismo absoluto”.

Lamento esta profusión de citas - en tiempos de pandemia, los relatos se corresponden – pero quisiera relacionar este texto con otro, escrito hace cien años. Entre finales de marzo e inicios de abril de 1922, en una carta a Milena Jesenská (fallecida en el campo de Ravensbrück en 1944, otra guerra real) Franz Kafka escribía:

“Los besos escritos no llegan a destino, son bebidos por los fantasmas en el camino. Y esa abundante alimentación hace que los fantasmas se multipliquen en forma tan desmesurada. La humanidad lo percibe y lucha contra eso; para eliminar en lo posible todo lo fantasmal que se interpone entre los hombres y para lograr una comunicación natural, para recuperar la paz de las almas, ha inventado el ferrocarril, el automóvil, el aeroplano. Pero ya es tarde; es obvio que esos inventos han surgido en plena caída. La otra parte es mucho más serena y fuerte: después del correo inventó el telégrafo, el teléfono, la telegrafía sin hilos. Los fantasmas no morirán de hambre, pero nosotros sucumbiremos.”

Los besos que mandamos por medio de las pantallas de nuestras telegrafías sin hilos siguen llegando a destino. Esa frágil certeza, valga lo que valga, protege nuestra condición humana de cierta mortífera viralidad.