Joaquín Furriel eligió una profesión en la que es casi imposible evitar la exposición, pero el actor, que interpretó Hamlet el año pasado en el Teatro San Martín, sigue manteniendo su mundo privado lo más alejado posible de las cámaras. Incluso, desde que es famoso no perdió la costumbre de hacer viajes -en los que la naturaleza es protagonista- con los mismos amigos del barrio que conoció en su juventud. La cuarentena obligatoria incidió para Furriel en un corte abrupto con los escenarios naturales y el coronavirus le pintó una postal que nunca hubiera soñado ni en la peor de sus pesadillas: ver todos los teatros de la ciudad cerrados. Sin embargo, Furriel le pone el pecho a las balas: en la ópera prima del español Luis Trapiello, Enterrados –que desde hace unos días se puede ver en Cine.ar, la plataforma digital del Incaa-, tuvo contacto con la naturaleza de Asturias y con algo más: entró por primera vez a una mina real, ubicada a 600 metros de profundidad. Otra manera de vivir la naturaleza, se podría decir.
"Por un lado, al vivir en una ciudad como Buenos Aires, que tiene tanta actividad cultural, siento que la cultura y la naturaleza dialogan todo el tiempo. La ventaja de vivir en una ciudad y alejado de un entorno con mayor naturaleza tiene que ver con la cultura. Es la que me da la sensación de estímulos, de novedades, de pensamientos diferentes", plantea Furriel. Y en estos momentos no puede experimentar ni la cultura ni disfrutar de la naturaleza. "No las tengo de manera vivencial. Tenía 3500 fotos de un viaje que hice a Nepal y a la India. Estuve como dos meses y medio en el Himalaya, en el Valle de Katmandú con los campesinos. Y en India también estuve en lugares increíbles, así que estuve ahora reviviendo eso con las fotos. A cada uno le pegará por donde le pegue. A mí me agarró por ver todo lo que viví hasta ahora, que no son pocas cosas y que me acompañan también", explica el actor.
Furriel interpreta en Enterrados a Daniel, un ingeniero argentino que trabaja para una mina de carbón en Asturias. Debe ir por primera vez bajo tierra para ver una mina que, tal vez, esté en condiciones de ser explotada. Lo que parece un trabajo de rutina, pronto se convierte en una situación extraordinaria: se produce un derrumbe y Daniel queda atrapado en la mina junto a dos mineros veteranos, uno de ellos a punto de retirarse. En esa convivencia forzada, a los tres se les suman dos personas que se encontraban cavando en una zona cercana. Al ver que una piedra tapó la posible salida, todos se sienten desmoralizados frente a un desenlace que entienden como inexorable. Todos menos Daniel, que no se dará por vencido. Sólo tienen un poco de agua que se filtra de las paredes. Comida no hay y es preocupante la falta de oxígeno. La desesperación hace que Daniel transite entre el mundo real y el onírico y fantasioso. Trapiello construyó un guion que entrelaza la realidad de una tragedia con el delirio que provoca saber que se está entre la vida y la muerte.
-¿Cuáles fueron tus sensaciones al entrar a una mina por primera vez?
-En principio, hay toda una historia por la minería en Asturias que, además, llega a la Argentina, porque en nuestro país hay muchos descendientes de mineros asturianos . Yo estaba en La Felguera, que es un pueblo minero, donde empecé a escuchar la cantidad de historias que hay. Estuve también en el pueblo Cerredo, de donde es mi representante, Pedro Rosón. Por ejemplo, nos fuimos un fin de semana a visitar a su familia. Es un pueblo en el que viven, como mucho, cuatro mil personas. Y de esas, casi 600 trabajan en la mina que está ahí. Comí con ellos y vi lo que significa la mina para ellos. Es muy impactante ver que quienes viven vinculados con ese tipo de trabajo tienen un grado de mucha entrega. Por otro lado, es un lugar muy hostil, muy peligroso. Y calculá que un año que trabajás son dos; o sea que a los 40 o 45 años ya te jubilás. Eso me llamaba la atención y lo hablaba con gente de ahí: ¿qué se siente ser jubilado a los 40 años? ¿Qué hacés el resto de tu vida siendo ya jubilado? Es muy extraño. El mundo de la minería me resultó tan fascinante como extraño. Y algo medio anacrónico. Hay un punto en el que me cuesta creer que con la tecnología que tenemos hoy se siga cavando. Son muchos kilómetros por toda Asturias que están cavados por minas. Desde ya que eso para el medio ambiente tampoco puede estar bien. Hay mucho dilema alrededor de esto.
-¿Y cómo fue tu primera bajada a la mina?
-Sentís cómo el aire empieza tener otro aroma, cómo se empieza a poner más espeso, cómo va apareciendo la presión. Bajamos a casi 625 metros. No tenés que pensar mucho en dónde estás porque si te ponés híper consciente de eso puede que te agarre un ataque de claustrofobia. No sufro de eso, pero cuando salía de la mina, después de haber estado filmando todo el día, era extraño. En la mina, la luz es toda artificial, hay unos tubos que despiden aire para que puedas respirar. Después, estuvimos cinco semanas enterrados, como en la película. Llegaba al hotel y necesitaba prácticamente una hora para sacarme la cantidad de maquillaje, polvo y suciedad que me iban poniendo durante el día.
-Fue un trabajo actoral que te insumió mucho desde lo físico, ¿no?
-Sí, sobre todo eso. Además, fui adelgazando rápidamente para poder estar un poco más flaco. Físicamente tenía que actuar la fragilidad y lo que iba a vivir el personaje en esos cincuenta días de estar enterrado ahí.
-¿Cuáles fueron las complejidades del rodaje en una mina real?
-Primero, los tiempos. Segundo, todos los protocolos de cuidado que tiene que haber. Antes de ir a toma, había un montón de gente que nos cuidaba. No se puede hacer nada que no esté pautado. De hecho, los días que filmamos en el pozo a 640 metros de profundidad, buena parte del equipo técnico no se podía bajar porque podía ser inflamable y peligroso. Hubo que armar un equipo reducido y filmar en lugares donde realmente está muy húmedo, caen gotas todo el tiempo que no se sabe de qué arroyo vendrán de arriba. Hay una escena que filmamos en la que existió un derrumbe real. Estás también todo el tiempo con la sensación de “por favor que no se mueva nada, ninguna placa, que el planeta en este momento esté quietito”. Que no haya ningún mínimo movimiento porque puede provocar un desastre. Filmar abajo no fue fácil. Después, filmamos el resto en horizontal. Es una mina que está en horizontal. Teníamos más o menos 200 metros. Era una manera de concentrarnos. Veníamos de afuera, descansando y boludeando y, de repente, íbamos caminando por ahí. Cada vez se iba poniendo todo más húmedo y más oscuro. Cuando llegábamos al set que estaba ahí adentro y todo armado, ya uno estaba en tema. A mí me servía esa caminata a modo de volver a la historia, de poder concentrarme, de volver al foco y a entrar en el personaje.
-El director es hijo de mineros. ¿Es una historia cercana a la realidad?
-El hecho de que el director sea de Mieres y sea hijo de mineros hizo que la visión de lo que quería contar fuera muy personal. Tenía su propio conocimiento de la mina. En mi caso, fue entrar en un mundo que para mí no existía. No debe ser muy diferente a estar dentro de un cohete con todos astronautas. Es una realidad absolutamente alejada de mi vida. No tengo ascendencia minera, no hay ningún familiar que trabaje ni que haya trabajado de eso. Entonces, es un mundo muy propio y muy endogámico, que existe por sí mismo, donde ellos se conocen entre sí.
-¿El punto en común entre El patrón: radiografía de un crimen, El hijo y Enterrados es que, por distintas razones, tus personajes están al límite?
-Sí, si tuviera que elegir una palabra que uniera a los tres personajes, sería la "desesperación". En algún momento, la desesperación es extrema.
-¿En qué aspectos te sentís identificado con el personaje y en qué medida está a una distancia importante de tu manera de ver la vida?
-El tipo de cine como el de Enterrados, historias trágicas en las que el ser humano se ve ante una situación límite para hacer un replanteo de su vida y ver quién era, salvando las distancias, lo puedo vincular con la cuarentena: saber que podemos ser pacientes asintomáticos, y poner en riesgo la vida de nuestros padres y abuelos. Cualquier situación extrema -y para mí la cuarentena que estamos viviendo lo es, al igual que en la ficción cuando mi personaje queda enterrado a 600 metros-, hace que uno vea más que nunca eso que siempre dicen en la filosofía budista acerca del presente. Es algo que nos cuesta mucho habitar porque normalmente estamos con la ansiedad del futuro y la angustia que nos provoca el pasado, por más que el pasado haya sido feliz (justamente, si fue feliz te provoca angustia porque ya pasó). El personaje está en ese presente que es la supervivencia, y trata de entender qué sentido o qué valor tiene la vida. No sé si será por el tipo de viajes que hago, que me gusta mucho ir a la montaña y desde la adolescencia iba mucho a la Patagonia, pero la verdad es que nunca estuve alejado de esos momentos de cierta mezcla de contemplación, por un lado, y por otro, de reseteo.
-Algunos de los personajes que compusiste en la pantalla grande eran bastante oscuros, pero éste lucha por la vida. ¿Te conectaste de otra manera para interpretarlo?
-A veces, se te pone más difícil en personajes como éste el encontrar optimismo en una situación absolutamente desalentadora. Es tratar de seguir insistiendo en ir hacia adelante en la vida, cuando todas las circunstancias te van diciendo que lo que le está pasando al personaje es que día a día se va quedando sin oxígeno y es como una muerte lenta. Se lo puede ver como una muerte lenta o como una idea de seguir subsistiendo a pesar de todo. En mi caso, a pesar de que todo lo que vive el personaje le parece muy desalentador, tiene la pulsión para querer salir ahí.
-Un poco el mensaje que deja la película, más allá de la situación particular que plantea, es que de una situación límite, una persona puede salir fortalecida o puede conducirse a la alucinación y la locura, ¿no?
-Sí, creo que sí. Es interesante esa observación. No la había pensado así, pero la película juega con eso.
-¿En una situación de peligro de muerte inminente los fantasmas del pasado cobran protagonismo?
-Sí, sobre todo cuando estás solo o hay algo de la tragedia que hace que uno naturalmente necesite dialogar con todos los que uno convivió. Pero no solamente con otros seres humanos; también pueden ser aromas, sonidos, canciones, mascotas, sensaciones o impresiones que te quedaron de algún momento de tu vida. Es extraño. Cuando se sale del invierno, el primer calor de la primavera lo llevará a cada uno a algún lugar diferente, pero su cuerpo tiene historia en relación a esos momentos.
La situación del teatro
Un área golpeada
La situación que se está viviendo por la pandemia del Covid-19 le provoca "mucha tristeza" a Joaquín Furriel. Entre otras cosas, que los teatros estén cerrados en Buenos Aires. "No sólo por verlos cerrados sino porque sé lo que está sufriendo la comunidad teatral. Uno está acostumbrado a ver que los medios de comunicación se encargan de mostrar lo exitoso o lo que va a ver más gente, o que ponen los actores y actrices más convocantes, pero la realidad es que la fama que goza Buenos Aires por su actividad teatral es por muchísima gente que está involucrada en el teatro. Gente de todas las áreas, que no necesariamente está en estas obras exitosas, que no dejan de ser más de diez por año, como mucho. A veces, son cinco o seis”, puntualiza el actor. Destaca también que las otras 900 “son obras de búsquedas maravillosas de un montón de gente que está haciendo del teatro lo que normalmente siempre se habla. Pero eso es a pulmón”. Y esa cadena se cortó, entiende Furriel. “Y se cortó en grande porque va a ser difícil no sólo volver a hacer teatro sino que también va a ser difícil, por lo menos por un tiempo, que los espectadores pierdan el miedo de estar en una sala sentados al lado de otras personas, cuando durante tanto tiempo estuvieron guardados para no estar cerca de otros. Las actividades como el teatro, la música, los conciertos, van a ser áreas culturales muy pero muy golpeadas. Ojalá el gobierno pueda pensar también cómo hacer para contener eso”.